Las saunas públicas son los nuevos bares. He llegado a esta conclusión tras años de acudir a la de mi barrio. En cierto modo, es conmovedor que los ingleses hayamos sido capaces de apropiarnos de las costumbres vigorizantes de Escandinavia o Turquía, para acabar dotándolas del sórdido ambiente de un pub de extrarradio, refugio último de los solitarios y de la gente rara. Recuerdo la primera vez que fui a una sauna. Fue hace más de 16 años, tras el nacimiento de mi primera hija. Me habían chutado tantas drogas en el parto que aún las sentía agitarse en mi sistema nervioso –nada como seis epidurales para que te parezca que tu líquido cefalorraquídeo es un archipiélago de basura—; y decidí que la única forma de sentirme mejor era sudarlo todo . En aquellos momentos iniciáticos, mi principal preocupación era el dress code de la sauna. ¿Tendría que estar desnuda? ¿Debía usar chanclas (con su crítica implícita, 'lo siento, pero creo que todas las demás personas con las que comparto este espacio tenéis hongos')? ¿Mi anillo de bodas se pondría tan caliente que me quemaría el dedo dejándome una cicatriz, como en los créditos de la serie de televisión de 1972 Kung Fu, donde un David Carradine afeitado levanta un caldero hirviente (¿con estofado?) para tatuarse a fuego la marca del dragón?
Como lo mío no es el kung fu y no estaba dispuesta a arriesgarme, decidí dejar mi alianza en la cocina y, por supuesto, terminó en la trituradora de residuos, convirtiéndose en el primero de los siete anillos de boda que he perdido exactamente así.
Al llegar a la sauna, me di cuenta de que no tenía por qué preocuparme de la ropa. La primera persona con la que me encontré fue una mujer de mediana edad, cubierta de pies a cabeza con bolsas de basura negras atadas con bandas elásticas. Obviamente, estaba sudando. '¡ Esta sauna nunca está lo bastante caliente! —nos chilló—. ¡Quien diga que estas piedras están ardiendo miente como un bellaco!'. Golpeó el termómetro de pared en un intento algo violento por probar sus palabras y luego chilló aún más cuando alguien entró en la cabina. '¿Por qué dejas la puerta abierta tanto tiempo? ¡¿Entras o sales?!'. En el banco de enfrente, flexibilizado gracias al calor, un señor mayor hacía posturas de yoga. Cada vez que alcanzaba cierto grado de liberación muscular, emitía un sonido ambiguo que solo podría describir como 'el ruido que debía de hacer Enrique VIII cada vez que conocía una mujer susceptible de ser su esposa'. Es decir, una combinación de profunda excitación sexual y dolor. Después de todo, Enrique VIII sabía que, con el tiempo, tendría que hacer el esfuerzo de matar a la cónyuge de turno.
Cuando volví, al día siguiente, la señora Bolsas y Enrique VIII estaban allí, y se les había unido otro hombre, que pelaba lentamente una naranja. Al principio, este nuevo personaje me perturbó un poco. ¿De verdad está rompiendo una de las reglas básicas de la sauna y quiere hacer un picnic aquí mismo?
Pero, como todos sabemos, es biológicamente imposible odiar a un hombre que llena una habitación con el olor dulce y ácido de la naranja, así que me encogí de hombros, y así aprendí la primera (y quizá más importante) regla de la sauna: a la debida temperatura, tiene el mismo efecto en tu cuerpo que una buena cogorza. Sí, el calor emborracha y desinhibe. En la sauna, te vuelves tan expansiva, enojada, loca o feliz como lo harías en un bar. Con el aliciente de que, ya que estas en decúbito supino y con la lengua fuera como un perro en agosto, todo lo encuentras inesperadamente entrañable.
Este cariño húmedo por la humanidad se extiende incluso a la gente que habla: sí, parece que a 80ºC algunas personas 'sudan' todo lo que les pasa por la cabeza. Por si fuera poco, la mayoría de las saunas —como la mayoría de los bares— traen de serie a una persona en una esquina que suelta un monólogo y a otra que, a su lado, asiente, silenciosamente una y otra vez, haciendo como que escucha pero demasiado 'borracha' como para moverse.
En todos estos años, he escuchado auténticas charlas TED sobre cómo abusar 'correctamente' de los esteroides o cuántos puntos que te quitan del carné por determinada infracción de tráfico; me he soplado la historia del aislamiento térmico desde 1870 hasta la actualidad; y me he zampado una descripción del ciclo de fantasía de Robert Holdstock sobre un bosque inglés 'que contiene el tiempo y el espacio': además de múltiples rollos religiosos.
Pero, desde luego, la presentación más teatral que he escuchado en mi vida fue la de un tío que entró a la sauna, se sentó y nos soltó al resto de los sudadores: 'Tengo que deciros, chicos, que esto de dejar el caballo se me está haciendo muy largo'.
En las saunas nos desahogamos, pero lo mejor es que, cuando el temporizador para huevos cocidos que hay en la pared alcanza los 15 minutos, puedes excusarte y salir al aire libre, como un fumador que sale a la puerta cuando las cosas en el bar se ponen demasiado intensas.
- El día que me dí cuenta de que me había hecho vieja, por Caitlin Moran
20 de enero-18 de febrero
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