Un lince y dos cigüeñas, dos de las especies protegidas en el Parque Nacional de Doñana. /
Un ensordecedor aleteo conquista el cielo de la Estación Biológica de Doñana, el centro de investigación que el CSIC tiene en el Parque Nacional. Esta reserva natural, una de más valiosas del mundo, afronta un buen número de amenazas con la ayuda de un puñado de hombres y mujeres que trabajan por su supervivencia. Pilar Bayón es una de ellas. “Cada año, seis millones de aves llegan al parque. Son mis compañeras de oficina estos días. Es maravilloso escucharlas mientras tecleo en mi ordenador”, asegura. Y es que, literalmente, unas cuantas han anidado sobre la Estación Biológica, donde ella trabaja desde hace casi dos décadas.
Pilar nació en un pueblecito de Huelva, pero vivía en Sevilla cuando conoció a Fernando Ibáñez, el más prestigioso ornitólogo del parque onubense. “Cuando nos casamos, me regaló unos prismáticos y una guía de pájaros, y me llevó a conocer lo que iba a ser mi hogar. La carretera asfaltada terminaba en un punto y delante de mis ojos solo había marismas”. Pilar era “urbanita”, como ella misma se define, y aquella imagen de una casa en mitad del lucio de Mari López [así llaman allí a las zonas que más tiempo permanecen inundadas], a la que había que llegar cabalgando durante dos horas cuando el agua cubría el humedal, no le pareció precisamente el paraíso.
Pilar Bayón nació en un pueblo de Huelva, tiene 52 años y es administrativa en la Estación Biológica. Lleva más de 18 años viviendo en Doñana. /
“Al principio fue muy duro. Jamás imaginé que podría enamorarme de este lugar, pero ahora no podría vivir sin él”. Desde entonces han pasado 18 años, ha tenido dos hijos, ha trabajado como guía del parque y ahora coordina los grupos de investigadores que cada año se desplazan a este humedal, el mayor de Europa. “Uno de los recuerdos más bonitos que tengo es el del bautizo de mis hijas en el lucio: Fernando hizo una pequeña mesa con unas tablas, llevamos un antiguo balde, vino el sacerdote y, con el agua de la marisma, las bautizó”.
Los guardas, los investigadores y el resto de personal del parque vivían hasta hace un par de años en el corazón de este paraíso natural, rodeados de linces, venados, águilas imperiales, flamencos y cientos de especies más. La casa de Pilar es ahora más cómoda, pero echa de menos las tardes en las que ataban una barca al caballo, el único medio de transporte posible cuando la marisma se inunda, y se iban con las niñas a contar pájaros. “Las cosas han cambiado, pero nuestro amor por el parque sigue intacto”.
Aldea de El Rocío, situada en el límite del parque nacional y bandadas de pájaros. /
Hoy las casas de Doñana las ocupan los científicos que vienen de cualquier lugar del mundo para estudiar la biodiversidad de este espacio natural: en las casi 55.000 hectáreas del parque, y en las casi 60.000 de su área de protección, viven 360 especies de aves, 37 de mamíferos, 21 de reptiles, 11 de anfibios, 20 de peces de agua dulce y 900 especies vegetales. Pero además de su enorme variedad, lo importante es que en Doñana viven algunas especies únicas y en serio peligro de extinción, como el águila imperial ibérica y el lince ibérico.
Los guardianes de Doñana saben que su labor puede marcar su futuro. El proyecto para dragar el Guadalquivir, que permitiría el paso de barcos de mayor calado pero que habría supuesto el fin de un ecosistema tan frágil como la marisma, parece haberse descartado, en parte gracias a una campaña mundial de WWF.
Precisamente, esta ONG ha estado ligada al parque nacional desde su nacimiento: en 1963, gracias a los fondos de sus socios, compraron casi 6.700 hectáreas del antiguo coto, que fue cazadero real desde el siglo XIII, para evitar que se desecaran. Cedieron el terreno al Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y se creó la Estación Biológica. En 1969, Doñana se declaró parque nacional.
