Zadie Smith está delante de mí y no lo está. En la imagen que me devuelve mi portátil, aparece sentada en el escritorio de su estudio repleto de libros, en la mano derecha una copa que contiene un líquido carmesí. Con esa iluminación tenue, la cara de Smith se dibuja pálida, con las mejillas llenas de pecas. Es más de medianoche en Londres, donde vive Zadie, y también está oscuro en Princeton, Nueva Jersey, donde vivo yo. A pesar de los 5.000 kilómetros de distancia, ambos guardamos la ilusión de estar hablando cara a cara. No me gusta FaceTime (la aplicación para videollamadas): la idea de hablarle a un diminuto avatar como si fuera real me produce ansiedad. Parece que la figura imprecisa que sale en mi pantalla es ella. Y también es ella la que te provee de todo lo que acabarás diciendo (lo que también incluye, muy a menudo, esas cosas que uno no sabía que sabía).
Zadie Smith acaba de publicar Swing Time en Estados Unidos [en 2017 la publicará en España] y es la primera vez que escribe en primera persona. Toda una sorpresa, teniendo en cuenta el estilo por el que se ha hecho famosa en libros como Dientes blancos o NW London. "Yo siempre he recelado un poco de la primera persona-confiesa Zadie-. Y ahora me he dado cuenta de que era una estupidez. Creía que era un recurso que me iba a impedir escribir sobre otras personas. Y es todo lo contrario, porque, de hecho, te permite hacerlo de una manera apasionante, en la medida en que todo está influido por la subjetividad de tu narrador. En cuanto dejé de ser consciente de que estaba escribiendo en primera persona, todo fluyó a las mil maravillas".
Lo sabía. Zadie y yo somos amigos y, el invierno pasado, los correos que me enviaba se fueron volviendo cada vez más esporádicos y breves. Hasta que un día dejaron de llegar, que es exactamente lo que ocurre cuando el proceso de escritura de un amigo va viento en popa. Los novelistas son como los cazadores de pieles: desaparecen en los bosques del norte durante meses o años y, a veces, no regresan nunca; sucumben a la desesperación; o bien se confunden con la manada (en otras palabras: se buscan un trabajo de verdad), o bien se quedan atrapados en sus propias trampas, mientras ven cómo la nieve se cubre lentamente con su sangre. Solo los más afortunados vuelven a casa cargados de pieles.
Por eso estaba dispuesto a esperar un año o dos hasta que Zadie reapareciera. Pero en mayo su nuevo libro estaba terminado. Por lo tanto, una de las primeras cosas que le pregunto es cómo fue capaz de escribirlo tan rápido. "Hice terapia -dice como en broma, pero enseguida se pone seria y lo explica-. Siempre he tendido a disminuirme y la ficción es una herramienta muy útil a la hora de esquivar esa sensación, pues te permite colocarte un disfraz u otro, según la ocasión. No ser capaz de escribir en primera persona tenía mucho que ver con eso, con esa ansiedad a la hora de decir "yo". Antes me costaba mucho escribir, pero desde que empecé la terapia ya no me resulta tan difícil".
Hago de buen terapeuta y no digo nada, solo murmuro y le animo a que continúe hablando. Pero entonces Zadie dice algo que no me esperaba, algo mucho más sorprendente que su confesión previa: "Siempre me pareció -desde que era niña, pero incluso ahora- que la mayoría de los hombres que escriben tenían una seguridad que yo jamás alcanzaría. Intento pensar que iré adquiriéndola, pero la verdad es que nunca tengo la certeza de estar haciendo lo correcto".
De un tiempo a esta parte, hay un buen número de novelas escritas por mujeres que exploran en la naturaleza de la subjetividad femenina como algo fragmentario. Por ejemplo, en ¿Cómo debería ser una persona? (Ed. Alpha Decay), Sheila Heti lleva a cabo un retrato cubista de sí misma partiendo de un sinfín de retazos de memoria, conversaciones grabadas, enumeraciones y diálogos; mientras que Rachel Cusk en A contraluz (Libros del Asteroide) hace que la narradora prescinda de cualquier tipo de mirada escrutadora, de forma que acaba convertida en una especie de tabla rasa que van rellenando las conversaciones que giran en torno a ella.
