Miguel Mas López de San Eduardo, actual propietario de la joyería. /
En principio fue un secreto a voces. Creada en 1982 por la marquesa de San Eduardo, esta joyería atendía en sus orígenes solo a amigos aristócratas y miembros de la jet-set de la época hasta que, inevitablemente, abrió su negocio a todos los públicos a finales de la década, desde su elegante tienda en la madrileña calle de Ayala.
Tras la muerte de la fundadora en mayo de 2016, es el menor de sus hijos, Miguel Mas López de San Eduardo, el encargado de continuar esta tradición familiar que aúna buen hacer orfebre "con diseñadores de la casa, españoles e italianos, que nos envían sus diseños para dar nuestra aprobación final", apunta el propietario; una selección de piezas clásicas y también de diseños de los años 80 actualizados, como la Mosquita, que fue broche y hoy es un pequeño pendiente para la parte superior de la oreja; o sus cadenas de anchos eslabones en calabrote. Y han lanzado una colección joven, llamada 30, con piezas más sencillas e informales.
"Buscamos siempre gemas y diseños diferentes, fuera de lo común", reconoce Mas. Y lo logran aplicando sofisticación y elegancia a la combinación de tonalidades y colores de las diferentes piedras y metales preciosos, un juego que en sus manos es pura sabiduría: "El contraste de color siempre nos ha preocupado, porque creemos en la joyería como arte". De hecho, gran parte de sus creaciones se realizan en función de gemas determinadas, adquiriendo esa condición de piezas únicas. "Me gusta mucho recomendar zafiros, porque la gente piensa que es una piedra azul y existen de todos los colores. Y también la tanzanita. De esta piedra violeta apenas hay una mina en el mundo, en Tanzania, y es probable que se agote, con lo que desaparecerá y se revalorizará con el tiempo".
"El contraste de color nos preocupa porque creemos en la joyería como arte". /