Las lágrimas

Las lágrimas fueron las compañeras más fieles de mi infancia.

Susanna Tamaró Madrid

Las lágrimas fueron las compañeras más fieles de mi infancia.

No me refiero a las lágrimas fruto de un capricho (que eran inconcebibles), ni siquiera por una herida ocasionada por una caída (porque incluso esas me estaban tajantemente prohibidas). Eran, más bien, lágrimas de desaliento.

Lloraba por cosas que al resto de niños e incluso a los adultos les dejaban totalmente indiferentes.

Tras algún ligero intento de hallar un interlocutor válido (sin éxito ya en la misma guardería), me di cuenta enseguida de que la dimensión a la que sería relegada gran parte de mi vida no iba a ser otra que la de la soledad.

"Mi propia naturaleza me impedía disfrutar"

La realidad era un lugar en el que la gente nadaba alegre mientras yo, desde la superficie, asistía sin deleite alguno.

Mi propia naturaleza me impedía disfrutar.

El corazón de fuego de la tierra (esa inestabilidad fluctuante que yacía bajo nuestros pies) me lanzaba constantemente una invitación a descender al abismo.

Me sentía como un buzo con su mono de amianto.

Quería bajar a la oscuridad, atravesar las tinieblas, solo para averiguar si, en efecto, allá en el fondo, se hallaba prisionero el poder devastador de la luz.

Mi mente alumbraba preguntas sin cesar, lo mismo que mi corazón. Me cuestionaba qué era la materia y qué no era.

No eran ese tipo de preguntas que se hace un niño brillante. Las pocas veces que traté de exponerlas jamás despertaron ni admiración ni miradas llenas de orgullo, sino, más bien, un embarazoso silencio seguido de un reproche: "¿Por qué te da por pensar en esas cosas? ¡Piensa en cosas de tu edad!".

20 de enero-18 de febrero

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