actualidad
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Las siete de la tarde del día de su santo, Juan Salaberri bajó del tren en una estación olvidada. Nadie bajó con él, nadie subió tampoco y, en el andén, una triste comitiva de viento y maleza. De la estación bulliciosa de entonces solo reconoció los bancos de madera -ahora podrida-, y el olor húmedo del norte. Le alivió comprobar que no era el único con quien la vida se había ensañado.
Enrique dijo que iría a recogerlo, así que salió a la calle y se sentó en el borde de la acera a esperar. El viento, cada vez más frío, atravesaba la hojarasca y su esqueleto con un aullido lúgubre. Lamentó no haber metido algo de abrigo en la maleta, pero el calor en Madrid había sido tan espantoso la última semana que la lana resultaba inconcebible. "Mejor tenerlo y no necesitarlo, que necesitarlo y no tenerlo". Como si la oyera; previsora, previsible, revolviendo en el cajón de los jerséis con minuciosidad de ardilla. Así estaban las cosas; su voz en todas partes; hasta en los huecos del equipaje.
Un cuatro por cuatro del mismo azul que todos los cuatro por cuatro apareció en el confín del camino desbaratando el silencio y ahuyentando a los mirlos ocultos en los castaños. Se detuvo en la otra orilla de la calzada, y de él, con balanceo torpe, salió un Enrique que duplicaba al anterior. Dos riachuelos de grasa le bajaban por los costados y, mientras cruzaba, se secó las manos con disimulo en la pernera del pantalón. Se había dejado barba.
-Te faltan el trineo y los renos.
-¿Has visto?-sonrió Enrique palmeándose la barriga con alegría-. ¡No sabes el dineral que me ha costado!
El camino hacia el caserón subía, soberbio y tormentoso, por un bosque de eucaliptos junto al mar. Juan y Enrique, obligados a retomar su amistad, no prestaron al paisaje la atención que merecía. Se enfrascaron en las viejas aventuras del internado, las madrugadas heladas, las mandarinas que olían a Navidad; Gumersindo Placer y los varazos que les dio en las puntas de los dedos cuando les pilló escapándose por el tejado; los amigos que no volvieron a ver... Historias que dejaron de divertirles hacía ya mucho tiempo, pero que servían para cerciorarse de que su nosotros seguía teniendo sentido.
Después del colegio se habían visto poco; en sus respectivas bodas, si es que a eso se le puede llamar verse; y otra vez, en Madrid, con motivo de un viaje de negocios que Enrique hizo a la capital. El único. Se encontraron en la Plaza de la Paja una noche sepultada por el frío y cenaron en un restaurante ruso en el que bebieron vodka hasta el ridículo para apresurar la afinidad. En el postre, y con un trozo de requesón en la barbilla, Enrique empezó a balbucear algo sobre sexo, y hombres, y "es que tú" y "ay, de haberme atrevido". Juan interrumpió la confesión mucho antes de que fuera irreversible; y se esforzó tanto en olvidarla que, a esas alturas, no estaba seguro de que hubiera tenido lugar.
Pasaron otro porrón de años en los que solo pasó el tiempo; hasta que un día tan idéntico a cualquier otro de los que inauguran la tragedia; ¡zas!, una cita sin importancia, una bata blanca; luego otra, y otra cara de circunstancias y, al final del pasillo, una sentencia de muerte. Enrique no supo nada hasta que Carmela ya estaba en cuidados paliativos. Apenas tenían gente en común. Le llamó una noche, muy tarde, tan entrañable y desafortunado como cabía esperar. Se enredó en unas condolencias todavía precoces y ofreció un apoyo que, a 600 kilómetros, no había manera de dar. No fue al entierro, pero Juan no se lo tuvo en cuenta; él no tenía esa clase de gestos con nadie, así que tampoco los exigía.
Cuando dos meses después su amigo hizo la llamada de pésame, no logró disimular el reproche en su "acabo de enterarme". Juan respondió con un silencio indolente que puso nervioso al otro y le obligó a improvisar una invitación. Lo clásico; "te viene bien cambiar de aires", "el mar te va a relajar"; "aquí no tienes recuerdos de ella"; "Babette, que la tengo al lado, me dice que se enfada si no vienes...". "¡Qué carajo se va a enfadar Babette! -pensó Juan-, si me ha visto 15 minutos en su vida". Declinó, pero Enrique insistió una y otra vez. Ya en el colegio ganaba así: por agotamiento.
