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Así hablo con los museos, por Caitlin Moran

"Yo, en particular, “humanizo” museos y galerías de arte, y hablo con ellos. Sí, para mí son como una cadena mundial de amigos que viven (siempre) en el centro de la ciudad y ofrecen a las almas solitarias un refugio para la lluvia, la ola de calor o el viento".

Caitlin Moran es la autora de 'Cómo ser una mujer' (Anagrama) y en 2014 fue elegida en Gran Bretaña como la periodista más influyente en Twitter y la columnista del año. / d.r.

Caitlin Moran
Caitlin Moran

Dos veces al año, viajo por Europa y América para promocionar mis libros. Son giras en las que me gusta creer que floto como la semilla de un diente de león, luminosa y literaria, por ambos continentes; deleitando a quien se cruce en mi camino y difundiendo la buena nueva sobre el feminismo , el progreso social y la alegría. Y con todas mis obras disponibles, claro, por unos razonables 15 pavos (10, en edición de bolsillo). Las giras de promoción son, en esencia, una soledad organizada: una procesión interminable de trenes, aviones y silenciosas habitaciones de hotel en las que mi rabia por estar en una suite más pequeña que la de la última vez, contrasta con mi costumbre de vagar por los pasillos, susurrándome a mí misma que el vacío del comedor en realidad me llena de tristeza. El hecho es que, cuando estás sola durante tantos días, eres capaz de “humanizar” cualquier cosa. Hay personas que hablan con las aplicaciones de sus móviles, otras escriben un diario. Y otras acaban irremediablemente borrachas, haciendo el gilipollas y soltándole el rollo al camarero de turno.

Yo, en particular, “humanizo” museos y galerías de arte, y hablo con ellos. Sí, para mí son como una cadena mundial de amigos que viven (siempre) en el centro de la ciudad y ofrecen a las almas solitarias un refugio para la lluvia, la ola de calor o el viento. Además, los museos, cuando te cogen confianza, son unos cotillas de mucho cuidado. Las galerías de arte también. Tan pronto como entras por sus puertas acristaladas o sus enormes atrios de mármol, puedes sentir cómo te llaman cada uno de sus pabellones. Es lógico: son lugares que reúnen las cosas más extraordinarias, inexplicables e iluminadoras del mundo; ¡y están entusiasmados por mostrarte todo lo que tienen dentro!

La sección de gemas y minerales quiere que la visites primero; el ala del arte religioso del siglo XV está furiosa porque has preferido ir a ver los zapatos de Michelle Obama antes que sus sagrados óleos; y hay un montón de retratos que quieren matar a la sección de Egiptología por acaparar toda la atención. Lo que esos cuadros no saben es que yo nunca iría a Egiptología, porque si quisiera estar rodeada de un montón de críos saltando sobre un sarcófago y gritando: “¡Momia! ¡Momia!”, me habría quedado en mi propia casa y me habría ofrecido como voluntaria para ir a un campamento de verano . Así que no he tenido más remedio que escribir otra novela (y salir de gira promocional) solo para escabullirme. Además, ya no me importa el antiguo Egipto. Son ruinas enormes, OK, ya lo he pillado. ¿Y qué?

¿Lo veis? Todo esto forma parte de mi alegre relación con las galerías de arte y los museos. Hablo con ellos en mi cabeza. Los entiendo. Fui muy comprensiva, por ejemplo, con la exposición del Museo Smithsonian titulada La industria del guano, que parecía que se había montado con un presupuesto de unos 40 € y contaba la historia de cómo el guano (un abono natural creado a partir de excrementos de ciertos tipos de aves y murciélagos, o sea caca de pájaro) alguna vez fue una industria importante, con montañas de 60 metros de caca en las Islas Chincha, en Perú, entre las que destacaba el legendario “Gran Montón”, que era la envidia del mundo. No habían visitantes en la exposición del guano cuando entré, supongo que todos estaban demasiado ocupados viendo el diamante Esperanza, o las zapatillas de rubí de Dorothy o el muñeco original de la rana Gustavo. Hitos que, por supuesto, yo ya había visitado, por lo que me quedaba un rato para un poco de caca de pájaro.

Y es que los museos también me hacen reír. Hay un Buda increíblemente kitsch en el Victoria & Albert de Londres con cara de estar pensando: “Eso es lo que ella cree”. La semana pasada, en el Museo Británico, vi un anillo judío del siglo XVII decorado con escenas de Eva comiendo la manzana en el Jardín del Edén y la conocida expresión mazel tov. Sí, claro, ¡buena suerte, Eva! ¡Ya nos comtarás cómo te fue! Y luego, a veces, las exposiciones no tienen nada más profundo que mostrarte que la existencia de personas tan guapas que pueden seguir atrayéndote aunque lleven 100 años muertas.

En Barcelona, pasé un día de agosto en el Museu Nacional d’Art de Catalunya y, caminando por sus salones llenos de retratos, pude comprobar que la pintura española del siglo XIX está llena de hombres tan hermosos e inteligentes –esos ojos marrón Coca Cola, esas bocas con pinta de haberse reído tanto–, que son capaces de engancharte desde la ultratumba. Así que terminé preguntándome: “¿Qué puedo hacer con estos sentimientos intensos y amorosos por algo tan muerto como estas piezas de museo?”. Y me respondí: “Ellos estarían encantados de que los quisieras. Para eso existe el arte ¿no?”. P.D.: en la planta baja había un café encantador que vendía pastelillos de naranja y bocadillos de pan de chapata con jamón serrano. Pedí para llevar y salí al parque, feliz de haber pasado la tarde sola en el museo.

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