actualidad
actualidad
Esta tarde Hillary Clinton estará en la toma de posesión de su enemigo y no la veremos llorar. La acompañará su fiel compañero, Bill Clinton (al menos, siempre leal en la cama de la política). También ha anunciado su presencia el expresidente Jimmy Carter (fue el primero que dijo voy); así como George W. Bush y su mujer, Laura, a pesar de que públicamente anunciaron que votarían en blanco, porque Donald Trump no les parecía un digno candidato republicano. (Con Trump aparece muy a menudo la palabra dignidad pero, al decirla, casi todo el mundo piensa en su pelo y no en los inmigrantes mexicanos).
Hillary Clinton lleva treinta años ensayando su máscara. No una máscara perversa (como algunos se empeñan en decir) sino la propia faz de la política. Un rictus controlado, que no puede ser tan adusto como el de una Angela Merkel (porque sus electores jamás se lo perdonarían); pero tampoco demasiado emocional, demasiado sensible ni demasiado mujer. Ni vulnerable ni sexual ni madre ni robot, sino todo lo contrario. O sea, la ecuación imposible. De hecho, solo cuando se convirtió en abuela y el tiempo suavizó (y ensanchó) sus hechuras, consiguió la nominación demócrata. Pero dio igual que ganara kilos y no se pusiera botox en las arrugas: al final, perdió. Y esa noche sí se permitió llorar. Los ojos se le hincharon. Moqueó los kleenex. Probablemente, arrebujada en una manta frente a la tele y mirando con incredulidad ( y unas gafas de pasta muy poco glamourosas) las noticias en la CNN debió de pensar: “ ¿Esa que están enterrando delante de mis narices soy yo?”. Y no se equivocaba.
Debió de llorar mucho. Lloró tanto que tardó una eternidad en dar una rueda de prensa para admitir su derrota. Probablemente, porque era incapaz de hablar sin volver a ponerse a llorar (a quién no le ha pasado). Y entonces se atrevió a decir esa frase que la humanizó mucho más que ninguna foto de Annie Leibovitz o cerveza en un bar de Missouri. “Ha habido momentos en los que todo lo que quería era no volver a salir de casa”. ¡Bravo! ¿A quién no le ha pasado? Esos momentos en que la vergüenza lo inunda todo, como un tsunami arrasador, y lo único que quieres es enterrarte en una cueva a hivernar para no enfrentarte al mundo.
Pero la ola siempre pasa y ahora Hillary parece una mujer más relajada. Se ha quitado la máscara de la política y se está dejando cuidar. Varias personas le han hecho fotos paseando a sus perros por el campo. Hizo una aparición sorpresa, en una gala de Unicef, para entregarle un premio a Katy Perry; se la vio cenando hamburgesas con Ralph Lauren y la directora de InStyle, Laura Brown (ella lo contó en Instagram) entre otros invitados; y el pasado domingo asistió con Bill, también por sorpresa, a la última representación en Broadway de “El color púrpura”. Entre el público había gente conocida como la actriz Debra Messing y la directora de Vogue Anne Wintour. Cuando los Clinton se dirigieron a sus butacas la gente se levantó espontáneamente para aplaudir, mientras decían “God bless you” (¡Qué Dios te bendiga!); o “We love you, Hillary” (¡Hillary, te queremos!). Un agridulce baño de multitudes en la derrota. Y probablemente, un cierto consuelo, cuando esta tarde mire hacia arriba y el que jure sobre la Biblia sea él.
También te puede interesar:
El precio de llorar en la oficina
Claire Underwood, el poder nunca es inocente
Mónica Lewinsky, la becaria cumplió 30 años