Mamá, ¿por qué el botón de autodestrucción siempre es rojo?". "¿Por qué a los superhéroes siempre les aprieta el traje?". "¿Dónde tienen los árboles el corazón?". "Vale, pues si no tienen corazón, ¿cómo pueden enviar la savia hasta lo más alto de la copa venciendo la fuerza de la gravedad?". "Mamá, ¿por qué el ombligo está en la barriga y no en la cabeza o en la cadera"...
Yo supe que mis hijos eran divertidos, imaginativos, curiosos hasta la extenuación, a muy temprana edad, aunque jamás me puse a pensar en genios, Mozarts, Einsteins o superdotados. Las etiquetas las ponen los demás. Con siete meses, Michael caminaba agarrándose a los muebles. Esto nos hacía mucha gracia, el niño disfrutaba al vernos reír y se motivaba para caminar más y mejor. Al año, hablaba con frases complejas y esdrújulas, y le gustaba sorprender a los adultos diciendo: "La oxidación es una reacción química que se produce entre el hierro y el agua".
Pronto fue evidente su pasión por la astronomía. Cada noche señalaba la Luna repitiendo: "¡Luna, Luna, Luna!". Nos obligaba a hablarle de los cuerpos celestes, del porqué de la Luna y de cómo está unida a la Tierra. Michael nunca quería dormir. Odiaba comer. Amaba hacernos reír. Es de carácter indomable. Su pasión científica se amplió hacia el Sol, el fuego, la gravedad, la química, el átomo, la molécula, las estrellas, los superhéroes, el cine y el magnetismo.
Y en el coche, mientras yo trataba de no estrellarme, me freía a preguntas: "Mamita, ¿en la Luna hay placas tectónicas como en la Tierra?"; "¿dónde duermen los terremotos?". Mientras tanto, en el colegio fracasaba, o mejor dicho, fracasaban con él todas sus profesoras. Era el peor alumno con diferencia. Odiaba leer y escribir, y como, desgraciadamente, todos los conocimientos del aula se expresan por escrito, aparentaba ser un completo ignorante.
Su hermano Richard también nos hacía reír. Era un bebé cuando dio sus primeros pasos, pero al contrario que su hermano, Richard no habló hasta los dos años y cuando lo hacía, tartamudeaba. Michael le comía el espacio, preguntando sin parar. El hijo pequeño, el silencioso, aprendió a comunicarse por gestos, con movimientos de cejas, con pura expresividad visual descacharrante, tarareando, sonriendo. No hay dos hermanos iguales, y a menudo, los segundos hijos, también de altas capacidades, quedan eclipsados por los mayores porque no tienen tanto espacio para demostrar su ingenio.
Como yo los veía tan listos, divertidos, apasionados por aprender y en el colegio se mostraban tan incapaces, aburridos e infelices, empecé a preocuparme. En Primaria vino el gran golpe. Su profesora insistía en que Michael tenía una mala actitud y recomendó que yo hablara con la psicopedagoga del colegio, que insistió en que mi hijo tenía problemas de psicomotricidad, dada su incapacidad de escribir su nombre como los demás.
Yo sabía que no era cierto. Conocía la apabullante coordinación del niño y le expliqué que el problema era que aquello que le obligaban a hacer no le interesaba lo más mínimo y se rebelaba. No escribir era su manera de decir: "¡Mamá, sácame de aquí!". No me creyeron y lloré. Las madres de niños con altas capacidades lloramos muchísimo porque revivimos la infancia escolar, el dolor, el aburrimiento, la soledad. Aún no sabía qué eran las altas capacidades ni sus siglas.
En esa época empecé a investigar, a preguntar entre mis familiares, descubriendo que mi árbol genealógico está lleno de una mezcla de genios y abandonos escolares. Entendí que el fracaso escolar es el gran mal de la mente creativa. Mientras tanto, Richard demostraba una curiosidad inusual por la anatomía y la medicina.
"Mami, ¿por qué cuando comemos helado sentimos como un fantasmita que nos atraviesa los dientes?"; "¿cómo se sujeta el cerebro para no darse golpetazos contra la calavera al caminar?". Pero él no se rebelaba, como su hermano, solo trabajaba poco en lo que no le gustaba. El verdadero problema era Michael. Le supliqué a las profesoras que le adaptasen los contenidos, que no le obligaran a hacer la letra L 80 veces en una ficha mal fotocopiada. Me dijeron: "Tiene que trabajar como los demás".
"¡Pero es que repetir letras le hace rebelarse más! ¿No podemos hacerles unas pruebas de detección de altas capacidades?". Dijeron que mis hijos tenían un problema emocional, a causa de problemas en el hogar. Por supuesto, me empeñé y ambos dieron muy alto en los test.
Hasta finales de los años 90 aún se medían las altas capacidades basándose en el test de coeficiencia intelectual (con un coeficiente mayor de 130, un niño era considerado superdotado). Hoy se sabe que las altas capacidades son multidimensionales y pueden desarrollarse a lo largo de toda la vida.
En la Guia de Atención a la Diversidad del Ministerio de Educación se establecen tres fases para tratar estos casos: detección, evaluación psicopedagógica y diagnóstico.
El 70% de los alumnos superdotados tiene bajo rendimiento escolar y entre un 35 y un 50% de ellos acaban sufriendo fracaso escolar.
