actualidad
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Hay días en los que te levantas con el pie izquierdo y encima te caes. Y ni siquiera tienes una explicación razonable para lo que te pasa. Pero es que la tristeza no es algo que elijas ponerte antes de salir de casa o que dejes en la silla preparado antes de dormir: "Una camiseta negra, los vaqueros, y un poquito de desasosiego existencial". La tristeza viene. Y se va. A veces se queda más tiempo de lo esperado. Y ni tú, ni yo, ni la sociedad, parecemos todavía preparados para ello. Compartir la tristeza, contarla, se interpreta como un fracaso. Por eso enseguida la gente te alienta a que dejes de estarlo y te impone un calendario o línea temporal de superación, como un entrenador personal: "Pero si no tienes motivo para estar triste", "pero no estés triste", "pero anímate, mujer", "¿pero todavía sigues con esas? ¡Si ya pasó un mes!", "¡pero es que te torturas tú solita!", "ya es hora de que lo vayas superando, ¿eh?".
Obviamente, a nadie le gusta estar triste, salvo a algún cantautor que necesite inspiración inminente. A todos nos gusta ver al prójimo sonreír a toda piñata. Pero, ¿y si invitásemos a entrar a la tristeza y le permitiésemos sentarse un momento? "Hola, no hace falta que te descalces. Ponte cómoda. Tengo la cena en el horno". Normalmente pensamos que si no estamos completamente satisfechos con nuestros trabajos, con nuestra pareja, con nuestro piso, con nuestras vidas, es que hay algo roto. Cuando la realidad es que la tristeza es una respuesta natural a muchas situaciones. Porque, sencillamente, las vidas no son fotos de Instagram.
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