Hace falta haber vivido un cierto número de años, y haber asimilado bien la idea de la Providencia, para aceptar que todo lo que nos ocurre, en realidad, tiene sentido.
Hace falta haberse caído muchas veces, y haber intentado levantarse otras muchas, para darse cuenta de que, tras todas esas humillaciones sin fin y ese sinfín de fatigas, hay un delgado hilo rojo que enhebra de principio a fin cada uno de nuestros días y les confiere un sentido.
Y dicho sentido no es una respuesta, sino la formulación de una sola y antiquísima pregunta: "¿Quién soy?".
¿Quién soy yo de verdad, en lo más hondo, más allá de toda apariencia? La modernidad aborrece la cuestión de la conciencia individual, pero es pródiga a la hora de eximirnos en la búsqueda de la verdad: todo con tal de seguir silenciándonos y apagando la energía de las masas.Observando la realidad actual, cualquiera diría que el Gran Hermano de Orwell es un cuento de niños.
La naturaleza humana vive continuamente abrumada y manipulada por fuerzas oscuras, solo en apariencia benévolas, dotadas de medios extraordinariamente potentes y sutiles.
Es difícil, cada vez es más difícil abrir los ojos.
Es difícil, cada vez es más difícil, hallar las fuerzas para dar un salto y escapar.
Y este debilitamiento del ser humano se ha producido de un modo increíblemente rápido, y sigue su curso a buen ritmo, hasta el punto de que es muy complicado no caer preso de una gran angustia.
En realidad, separar al hombre de la idea del destino ha sido un magistral golpe de genio. Ya no debemos seguir preguntándonos quiénes somos, porque es la misma sociedad la que se apresta a respondernos, antes incluso de abrir los ojos.
Porque antes de eso puede que a nuestros padres les supongamos un coste tremendo, dolores infinitos y quebraderos de cabeza, y todo para acabar nuestros días encerrados en una probeta de acero inoxidable.
Pero si superamos con éxito las pruebas de fertilidad, ya vemos que al momento, desde el primer llanto del recién nacido, se nos dirá que nuestro derecho más elemental es el de la felicidad. Cualquier cosa que hagamos para conquistarla será lícita, porque el fin siempre justifica los medios.
Hemos nacido para consumir, hemos nacido para consumar nuestros deseos, porque la sociedad está ahí solo para satisfacerlos. Si algún problema se interpone en nuestra caminata (de vez en cuando, todavía se asoman algunos fantasmas como la enfermedad o la muerte), no debemos tenerle miedo, ya que la ciencia y la técnica, que son nuestras grandes aliadas, de una forma u otra lograrán despejarnos el camino.
Por tanto, debemos tener fe, no en nuestro destino, sino en las bondades de la técnica. De hecho, no hay obstáculo alguno que no pueda derribar. Lo que hoy parece imposible, mañana será realidad. No debemos inquietarnos ni perder el sueño por eso.
No somos más que un motor bastante sofisticado. Vela por nosotros el más experto de los mecánicos.