El acicate de estos experimentos (como viene a sugerir el comentario de Zadie) no es otro que el hecho de que esa autoridad asumida por los escritores varones no tiene su origen en ellos mismos, sino en la propia estructura social. No es difícil encontrarle objeciones a esta teoría, sobre todo si tenemos en cuenta que hay muchas escritoras que no sienten ningún tipo de inseguridad y muchos escritores que tienen que lidiar con un infierno de dudas e indecisiones.
zadie smith
Sospecho que la inseguridad que yo mismo tengo a la hora de abordar una narración omnisciente es la misma que la de Zadie, por la simple razón de que somos coetáneos del mismo momento literario. La afirmación de Cusk acerca de que "la autobiografía es, cada vez más, la forma hegemónica de todas las artes" es una toma de postura extrema, diría que incluso absolutista. Es verdad que algunas de las ficciones recientes más brillantes contienen elementos autobiográficos, como demuestran los libros de Karl Ove Knausgård, W. G. Sebald o la propia Rachel Cusk. Pero, por otro lado, ¿no hay otra manera de extraer el material de nuestras emociones y vivencias para construir otras vidas? Si estuvieran vivos hoy Tolstói o Shakespeare, ¿solo escribirían sobre sí mismos? Antes de poder discutirlo, surge un problema con la conexión.
"Te escucho fatal -dice-. ¿Seguimos por teléfono?". "De acuerdo, vamos a dejarlo solo en audio", contesto. Ya somos solo voces, hablando alto y claro. Zadie me recuerda a lo que el rey Lear dice de su hija Cordelia: "Su voz era melodiosa, afable, apagada, estimable cualidad en la mujer". Me da por pensar que debe de ser fácil escribir con una voz como la de Zadie. Cada palabra que sale de sus labios suena a palabra justa, precisa.
Como la narradora de Swing Time, Zadie Smith también fue de jovencita una cantante con talento. Una vez me enseñó, con un regusto poco disimulado, una fotografía en la que salía una adolescente irreconocible, con el pelo rizado y entrada en kilos, que, según me confesó, era ella misma. Así que, junto a su pasión por cantar y bailar, también estaba aquello: el patito feo que teme no ser aceptado. Aquella chica de la foto, y no solo la que cantaba y actuaba, es la que ha hecho de Zadie la escritora que es hoy.
"El pelo no es importante cuando te pareces a Nefertiti", escribe en Swing Time refiriéndose a la madre, pero bien podría estar haciendo una descripción de sí misma. Zadie Smith es una figura glamourosa, sobre todo tratándose de una escritora. Los eventos literarios no son exactamente algo parecido a una gala llena de estrellas, pero la imagen que proyectan Zadie y su marido, el poeta y novelista Nick Laird, se acerca bastante a ese firmamento. En las fiestas a las que ellos van, uno se puede encontrar con escritores como Martin Amis y Salman Rushdie junto a celebridades del momento como las actrices Lena Dunham o Rachel Weisz.
En las distancias cortas, Zadie es bastante acogedora, y es así igual con los lectores que con los colegas de profesión, con los porteros y con los taxistas. La ves venir con ese rostro de Nefertiti, pero al momento gasta una broma, se ríe, y su sonrisa un tanto prominente te hace sentir bien, pues revela toda la calidez, cortesía y complicidad de una chica que ha crecido en un barrio obrero de Londres.
Su antigua condición de patito feo le ha infundido una cierta cautela en lo relativo a su aspecto. "No me importaba tener que vestirme pensando en gustar a los desconocidos", subraya la narradora en un pasaje que Zadie reconoce que es ilustrativo de su propia biografía, "pero en mi habitación, en mi intimidad, ya no era esa chica, no era la chica de nadie". Me intereso por esas líneas. "Conforme fui creciendo, la mera idea de ser una chica me daba vértigo. Aún hoy, puedo usar pintalabios y rímel, pero nada más. No me hago la manicura ni la pedicura".
