Durante la administración Clinton, se convirtió en la primera mujer al frente de la diplomacia en la historia de los Estados Unidos. Hoy, a sus 80 años, es una eminencia en las relaciones internacionales y ha escrito un libro donde advierte acerca de los riesgos actuales del fascismo. Sobre Trump , Putin, su divorcio y llegar a la política a los 60 hablamos con ella en exclusiva.
Desde que Madeleine Albright dejó su cargo como secretaria de Estado, ha pasado gran parte de su tiempo dedicada a la enseñanza. Esta antigua refugiada de la II Guerra Mundial, que recorrió el mundo entero como jefa de la diplomacia del Gobierno de Bill Clinton, imparte ahora clases sobre relaciones internacionales en la Universidad de Georgetown. ¿Entre sus especialidades? Cómo gestionar una crisis o conseguir avanzar en los intereses de una nación.
A sus enérgicos 80 años, nos ha citado en su oficina de Washington, en un edifcio a muy poca distancia de la Casa Blanca. Le pregunto si cree que Donald Trump aprobaría su asignatura. Y contesta rápida: "No, suspendería". ¿Por qué? "Para empezar, porque tendría que leer".
Tiene fama de ser alguien que habla sin tapujos. Cuando era embajadora para la ONU, los delegados rivales del Consejo de Seguridad la apodaron "the queen of mean" (la reina malvada), todo un honor para quien siempre se mostró intransigente con quien tratase de modificar su hoja de ruta.
Hubo un tiempo en que fue capaz de no arredrarse ante ningún tirano. Hoy, hace una clara distinción entre los estudiantes que entregan sus trabajos con faltas de ortografía y los que no. Su irritación alcanza cotas insospechadas cuando ve que Trump escribe en Twitter "Consejo", así con mayúsculas (como si fuera un órgano consultivo de la nación), cuando a lo que se refiere es a un "consejo" con minúsculas. "Sin ir más lejos, esa sería una de las razones por las que le hubiera suspendido", afirma.
Tampoco le ve mucho sentido al lema de su campaña "America first" [Ante todo, Estados Unidos]. "La madre del cordero de la diplomacia es que uno sea capaz de ponerse en el lugar del otro. En mi opinión, un estilo intimidatorio no funciona jamás".
Le preocupa esa forma impulsiva que tiene la nueva Administración a la hora de tomar decisiones, la volatilidad del equipo de Trump. "Para mí, lo más extraño de todo es que, aun habiendo pisado tantas veces la Casa Blanca, todavía no he logrado hacerme una idea de cómo se están haciendo ahora las cosas allí".
Del año 1997 hasta el 2001, el tiempo que Albright estuvo al frente del Departamento de Estado, sus comentarios punzantes se convirtieron en armas diplomáticas. A algunos les resultaba una persona autoritaria. A Fidel Castro le dijo en español que no tenía "cojones" . Era patente su desprecio por la alta sociedad de Washington y las amistades de salón nunca fueron lo suyo: su noche perfecta pasaba por repantigarse en el sofá con el camisón puesto, dar buena cuenta de un plato "repugnante" (requesón con kétchup era uno de sus favoritos) y ver un poco de telebasura. Actualmente, no se pierde un capítulo de Madam Secretary [aquí en Movistar Plus], sobre una hipotética secretaria de Estado.
Nacida en Checoslovaquia en 1937, hija de un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, Marie Jana Korbelová (su nombre de pila) no había cumplido aún los dos años cuando las tropas de asalto hitlerianas invadieron su país. Tras una temporada escondida, la familia abandonó Praga rumbo a Londres, donde sobrevivieron a los bombardeos de la aviación alemana.
Tras la rendición nazi, regresó con sus padres a Checoslovaquia, pero tuvo que huir de nuevo en 1948, tras el golpe comunista.
La familia se instaló entonces en Colorado y Albright se convirtió en una "Maddy" 100% americana, con una flamante beca para estudiar en Wellesley College, la misma universidad de élite, exclusivamente femenina, por donde pasó unos años después Hillary Clinton. Tras graduarse, se casó con Joe Albright, miembro de una poderosa dinastía vinculada a la prensa. Dejó entonces en suspenso sus ambiciones profesionales y se dedicó a su familia.
Tras 23 años de matrimonio, le tocó sufrir un difícil divorcio. Joe la dejó de piedra cuando, al volver un día a casa, le confesó que había conocido a alguien más joven. Madeleine luchó por salvar ese matrimonio, mientras él prolongaba la agonía mareándola con actualizaciones sobre cuánto la quería: un día un 30% y, el siguiente, por ejemplo, un 70%.
Tiempo después, se preguntaría cómo fue capaz de aguantar algo así, pero, en aquel momento, pensaba que no le quedaba otra opción. Fue entonces cuando Joe, que ejercía el periodismo, recibió una candidatura para el premio Pulitzer. Si lo ganaba, le dijo, se quedaría con ella. Si perdía, la dejaba. Y perdió.
