Se supone que a las feministas no nos gusta el maquillaje. Se supone que la industria de la belleza crea falsos estándares que contribuyen a que las mujeres se sientan inseguras e inviertan su tiempo y su dinero en “resolver” un problema que no existe. Las mujeres deberían simplemente ser felices y estar seguras de lo que son en realidad, sin tener en cuenta esas imágenes prefabricadas y artificiales. Lo sé, todas deberíamos, simplemente, ser naturales.
Pensaba en todos estos argumentos la semana pasada, mientras apuraba una generosa copa de vino y asistía a una master class de maquillaje para drag queens con mi hija adolescente.
Toda la audiencia era femenina. Mujeres viendo a hombres aplicarse kilos de maquillaje para parecer mujeres. Las drag queens explicaban cómo suelen usar sus habilidades histriónicas y sus técnicas de burlesque para obtener el efecto deseado: que los ojos pequeños parezcan más grandes, elevar las cejas, cambiar la forma de la cara o hacer los labios más carnosos . También se ponían celo en las sienes para conseguir esa mirada tan de “acabo de hacer decapitar a una princesa inocente” (la propia de una “duquesa maligna”, decían). Y una de ellas enseñaba una técnica que había aprendido de Liza Minelli: consistía en aplicar un triángulo blanco de corrector debajo de los ojos y en los flancos de la nariz; y el resultado era la sensación de que tenías un foco permanente sobre tu rostro. ¡Por supuesto que había aprendido eso de Liza Minnelli!
Mientras veía a la audiencia emocionarse con todos los secretos de una drag, pensé en que esa era, precisamente, la razón principal por la que me encanta el maquillaje: porque es algo que nos pone a todos en el mismo nivel. Estas drags no han nacido con el rostro de mujeres hermosas, pero se han convertido en ellas adquiriendo este tipo de habilidades. Tuvieron un deseo y lo hicieron realidad. Porque ser bella es algo agradable y útil, pero es algo agradable y útil que te toca en suerte, o no, como por ejemplo, tener unos padres ricos.
Si has nacido pobre puedes, con algo de viento a tu favor, labrar tu propio camino hacia el dinero con algo de preparación. ¿Por qué, entonces, si no naciste bella, no podrías adquirir algunas habilidades, aplicarlas y labrar tu propio camino hacia deslumbrar a los demás con tus cejas de Ava Gardner y el cutis de una muñeca de porcelana –cortesía de una luxury foundation– si te da la gana?¿Por qué no usar tu inteligencia para alcanzar tus objetivos?¿Por qué tenemos que, simplemente, aceptar nuestro destino facial? Así que quiero dejar esto muy claro: estoy completamente a favor de las cosas artificiales y antinaturales para las mujeres. Los anticonceptivos son antinaturales, la cesárea de emergencia que me tuvieron que practicar es antinatural, las suelas ortopédicas de mis zapatos (para mis pies naturalmente planos) son antinaturales. Y mi medicación para el acné, la depilación de mis cejas y mi tinte castaño color chocolate son superantinaturales. De hecho, en mi estado “natural” soy una mujer renqueante, uniceja y llena de granos que ha muerto a los 24 años durante el parto.
Como mujer, las cosas antinaturales han sido, una y otra vez, mis mejores amigas. La idea de que una mujer nace como algo fijo e inamovible es desalentadora. ¡No acepto mi destino! Soy totalmente la clase de persona que está a favor tanto de la cirugía para salvar vidas como de los delineadores iridiscentes que hacen que tus ojos parezcan más grandes. ¡Dadme todas esas cosas que molan! “Perdona, ¿pero no debería ser aceptable para las mujeres tener los ojos pequeñitos (como un topo)? –dirá la gente–. ¿Acaso no deberíamos poder a caminar por la calle con la cara orgullosamente llena de acné? Deberías militar por esta causa, Moran. No te entregues a los estereotipos. ¡Lucha por lo auténtico!”.
Sí, por supuesto que sería genial vivir en un mundo en el que te adoren por tener un grano asomando al lado de tu nariz. En ese mundo, alguien como yo sería Dios. Pero ocurre que, si tengo solo 20 minutos antes de salir corriendo a una entrevista de trabajo, no me da tiempo a transformar la sociedad. En general, desconfío de situaciones en las que –ante un pequeño y muy específico problemilla– la única solución es: “Enfréntate audazmente a las convenciones y luego dedica el resto de tu vida a poner en práctica la revolución”. Es francamente poco realista intentar cambiar los corazones y las mentes de 7.000 millones de personas cuando, además, tienes que hacer la colada de la ropa blanca, llamar al fontanero y encontrar tu otro zapato mientras el taxi lleva ya 10 minutos esperando en la puerta. Tal como están las cosas, hoy por hoy un buen delineador y unas sombras turquesas en los ojos resuelven muchísimos más problemas que los que me causan. La buena noticia es que, la verdad, a veces ser feminista tiene que ver con optar por la solución más fácil y divertida.
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