actualidad
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En la Yugoslavia de Tito, Marina Abramovic fue una niña de la nomenklatura. Extraña, sola, brillante, loca. Su madre, la directora del Museo de Arte de la Revolución, nunca la besó. Su padre, héroe partisano, trató de ingresarla en un psiquiátrico. Tuvo privilegios orgánicos (incluida la primera lavadora de Belgrado) pero a los 29 años cruzó el telón de acero y jamás regresó. "Al principio me costó ajustarme a mi nueva libertad. Siempre me había rebelado contra las restricciones políticas y familiares, pero a la vez me alimentaba de ellas. Necesitaba crear mis propios límites y los apliqué en mis performances".
En su juventud /
En el arte, Abramovic actúa como el objeto oprimido y el sujeto opresor de su propio cuerpo. En 'Rythm 0' (1974) se quedó de pie, quieta, mientras la gente la besaba, mordía o quemaba (les ofrecía una pluma, una rosa, miel, un látigo, un cuchillo, una pistola...). Pretendía estudiar cómo actuamos cuando nos dan poder el absoluto sobre alguien. En 'The Artist is Present' (2010) se sentaba en una silla entre las 10 y las cinco de la tarde y te miraba. Solo eso. Nada. Un ser humano frente a otro. Y a veces la gente lloraba. "Lo de la violencia, masturbarse, cagar... ya los hicimos. Ahora se trata de descubrir qué hay en nuestra mente", dice. La obra es ella; el Deux ex machina, también. ¿Y nosotros?