Una Albright rica, divorciada y con tres hijas adultas se sumergió entonces en el ámbito académico, los entresijos de la política exterior y en campañas de recaudación de fondos para el partido demócrata. Luego, con 59 años, se convirtió en la primera mujer en alcanzar un puesto tan alto en el Gobierno de Estados Unidos cuando Bill Clinton la designó secretaria de Estado. "Tras el divorcio, me sentí como si me hubieran arrojado en mitad del océano", pero ha reconocido que sin la ruptura jamás se hubiera dedicado a la política ni alcanzado un puesto de tanta responsabilidad.
Pero, en su vida, aún le quedaban algunas sorpresas: a pesar de haber sido educada en la religión católica, en 1997 descubrió que sus padres habían sido judíos. De hecho, tres de sus abuelos habían caído asesinados como víctimas del Holocausto.
Hoy, ve claro que uno de los factores distintivos de su particular trayectoria profesional es que, a menudo, era 10 años mayor que sus colegas. Como es lógico, su pasado conformó su manera de ver el mundo. Mientras que la mayoría de los miembros de la Administración Clinton auscultaban los problemas de orden global bajo el prisma de la guerra de Vietnam, la lente que aplicaba Albright era el Pacto de Múnich de 1938. Una cumbre de conciliación con Hitler, con la que pretendían pararle los pies pero que allanó el camino para que los nazis descuartizaran Checoslovaquia.
"A mi modo de ver, Múnich fue del todo determinante", sostiene. Ahí donde la lección de Vietnam arrojaba una advertencia de que lo mejor para Estados Unidos era permanecer al margen, la del Pacto de Múnich propugnaba todo lo contrario. Durante la crisis de los Balcanes de la década de los 90, mientras Washington se hacía el remolón y Bosnia ardía en pedazos, Albright apostaba por que Estados Unidos se implicara más. "Yo, con mi síndrome de Múnich, pensé que si hubiéramos hecho algo antes y hubiésemos puesto los puntos sobre las íes, otro gallo hubiera cantado". Lo cual nos lleva a su último proyecto, un libro sobre el fascismo que ha escrito "como si fuera una señal de alarma". 'Fascism: A Warning' ['El fascismo: una advertencia'], donde establece una especie de lista negra de viejos tiranos, autócratas y caudillos, aliñada con una serie de observaciones sobre el panorama político en la actualidad.
Tiene claro que los fascistas son figuras carismáticas. Saben moverse bien entre las candilejas de la política, socavan los centros de poder y legitimidad de sus rivales, se alimentan de las divisiones internas de la sociedad, prometen que solo ellos son capaces de arreglar el país y, con bastante frecuencia, se alzan con el poder de un modo no del todo legal.
El libro presenta una galería de personajes representativos de cada una de estas propiedades, pero hay una figura que acaba cobrando especial relieve. "¿Por qué a estas alturas del siglo XXI volvemos a hablar de fascismo?", se pregunta Albright desde el principio. " No cabe duda de que una de las razones se llama Donald Trump". No deja de preocuparle, en parte, que el presidente esté abdicando de su liderazgo en el tablero internacional en favor de gente como Putin. "La naturaleza aborrece el vacío; y el fascismo lo ve con buenos ojos", advierte.
Hizo campaña en 2016 por Hillary Clinton y, hasta la misma tarde de las elecciones, Albright estaba convencida de que iba a ganar por la mínima. 18 meses después, sigue defendiendo que el grado de interferencia por parte de Rusia en la votación de 2016 precisa de más investigación. Y cree que Trump no quiere hacerle frente al problema porque "pone en jaque su misma legitimidad".
Incluso cuando no se le nombra, el libro de la exsecretaria de Estado está sembrado de indirectas contra el actual presidente. Mussolini, apunta Albright, era un germanófobo al que no le gustaba dar la mano. Donald Trump es completamente abstemio y a Mussolini "no le hacía mucha gracia el alcohol". Además, ambos prometieron "drenar la ciénaga" de la corrupción burocrática.
Sin embargo, ¿no es un poco tremendista -ridículo, incluso- comparar a Trump con Mussolini? Albright parece un poco molesta ante la pregunta. "Déjeme aclarar algo. Yo no lo estoy llamando fascista". De acuerdo. "Lo que yo hago es fijarme en esas cosas que están ocurriendo hoy en el mundo y que alguien debe señalar, porque pueden ser muy útiles para el análisis y son susceptibles de ser corregidas".
Albright pone algunos ejemplos: un extremismo al alza lo mismo a izquierda que a derecha, la eclosión de líderes que optan por exacerbar los fallos del sistema, o bien la injerencia rusa en las elecciones de Estados Unidos y el malestar inoculado entre los ciudadanos que la hizo posible. " Un gran líder trataría de encontrar los puntos en común -dice-. Lo que me saca de mis casillas es que ahonden más aún en las divisiones. Eso lo que me llevó a escribir este libro.