Babette les esperaba en el pórtico de las hortensias con las manos entrelazadas bajo el vientre y haciendo de los pulgares una rueda de molino. El aire había alborotado su pelo de chiquillo obligándole a entornar los ojos; por lo demás, parecía ajena al vendaval; como si ella misma estuviera hecha de aire. Lo cierto es que su cuello largo y tenue parecía una corriente. Juan pensó, con un sofoco de ternura, cuánto habría envidiado Carmela esa madurez refinada. Su mujer no fue instrumento de aire sino de cuerda. Un violín. Cuando de joven paseaba con sus amigas hasta la plaza del pueblo, los muchachos la seguían a hurtadillas entre silbidos y codazos. Pero el jolgorio duró poco. La voluptuosidad exigía una disciplina que Carmela nunca tuvo y, mucho antes de cumplir los 30, empezó a derramarse como gelatina recalentada. Los piropos fueron espaciándose hasta desaparecer y ella nunca se acostumbró a haberse vuelto invisible.
Babette, que no se había movido de su umbral de piedra y verdín, recibió a Juan con uno de esos abrazos tan perfectos que consiguen abrirse paso entre los escombros hasta un estremecimiento común. Al principio fue una comunión asexuada, sin más tentáculos que los del espíritu; sin embargo, un instante después, Juan empezó a notar, entre atónito y mortificado, que la carne se le desperezaba del largo letargo; que aquel cuerpo caliente, que olía a salud, limón y desenlaces felices, la había despertado. Volvió en sí justo a tiempo de observar el saludo al marido, a quien besó con un rastro de preocupación, como si quisiera calcularle la temperatura con los labios.
La casa estaba igual que en su recuerdo; más pequeña, tal vez. Las molduras del recibidor desconchadas por la humedad, los libros de la biblioteca auguraban siglos de polvo y, bajo las lámparas de araña, el anochecer parecía llegar desde una novela rusa. El viento cerró una puerta en algún lugar y Babette le hizo un gesto con la mano para que le siguiera hasta el cuarto donde dormiría esos días. Después, se adentró en uno de aquellos pasillos interminables y laberinticos que rompían, sin excepción, contra cortinas de aire negro. La mujer de su amigo caminó en silencio y como posándose, hasta el mismo dormitorio que le habían asignado durante las vacaciones que pasó allí cuando Enrique y él eran niños y las cosas, inolvidables.
Dentro del cuarto, la noche lo teñía todo con ese gris azulado de los lirios del pantano. Babette encendió la luz demasiado deprisa; indicó, nerviosa, donde estaban las toallas y antes de salir, le agarró la mano con fuerza. Durante un segundo Juan vagó hasta aquella otra mano que se agarraba a él para agarrase a la vida. Lo único que se podía decir a favor de la muerte es que había vuelto a reunirlos tras un matrimonio que acabó, como casi todos, devorado por la costumbre. Babette pareció leerle el pensamiento.
No sé si te pasará -dijo sin levantar la vista-, pero nunca sentí tan viva a mi madre como cuando acababa de morirse.
Si no fuera porque en las personas decentes el pecado se cocina a fuego lento, Juan habría cerrado la puerta de una patada para arrastrarse con ella al olvido; a esa otra concentración de existencia tan fugaz y absoluta como la de los muertos recientes.
abette se marchó y él fue al baño a mojarse la cara. Mientras se refrescaba con las cuencas de las manos y los ojos cerrados, la tentación, cada vez menos tímida, fue haciendo, una a una, las preguntas oportunas. ¿De verdad no lo mereces después de lo que has sufrido?; ¿acaso no busca aliviarse la piel bajo el grifo quien acaba de quemarse con un caldero hirviendo?, ¿cómo, siendo tu dolor el que es, no vas a buscar tú consuelo? Tú, que sabes comido por los gusanos el único cuerpo que acabó siendo, no tuyo, sino tú; ¿cómo no vas a tener derecho a escapar un rato de las tinieblas? Además, a él ni siquiera le gustan las mujeres... Cuando por fin alzó la cabeza y tropezó con su imagen en el espejo, se dio cuenta de que se había convertido en uno de esos hombres que están en la vida de paso.
Bajó al salón con el pelo empapado en colonia y el estruendo de su obsesión contenido en una chaqueta impecable. Enrique estaba asomado a la ventana con un güisqui en una mano y la palma de la otra apoyada contra la hoja del cristal, que parecía a punto de sucumbir a los envites del viento. Sin darse la vuelta, más para él que para nadie, murmuró.
-Si resiste, durará 100 años más. Si no, se convertirá en un montón de pedazos sin otro objeto que el de dañar.
Cuando al fin se giró y clavó en Juan esos ojos mansos de los condenados a ser buenos, se dio cuenta de que su amigo no le estaba escuchando. ¿Cómo iba a hacerlo? Babette acababa de entrar en el salón y en ese momento la sombra del pecho asomando por la camisa concentraba toda su existencia.
Casilda Sánchez Varela (Madrid, 1978) -hija del fallecido Paco de Lucía- debutó como escritora con la novela Te espero en la última esquina del otoño (Planeta).
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