actualidad
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Como todas las personas de grandes pasiones, me temo que mis fobias son igualmente vehementes y a veces injustas. Hasta en la música, en la que he proclamado alguna vez que me gusta casi todo menos el canto gregoriano y el rap, quizá por lo que tienen en común estilos tan alejados, la centralidad de la letra y la escasa importancia de la música, y su consecuencia: la ausencia de belleza musical. Aún más aburrido el canto gregoriano, el rap me añade rechazo por su estética, por su vulgaridad, por su aparente agresividad.
O, debería decir, me añadía. Hasta que hace unos días un rapero nos cantó a los viajeros del vagón del metro en el que volvía de la universidad al centro de Madrid. Su estética era típicamente rapera, rastas, ropa negra y holgada y cadenas, pero no fue eso lo que captó mi atención. Fueron sus ojos alegres y la simpatía con la que nos miró uno a uno y nos dedicó unas cuantas estrofas improvisadas. Repentinamente, me di cuenta de que jamás había dedicado atención al rap, que no había pasado de ese rechazo estético inicial y ni siquiera me había parado a pensar que conecta con otras creaciones como el bertsolarismo vasco en la improvisación de la letra. Y no me entusiasma el bertsolarismo, por la misma razón, el lugar secundario de la música, pero admiro a los bertsolaris por su enorme creatividad. La misma que tenía aquel rapero.
Lamenté que el trayecto acabara tan pronto y que se cambiara de vagón; habría seguido una hora admirando su improvisación y sonriendo con su sonrisa. Pero aquel rapero me hizo pensar en la manera en que dejamos de ver lo que está delante de nosotros porque no queremos mirar. Porque somos incapaces de cambiar de perspectiva, de mirar desde otro ángulo, de poner en cuestión nuestras seguridades, de imaginar más allá de los prejuicios .En la música, y, lo que es más importante, en la manera de vivir. Y cuando lo hacemos, ocurre casi siempre por el azar, por los acontecimientos inesperados, como me pasó a mí con el rap y con el chico que captó mi atención y me sedujo en aquel trayecto del metro.
Tampoco pasaré de esta experiencia a hacerme seguidora del rap. Me quedo con un cambio más moderado, como el de descubrir con el disco de Teddy Pendergrass que escucho estos días que el soul me gusta más de lo que creía. Y sigo con mis pasiones y me dispongo a comprar otro disco más de Armando Manzanero y a escuchar la enésima versión de sus grandes creaciones, esa excepcional unión de la poesía con la belleza de la música solo al alcance de los grandes compositores. Porque mis pasiones están sólidamente construidas y por eso las disfruto tanto. Pero mis fobias quizá no lo estén de la misma manera, como me demostró un desconocido en un vagón cualquiera de un metro cualquiera, cuando menos me lo esperaba.