Desde entonces, este espacio lleva 50 años sobreviviendo a las amenazas relacionadas con el hombre y la sobreexplotación. De hecho, hace unos meses, la UNESCO instó al Gobierno a tomar medidas urgentes para proteger este paraje. La construcción de un almacén de gas, la posible reapertura de la mina de Aznalcóllar (cerrada tras un vertido tóxico en 1998) y, sobre todo, la sobreexplotación de los acuíferos que abastecen el parque pueden poner en riesgo su futuro.
“Más de 1.000 pozos ilegales roban el agua. La vida de Doñana es el agua; sin agua no hay vida”, denuncia Carmen Paniagua, una de las científicas que trabaja en la Estación Biológica del CSIC. A la amenaza de las 3.000 hectáreas de cultivo que, según WWF, se riegan de manera ilegal en el entorno del parque, se unen la creación de un campo de golf cercano y el aumento del consumo estival en la cercana Matalascañas. Porque, a diferencia de otras reservas naturales, Doñana comparte su territorio con una población de más de 200.000 personas.
Laura Correa es de Teruel y tiene 35 años. Es bióloga y trabaja como guía medioambiental en la reserva natural La Dehesa de Abajo. /
“Mi sueño es que, al menos, siga como está, porque cada día las amenazas cercan un poco más su supervivencia”, reconoce Laura Correa, activista, voluntaria y guía medioambiental en la reserva natural de la Dehesa de Abajo, situada en el entorno del parque. Ella ya estaba “enganchada” a los pájaros cuando vivía en Teruel, donde nació. A los 15 años, sus padres se desplazaron a Sevilla y ella decidió estudiar Biología. Hace unos años, Laura conoció a Beltrán Ceballos, el fundador de la reserva y él le ofreció trabajo. “Compartimos el amor por Doñana y por las aves que lo habitan, fue un regalo que me llamara. Del parque me gusta todo, pero sus pájaros son mi perdición: la migración de ánsares en otoño, las aves que vienen a criar en primavera y verano... son espectáculos únicos en el mundo”.
laura Correa
Los alumnos de un colegio de Puebla del Río, una de las localidades más cercanas a la Dehesa de Abajo, llegan para visitarla. Laura encabeza la comitiva de monitores y niños, y los lleva por las sendas que bordean la laguna, mostrándoles todo tipo de aves. Un abejaruco se posa en una rama cercana y sus brillantes colores cautivan a los pequeños que, armados con sus prismáticos, observan desde uno de los escondites preparados para ello. “Muchos de estos niños no han visitado el parque, solo conocen los pájaros que ven cuando salen los fines de semana de caza con sus padres. Aquí les enseñamos a cuidar la naturaleza y a quererla. No se puede amar lo que no se conoce. El conocimiento y la educación son fundamentales si queremos conservar Doñana”, reflexiona.
Blanca rodríguez
En la zona más protegida del parque, la reserva integral, está el Centro de cría del lince ibérico El Acebuche. En su sala de control, todos respiran al unísono, conteniendo los nervios y la emoción ante los monitores. Una de las hembras está de parto: es el primer nacimiento de la temporada y nadie se lo quiere perder. Tras unas horas de angustia, aparece el cachorro y la sala se convierte en una fiesta. “Hemos abierto el champán para celebrarlo. Creo que todos hemos ayudado a empujar un poco”, comenta divertida Blanca Rodríguez, que trabaja como videovigilante del centro. Para ella, “ contemplar el nacimiento del felino más amenazado del planeta es todo un regalo”.
Blanca Rodríguez es de Cádiz y tiene 34 años. Estudió Ciencias Ambientales y trabaja desde hace cuatro años como videovigilante en el Centro de cría el Acebuche. /
La alegría no es para menos. El lince es la especie emblemática del parque, su seña de identidad. Y gracias al programa de recuperación y cría, que permite la posterior liberación de ejemplares, su población se ha triplicado y está recuperando territorios de los que había desaparecido (se calcula que hay unos 600 ejemplares en libertad en Andalucía, Extremadura y Montes de Toledo), aunque la amenaza de su extinción no ha desaparecido.
