Mi padre murió de forma inesperada y truculenta, y eso despertó el hambre de escándalos que tienen ciertos medios de comunicación.
Aunque él pensaba que no era más que "polvo que cambia de estado", en secreto y protegidos por la policía celebramos un funeral por la iglesia. Muchos de sus conocidos se escandalizaron por mi "arrogancia", pero mi padre fue bautizado, recibió la primera comunión, se confirmó y, dado que no me había dejado ninguna disposición, no tuve ninguna duda al respecto de darle una sepultura cristiana.
Mientras la solista del coro cantaba en la iglesia semivacía, noté el estupor de su alma. "¿Todo esto es por mí?", parecía preguntarse con asombro infantil. "¿Acaso soy tan importante?". Recordé una de las últimas veces que nos habíamos visto, comiendo en una de las ruidosas trattorie de Roma. Me confesó de repente: "¿Sabes? Pienso mucho en Jesús. Y siempre que pienso en Él, en su soledad, ya está: me entran ganas de llorar". En cuestión de segundos, sus ojos adquirieron esa liquidez propia de las lágrimas y yo me quedé sin palabras. Estaba acostumbrada a su cinismo, a su falta de afecto, a su indiferencia existencial.
Frente a ese llanto, no sabía qué hacer. Era el llanto de un niño, de un inocente, de alguien que, de pronto, se sentía preso de una iluminación. Seguramente, el polvo seguía estando, pero ahora su principal cometido no era otro que el de acumularse en los muebles.
El funeral tuvo lugar en un glorioso día de septiembre. Acompañamos el féretro hasta el cementerio, caminando en silencio a lo largo de una alameda de robles. De vuelta a casa, la gente del pueblo había preparado un banquete para la ocasión: lasaña, jabalí, boletus, empanadas y vino en cantidad; comimos y bebimos, como no podía ser de otra manera, en su honor.
Si somos capaces de reconocer el sentido profundo del ser humano, la vida y la muerte se mezclan y se regeneran constantemente en una danza que solo suscita asombro y maravilla.
20 de enero-18 de febrero
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¿Qué me deparan los astros?