"Pero hoy en día tu imagen es más presentable", le digo. "Soy presentable, sí, pero es como dice Nick [su marido]: en cuanto tomo confianza, llegan los pantalones de chándal, la cara lavada y el afro salvaje". "La verdad es que los hombres nunca se fijan en la manicura y la pedicura de las mujeres", le contesto. "Lo sé. Y es verdad. A veces pienso que las mujeres le damos mucha más importancia de la que se merece a aquello en lo que los hombres se fijan o se dejan de fijar".
Está claro que Zadie tiene ciertas dificultades con eso que podríamos llamar "el trabajo de ser mujer". Siempre que le alabo el gusto por el vestido que lleva, me dice lo barato que le ha salido al comprarlo por internet. Si aludo a su nuevo peinado, me pone en la mano una trenza a lo Cleopatra y me dice: "Son extensiones". Una vez me llamó al borde de las lágrimas, desde una peluquería, para decirme que no podía quedar a cenar conmigo esa noche porque su pelo se había "roto" y se iba a tener que afeitar la cabeza para empezar de nuevo. Cuando al fin nos vimos, me temía que ella apareciera hecha polvo y prácticamente traumatizada, como Dustin Hoffman en Papillon. Sin embargo, Zadie entró en el restaurante con una sonrisa de oreja a oreja, con unos mechones rizados a lo Flashdance rebotándole en las mejillas. Al parecer, también falsos. Como lo es la "feminidad". O la literatura. Y ella me lo contó porque quería que lo supiera.
Madurar y llegar a ser quien eres significa, claro está, saber quiénes son los tuyos y cuál es tu lugar entre ellos. Para Zadie Smith, que es mulata, ese proceso no fue tarea fácil. Viajó por primera vez a Jamaica, el lugar de nacimiento de su madre, bajo coacción. "Era el último lugar al que quería ir -confiesa-, creo que mi madre tenía un novio allí pero no caí en la cuenta hasta que llegamos. Yo solo quería quedarme en Londres con mis amigos. Todo me daba alergia, sobre todo ese calor sofocante que me asfixiaba. No quería pertenecer a ese lugar".
Años más tarde, viajó a África Occidental solo para descubrir que ahora era el lugar el que no quería pertenecerle a ella. "Una de las cosas que cuento en el libro, y que viví de verdad -continúa Zadie-, es que me encontré inmersa en algo parecido a una experiencia espiritual, una búsqueda de mi propia identidad. Y resulta que, al término del viaje, todo el mundo que había conocido allí pensaba que yo era blanca".
¿Es casualidad entonces que alguien con una identidad multicultural comenzase su carrera literaria con una novela titulada Dientes blancos, que viene a ser una reflexión de lo que significa ser londinense; o que, tiempo después, esa escritora quiera mirar más hacia dentro que hacia fuera?
La búsqueda de una identidad en Zadie tan pronto cobra un carácter local y actual como se desplaza hacia una perspectiva histórica. "Simplemente, me di cuenta de que, con la esclavitud, lo que se les hizo a los negros, en términos históricos, fue expulsarlos de la época que les tocaba vivir. En esencia, es eso lo que ocurrió. Teníamos una vida en un lugar determinado que habría seguido su curso, y quién sabe lo que habría pasado, nadie puede saberlo. El caso es que todo habría seguido su curso natural, pero no nos dejaron seguir ahí, nos trasplantaron a un lugar completamente diferente y con unas costumbres que no tenían nada que ver. Y eso es algo que nunca va a dejar de tener sus consecuencias. Cada pueblo arrastra sus traumas, y no se trata de rivalizar a ver quién tiene el trauma más grande, entre otras cosas porque cada uno es de distinta naturaleza. El nuestro es el de haber sido expulsados del tiempo que nos tocaba vivir".