Definitivamente, no estoy..." Me atrevo a terminar su frase: "...llamando a Trump fascista". La he entendido. ¿Sostiene entonces que Trump ha hecho que sea necesaria otra vez una discusión acerca de los límites del fascismo? "Correcto. Y me preocupa cómo se está ya desplumando al pollo".
La metáfora requiere explicación. Albright está convencida de que el fascismo siempre se ha asomado al mundo de una manera sibilina. Si acabara arraigando en Estados Unidos, sería porque la mayoría de los ciudadanos de ese país se sienten cómodos con la idea de que algo así es imposible. En el libro cita una observación que se le atribuye a Mussolini, según la cual lo mejor para acumular poder sería actuar como quien trata de desplumar un pollo vivo: yendo pluma a pluma. Así, cada pío queda amortiguado "y todo el proceso pasa lo más desapercibido posible".
La exsecretaria asegura que, hoy por hoy, hay conatos de fascismo en no pocos países, gracias, entre otras cosas, al "descrédito de la vieja política, la emergencia de líderes que buscan más la división que la unión, el empeño en perseguir el triunfo electoral a toda costa, así como esas invocaciones a la grandeza de la nación por parte de aquellos que se diría que tienen un concepto deformado de lo que de verdad significa grandeza".
Trump, arguye Albright, juega con fuego cuando da cobertura a toda esta clase de fenómenos. Poco tiempo después de su toma de posesión como presidente, vetó a varios reporteros en una rueda de prensa en la Casa Blanca. Unos días más tarde, el Gobierno de Camboya amenazó con expulsar de su país a los periodistas de origen estadounidense. Según declaró el mandatario camboyano, había sido el mismo Trump quien le había lanzado un "mensaje claro" con relación a que "las noticias que transmitían esos medios no reflejaban la verdad".
Entonces, ¿se puede decir que Trump está desplumando al pollo? "Si el presidente de Estados Unidos dice que la prensa no suelta más que mentiras, ¿cómo vamos a culpar a Vladímir Putin de hacer lo mismo? Si Trump insiste en que los jueces son parciales y considera el sistema judicial estadounidense "un hazmerreír", ¿qué puede impedir que un déspota como [el presidente filipino] Duterte ponga en entredicho su propia judicatura?".
El fascismo, añade Albright, no es una cuestión de todo o nada. Putin no es que sea un fascista en toda regla, sostiene ella, pero solo "porque no se ha visto en la necesidad de serlo". Es alguien "que ha hojeado el manual de Stalin sobre estrategias de corte totalitario y ha subrayado pasajes de interés a los que poder recurrir cuando le sea conveniente...".
En el libro hay también una apostilla sobre el Brexit, al que define como "un ejercicio de masoquismo económico". Y añade: "Refunfuñar sobre las reglas del matrimonio con la Unión Europea y amenazar con irse les dio influencia a los británicos en la mesa de negociaciones, pero tirarse un farol solicitando el divorcio les ha dejado con las manos vacías".
Tras haber visto cómo Condoleezza Rice y Hillary Clinton le cogían el testigo de su cargo, resulta que no era consciente de que había costado más de 200 años que una mujer estuviera al frente de la política exterior estadounidense. Aún siente un cosquilleo cuando recuerda cómo el menor de sus nietos, con siete años, se quedaba perplejo ante el alboroto que se armaba con frecuencia en la familia con la "abuela Maddie" y sus hazañas. " No quiero parecer demasiado egocéntrica, pero creo que, al menos, soy una nota a pie de página en la historia de Estados Unidos". La fe de Albright en la idea de Estados Unidos como nación es algo a prueba de bombas.
Le pregunto si piensa que el hecho de ser inmigrante haya podido contribuir a aumentar su amor por el país y evoca un episodio que tuvo lugar un 4 de julio del año 2000. "Estaba en Monticello, en la casa de Thomas Jefferson, donde se estaba llevando a cabo una ceremonia de ciudadanía para la que me habían pedido que entregara los certificados. Oí cómo un hombre decía: "¿Te lo puedes creer? Soy un refugiado y acabo de recibir mi ciudadanía de manos de la secretaria de Estado". Entonces me acerqué a él: "¿Y se puede usted creer que la secretaria de Estado también sea una refugiada?", le dije.
Si se trata de abordar otros aspectos relacionados con la historia de los Clinton, Madeleine Albright se muestra más reticente. Días después, le pregunto por correo electrónico si se arrepiente de no haberse pronunciado de forma más contundente contra Bill Clinton en lo que se refiere a su aventura con la becaria de la Casa Blanca Monica Lewinsky. Su asistente me remite algo que Albright escribió hace 15 años: "Por mi propia experiencia, he aprendido a no sorprenderme cuando un hombre miente sobre sexo".
20 de enero-18 de febrero
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