Melania entró en la danza de forma natural: su madre daba clases, su padre era músico y ella aprendió desde niña los rudimentos del baile, aunque poco a poco sus intereses la fueron acercando más a la vanguardia de la danza contemporánea. Formada en el Conservatorio Mariemma de Madrid, también se licenció en Protagonistas Historia del Arte. Premiada desde 2009 en certámenes coreográficos y festivales, como el Impulstanz (Viena), a lo largo de su carrera ha trabajado para compañías como Transdanza, Compañía Teresa Nieto… o para Antonio Ruz y Sharon Friedman, sus coreógrafos actuales.
Humilde como pocas, trata de poner matices a su versatilidad y habla constantemente de la experimentación como base de su aprendizaje. “Cada creador ve el mundo a su manera y que tú encajes es genial. A Sharon, por ejemplo, le encanta llevarnos a bailar a la naturaleza –explica–. A una playa en invierno, en un bosque mientras llueve... Acostumbrados a generar emociones en el espectador desde una caja negra, cuando te encuentras en la naturaleza ocurre lo contrario: las sensaciones vienen a ti, se imponen. Y las tienes que incorporar: el viento, la lluvia, el desnivel del suelo... Es muy bonito, porque luego lo puedes rememorar en el escenario”.
Pero ni el trabajo constante asegura que la vida de una bailarina sea sencilla en términos prácticos. Ella tiene claro, por ejemplo, que la danza sigue siendo la gran desconocida, “incluso como profesión. Cosas tan básicas como alquilar un piso pueden volverse complicadas, porque nadie cree que este sea un trabajo del que puedes vivir, comer y mantenerte. Y te ponen inconvenientes. En otros países, el valor que se da a la danza es mayor, quizá porque tienen más costumbre de ir a verla, no es algo tan minoritario y con esa apariencia de elitismo que nunca he entendido”.
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