Zadie interrumpe el discurso. Intuyo que algo ha cambiado en su expresión y, por primera vez en la entrevista, lamento que no hubiéramos seguido hablando por videoconferencia. "Es una frase que se está empleando mucho últimamente: "Controla tus prejuicios" -prosigue-. Y no creo que haya nadie al que no se le pueda aplicar. No existe nada parecido a una identidad intachable con la que uno pueda dirigirse al mundo. Pero en algunos momentos de la historia, hay quien ha decidido que encarnaba esa figura. Debe de ser tentador erigirse sin más en esa persona que presume de moral, orden y rectitud. Pero todos sabemos que eso no existe".
Al principio de su nuevo libro, la narradora describe un juego inquietante que tenía lugar en el patio de su escuela cuando contaba nueve años: "[...] las niñas simplemente corríamos sin parar hasta que nos veíamos a resguardo en una esquina tranquila, lejos de las miradas de las celadoras y los monitores del patio, allí nos encontrábamos de pronto con las bragas bajadas y una mano pequeña se introducía en nuestras vaginas, y sentíamos una alegría áspera, frenética, y el niño echaba de nuevo a correr, y todo volvía a empezar por el principio".
En un primer momento, parece que esté hablando solo de un juego sexual. Pero, a medida que se va alargando y se traslada al aula, se produce un cambio "El factor aleatorio había desaparecido: ya solo participaban los tres niños que habían ideado el juego y solo se acercaban a las niñas que se sentaban junto a ellos en clase y de las que suponían que no se iban a chivar. Tracey era una de esas niñas, yo era otra y Sasha Richards, una niña que se sentaba en mi mismo pasillo, la tercera. Las niñas blancas (que hasta entonces formaban parte del juego en el patio de recreo) habían sido misteriosamente excluidas: era como si nunca hubieran participado de aquello"
Así es como el colonialismo entra de lleno en la novela: no como una recreación de la esclavitud en el África Occidental, sino de un modo más escalofriante, en la medida en que la narradora va descubriendo los frutos de aquella atrocidad en un colegio de Londres a principios de los años 80. De alguna manera, los niños han entendido que solo pueden bajarles las bragas a las niñas negras, a la vez que ellas, las niñas negras, lo aceptan como algo que forma parte del orden natural de las cosas; y todos en una edad en la que aún no han tomado conciencia real del sexo. "Hay cosas que no desaparecen -dice Zadie-. No, no desaparecen".
El furor de hoy por la autoficción es un claro reflejo de la ansiedad que genera el hecho de que cada vez sea más difícil hacer creíble un mundo enteramente de ficción. Pero sentenciar que la única manera de ofrecer algo auténtico es por la vía de lo autobiográfico es confundir los medios con el fin. Zadie no parece que transite ese camino. En su empeño por encontrar la perspectiva correcta para explorar su identidad atomizada (como mujer, como negra, como británica), ha alcanzado unas cotas de expresión nuevas en su narrativa, sin que eso sea un obstáculo para que siga confiando en su imaginación como la mejor fuente de historias.
Es muy tarde ya en Londres. Llevamos mucho tiempo hablando y creo que ha llegado el momento de dejarla descansar. Pero, antes de colgar, Zadie hace una mención al novelista Darryl Pinckney [conocido por escribir desde su condición de negro, homosexual y burgués desde los años 60 y pareja de un famoso poeta británico]. Pinckney aparece como personaje hacia el final de su novela, así que le pregunto por esa intrusión de la verdad en el seno de la ficción.
"Para mí, Darryl es un modelo de... no sé muy bien cómo decirlo... -se sincera Zadie-... de ambivalencia militante. Es un verdadero erudito en materia afro-americana. Una parte de él defiende un tipo de singularidad a ultranza, y es consciente como pocos de lo determinante que es haber estado sujeto a una experiencia de oscuridad, con todo lo que conlleva en términos políticos, sociales y personales. Pero, al mismo tiempo, reclama para sí la libertad de poder ser solo Darryl, en su más absoluta particularidad". Tengo la sensación de que Zadie quiere convertirse en alguien así. Pero cuando se lo digo, y le aseguro que para mí ya lo es, se calla por primera vez en toda la noche. "¡Oh!", es lo único que responde.
20 de enero-18 de febrero
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