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Como reinas, por Paloma Bravo

Pablo y yo teníamos un juego al que solía ganar yo...

Como reinas. / Maite Niebla

Paloma Bravo
Paloma Bravo

Pablo y yo teníamos un juego al que solía ganar yo. Él, en su antigua vida de ejecutivo encorbatado, comía siempre en restaurantes. Nuestro juego era estadístico: Pablo se sentaba y me mandaba número de hombres y de mujeres del local. Sin contar servicio, sin contar su mesa (él tiende a la paridad). La gracia estaba en ver si superábamos el 20% de “presencia femenina” , que es puro eufemismo. Pablo es un optimista, todos los días pronosticaba: “Ya es el siglo XXI: 60-40”. Pero siempre ganaba yo y perdíamos todos, porque las mujeres nunca llegaban a sumar el 15% de la clientela.

Pablo nos alababa: “Vosotras preferís ir al gimnasio , hacer recados, evitar las sobremesas largas y todo ese ruido que rodea al trabajo y no es mensaje…”. Y yo le devolvía la dura realidad: “Si solo somos el 12,1% de los puestos directivos , ¿cómo vamos a superar el 20% en los restaurantes pijos los días laborables?”.

Ahora que Pablo come bien porque no tiene comidas de trabajo, le ha dado por reunirse con sus clientes en hoteles. Los hoteles de esta ciudad son sitios anónimos y bastante cómodos, en los que uno se sienta y puede echar la tarde con un café sin miedo a que te escuche un competidor o un amigo. Pablo va probando hoteles y descarta los ruidosos (hotel discoteca), los demasiado modernos (hotel postureo), y los que lucen animales disecados (hotel remordimiento).

Tiene ya sus favoritos y ha retomado la estadística: “En los hoteles sois más”. No le creí: “Serán extranjeras”. “Que no”. “Que sí”.

No nos gusta discutir , así que reconvertí una comida de trabajo que no quería tener en un café de trabajo al que no podía negarme. Convoqué en el hotel que le dio a Pablo el mejor resultado. Aquí estoy. El bar está decorado con libros comprados al peso; las infusiones (yo) saben a medicina; las copas (mi interlocutor) saben a garrafón. A lo lejos, un rubio hace un Skype en ruso. Demasiado cerca, una madre alemana corre detrás de un bebé. “No hay nadie en esta ciudad llena”, le escribo a Pablo cuando el tipo se va al baño. “Pregunta al camarero”. Obedezco: “Pues… me gustaría contestar otra cosa –me dice–, pero… Aquí aborígenes solo vienen hombres. Usted es la primera mujer local en toda la semana…”.

Mi interlocutor sale del baño y me hace el chiste más viejo y machista de la historia de la mujer trabajadora: “¿Subimos ya a la habitación?”. No contesto. “No te enfades, princesa”. Le miro. “Princess…”, suplica. “¿Has conocido alguna vez una mujer a la que le gustara que la llamaran princesa?”. Piensa. Sigue pensando. Y yo me piro. Voy a hacer la compra y luego a cenar en casa. Como una reina.

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