Un informe presentado ante la Alta Inspección Educativa del Estado por Belén Ros (Fundación Avanza), señala la existencia de "organizaciones privadas dedicadas, casi exclusivamente, a facilitar el ingreso de estos niños en instituciones educativas norteamericanas", que habrían causado la "fuga de cerebros de unos 12.000 niños españoles de altas capacidades".
Pasamos por una etapa terrible. La ley contempla adaptaciones, pero las adaptaciones no se hacen a menos que los niños se esfuercen y escriban lo de todo el mundo, y la gran mayoría de niños de altas capacidades, precisamente, no quieren esforzarse y escribir lo que no les motiva. Nadie les daba material atractivo: física, astros, agujeros negros. Solo gallos y burros y dibujos para colorear. A mis quejas, la psicopedagoga me dijo una frase terrible: "¿Y qué quieres que hagamos, que le demos un libro de la ESO?". Yo no sabía lo que debían hacer y, como no iba a abandonar a mis hijos, me propuse averiguarlo.
El camino fue largo y torpe, a base de prueba y error. Lo primero que empezó a cambiar la actitud de Michael hacia el colegio fueron las clases de enriquecimiento. En las de la Comunidad de Madrid no había plazas y me uní a la Asociación Española de Superdotados y con Talento (AEST), donde organizan talleres de física, química, astronomía... para alimentar sus grandes pasiones. Yo pensé: "¿Por qué va a querer ir a clases de física un sábado por la mañana?". Esa fue mi primera gran revelación. El sábado que le tocaba clase, Michael, con cinco años, se levantaba de la cama como un cohete y se vestía solo, lleno de ilusión por aprender. Yo no daba crédito.
Entendí que todo debía orbitar en torno a sus pasiones. Ojalá esto lo entiendieran muchos profesores, porque, al menos con mis hijos, sigue siendo la clave de la motivación. Si les pongo ejercicios de escritura que tengan que ver con la ciencia, el cine, los superhéroes y la anatomía, los hacen con ilusión.
Así, fui diseñando la forma de derivar todos los trabajos que dejaban a medias en el colegio hacia los temas que les gustan. Por supuesto, también entendí que, en el colegio en el que estaban, ya nunca nos iban a tratar bien. La tutora y la psicopedagoga se habían enrocado. Yo también. Por desgracia, esto sucede con frecuencia. Se produce un antagonismo insalvable entre padres y profesores. Hay muchos prejuicios y no existe una forma de decir "mi hijo es terriblemente inteligente", sin que te miren como si fueras una imbécil total. Además, los profesores solo ven al niño abúlico e incapaz.
En mi caso, me ha funcionado el sistema británico, que prima el pensamiento y la reflexión por encima de la memoria y los esquemas enumerativos. También empecé a darles clases de apoyo con dictados sobre agujeros negros, análisis sintáctico de los músculos de la lengua... Y me salió una extraescolar muy loca: "Deberes en familia para niños divertidos", apoyo constante, para que no quedasen nunca atrás en lectoescritura y expresión escrita.
Ocurrió algo más: descubrí que el humor es la llave maestra de todas las puertas mentales. Cada día, en cuanto llegamos del cole, nos sentamos a trabajar, diviertiéndonos alrededor de la mesa, muertos de risa, poniendo verde lo absurdo, dándole la vuelta, trabajando mucho y duro, con risas y disciplina. Y funciona. Es duro asumir que la verdadera motivación para ellos solo existe fuera del aula. ¿Por qué es tan difícil detectarlos, aceptarlos? Lo que si suele haber es un factor común: se aburren en el colegio, lo odian, languidecen.
Por suerte, ahora mis hijos están bien. Hemos encontrado un buen colegio y veo su alta capacidad como lo que es: una necesidad especial que nadie se va a tomar tan en serio como yo, porque los hijos me duelen a mí, a mí, no les duelen a los demás.
Tengo un sistema: consiste en tener frecuentes tutorías a principio de curso con los profesores. Les explico que son niños muy difíciles de motivar, que verán que durante el primer trimestre estarán abúlicos, incluso suspenderán, pero que si les dan puntos positivos cuando trabajan bien y tratan de dirigir los ejercicios hacia alguno de sus intereses, la cosa se irá encarrilando. A veces no hace falta que el profesor modifique el temario.
Realmente, las adaptaciones solo valen si el profesor las sabe aplicar y muchos no desean salirse de su rutina. En esos casos hay que fomentar la comprensión: que los docentes confíen en los padres y los padres en los profesores, formando un tándem en favor del alumno. A una profesora le pregunté: "Cuando no quiere trabajar, ¿qué le dices?" "Le digo: "Venga, Michael, hazlo". Le respondí: "Vale, pues ahora prohíbete a ti misma la palabra venga. Piensa que tienes delante una puerta cerrada a un mundo fascinante, una cueva de sésamo no se abre con las palabras: "Venga, ábrete". Tu reto es buscar la palabra mágica. A menudo, esa palabra es una broma, una risa, nada más".
Hay profesores que no superan este reto, pero hay muchos otros que sí y creo que han encontrado detrás de esa puerta blindada, de ojos severos e inquisitivos, un inmenso tesoro: la mirada feliz del alumno. La mirada del niño que nos enseña a enseñar.
20 de enero-18 de febrero
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¿Qué me deparan los astros?