Sozinha, sola, es una de mis palabras preferidas del idioma portugués, por su dulce sonido y porque, cuando la escucho, me evoca los dos lados de una aventura solitaria como la que emprendí este verano, cuando decidí viajar sola por Portugal. Ese cierto temor a que te miren como a un ser extraño, así me sonó cuando subí a un taxi para ir a un restaurante y el taxista me preguntó dubitativo, antes de arrancar, si iba sozinha. Y esa promesa de diversión, cuando más tarde el camarero quiso saber si estaba sozinha antes de ofrecerse a ayudarme en todo lo que necesitara y me miró desconcertado cuando le respondí que mi mayor problema era saber dónde ver el Madrid-Barça del día siguiente.
Pensé más de una vez en los dos lados de esa palabra, sola, a lo largo de lo que ha resultado uno de los mejores viajes de mi vida. Y no porque sea una persona solitaria, más bien al contrario, sino porque disfruté tanto como en mis mejores viajes acompañada y, sin embargo, nunca antes me había atrevido a experimentarlo. Nada tiene que ver esta aventura con los viajes de trabajo que se hacen por un objetivo, una conferencia, una reunión, una tertulia. En un viaje de vacaciones, el objetivo, sin embargo, eres tú. Disfrutar, relajarte, divertirte, sonreír, asombrarte y ser feliz contigo misma sin miedo a parecer diferente.
Cuando acabé el viaje, tuve la sensación de que había aprobado el último ejercicio de una asignatura pendiente cuya teoría conocía bien, la de la felicidad interior en su más profundo sentido, pero a cuya práctica le faltaba una prueba. Aún más porque soy mujer y, aunque desconozco las cifras de hombres y mujeres que viajan solos de vacaciones, tengo la impresión de que nosotras somos menos que ellos. Que es más difícil para nosotras esa aventura solitaria porque aún influyen los viejos clichés sobre las mujeres que salen solas.
Esa sospecha hacia la moralidad de la mujer que sienta en la barra de un bar, esa pregunta sobre la rareza de la que come sin compañía en un restaurante, esa extrañeza ante sus paseos solitarios por la playa, esa sorpresa ante la falta de miedo que irradia. Tanto que hasta el propio relato de tu aventura a quienes te preguntan por tus vacaciones te suscita dudas, inevitablemente influida por la carga de esos viejos valores.
Para nosotras, aún hay retos algo diferentes en cosas aparentemente sencillas como esta, la de un viaje solitario de vacaciones. Perder el miedo a estar con una misma, que es parecido para todos, pero superar el temor a la mirada de los demás, que es diferente para nosotras. Incluso en los lugares más modernos y avanzados del mundo, donde los hombres no se lo piensan dos veces antes de salir solos y para nosotras es toda una decisión. Un cambio, un nuevo paso, otra mirada a la vida que merece la pena.