Blanca está feliz. El sueño de esta gaditana era trabajar en Doñana, pero había perdido la esperanza y se había marchado a Madrid en busca de otro empleo. Un mes después de llegar, le confirmaron que estaba admitida en el programa de recuperación del lince. “Lo dejé todo y me vine, es un sueño hecho realidad”. En el centro vigilan a los felinos las 24 horas del día. “Llegas a conocer lo que les gusta, lo que les pasa, cómo se sienten... acaban formando parte de la familia. Cuando los cachorros cumplen un año, son puestos en libertad en alguna de las zonas donde hace años estaban extinguidos. Es increíble”, añade.
Yasmin El Bouyafrouri nació en Madrid y tiene 30 años. Desde hace año y medio es veterinaria del Centro de cría del lince ibérico El Acebuche. /
Hoy es uno de eso días. Yasmin El Bouyafrouri, la veterinaria del centro reconoce a uno de los cachorros que va a ser liberado en una semana. Con delicadeza, traslada a este hermoso ejemplar a la camilla donde, sedado, le colocará un emisor para seguir sus pasos cuando esté en libertad y tener datos de su nueva vida.
Yasmin El Bouyafrouri
Yasmin es madrileña, pero lo dejó todo para cumplir su sueño de trabajar como veterinaria en un programa de conservación de fauna salvaje. “Cuando me dijeron que había sido elegida para trabajar con un felino tan impresionante, no me lo podía creer”, reconoce. Ya lleva un año y medio en el centro y, de sus primeros días, recuerda un momento emocionante: cuando tuvo que criar, junto a sus compañeros, a unos cachorros de lince a biberón. Pero también ha tenido que vivir sucesos trágicos, como el incendio forestal que el pasado año se declaró en Moguer y que obligó a evacuar el centro y causó la muerte de una hembra.
Para Yasmin, proyectos como este aportan esperanza: “Sueño con un futuro en el que se trabaje en todo nuestro entorno con el mismo esfuerzo que lo hacemos aquí. El lince no habita solo en el parque; para asegurar la supervivencia de la especie, se necesita algo más que espacios protegidos”
Rosario, la hija de Juana, decía a sus amigos del colegio que vivía en una palacio. La princesa no mentía: su padre era el guarda mayor y su familia vivía en el Palacio del Rey, en el corazón del parque. Hoy, Juana vive en una casa de El Rocío, pero a los 24 años fundó su hogar en Doñana, primero en una choza y después en el palacio. “A mí no me daba miedo nada. Mientras mi marido estaba toda la noche luneando [persiguiendo a los furtivos, que salían sobre todo en noches de luna llena], yo me quedaba en casa con los niños”.
Juana cuidaba de su familia y organizaba todo en el palacio, mientras su marido coordinaba la labor de los guardas del parque. Hoy, una de sus hijas trabaja en él como guía para los visitantes. “Las cosas han cambiado mucho, pero seguimos todos muy vinculados al parque.” En las paredes de su casa, Juana conserva decenas de fotos en blanco y negro de aquellos años en los que Doñana formaba parte de su día a día. “Echo de menos las reuniones. Todos pasaban por el palacio: los guardas, los pastores... éramos como una gran familia”.
Carmen Díaz Paniagua es de Sevilla y tiene 62 años. Es investigadora de la Estación Biológica de Doñana, especialista en anfibios. /
Desde entonces ha transcurrido casi medio siglo y esta gran reserva natural sigue viva pese a las numerosas amenazas que pesan sobre ella. Pero las palabras de la bióloga Carmen Paniagua quedan como un advertencia: “El futuro de Doñana está en las manos de todos los que vivimos dentro y fuera de la reserva. Hasta que no consigamos un equilibrio sostenible, no podremos asegurar la supervivencia de uno de los más importantes humedales del mundo”.
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