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Horario de visitas, por Julia Navarro

Cuando era pequeña estuve durante un año interna en un colegio de monjas. Aún no me he recuperado del trauma que me supuso vivir en un internado...

Una pareja de personas mayores. / GTRES

Julia Navarro
Julia Navarro

Cuando era pequeña estuve durante un año interna en un colegio de monjas . Aún no me he recuperado del trauma que me supuso vivir en un internado, y han sido muchas las ocasiones a lo largo de la vida en que he revivido esa época en forma de pesadilla nocturna.

Me sentía prisionera y me escapaba al menor descuido de las monjas. El colegio tenía alumnas internas y externas y yo aprovechaba el momento en que las externas podían salir para atravesar el vestíbulo corriendo y llegar a la puerta. A veces, lograba franquearla; otras, las monjas, que ya sabían que como me las gastaba, me lo impedían.

Las internas podíamos ir a nuestras casas desde el sábado después de comer hasta el domingo por la tarde. No imaginan el nerviosismo y la ilusión con que aguardaba a que se abrieran las puertas del colegio y ver aparecer a mis familiares. Yo era una de las afortunadas, pero otras niñas esperaban impacientes para terminar bajando la cabeza y dar la media vuelta porque nadie había ido a buscarlas.

El jueves por la tarde también había horario de visitas para las internas y la escena se repetía. Las que recibíamos a alguien suspirábamos aliviadas y nos sentíamos unas privilegiadas respecto a quienes no tenían esa suerte.

En los últimos meses revivo esas escenas de la infancia cada vez que voy a ver a un familiar que está en una residencia de ancianos. Veo en los ojos de los "residentes" la ilusión cuando llegan sus familiares a estar un rato con ellos o a llevárselos a dar un paseo. Y también la decepción y la nostalgia de quienes apenas reciben visitas. Lo mismo sucede los domingos cuando los familiares de estos ancianos les llevan a comer o a merendar fuera del recinto de la residencia.

Me conmueve cómo "presumen" unos y otros de recibir visita o de salir a dar una vuelta: "Es mi hijo, viene a buscarme. Bueno, nos vamos, ya os veré luego"; o "Pepita, estos son mis nietos, ya sabes que cuando pueden vienen a verme"; o "hijo, que alegría, no sabía si ibas a venir". En las palabras de estos ancianos aflora el orgullo de quien no siente del todo la soledad porque, de vez en cuando, la puerta se abre dibujando la presencia de alguien querido.

Lo que ellos sienten no debe de ser muy diferente de lo que yo sentía cuando era niña hace más de 50 años. Es más, no dudo que algunos de ellos, incluso, tengan la tentación de aprovechar un descuido y marcharse, como yo hacía cuando era pequeña.

Les confieso que se me desgarra el alma cada vez que entro en una residencia de ancianos. Pienso que todos esos hombres y mujeres en su día se sacrificaron por sus hijos y ahora se encuentran recluidos en una "residencia" porque ellos no encuentran la manera de ocuparse de sus padres.

Ojalá algún día, entre todos, consigamos que ningún anciano tengan que ir a una residencia porque dispongamos de una Ley de Dependencia que permita a la gente envejecer y morir en su casa. Qué menos.

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