Dicen que el despertador lo inventó un relojero estadounidense llamado Levi Hutchins en 1787. En aquella época, lo habitual era despertarse con la luz del sol, pero él quería hacerlo a las cuatro de la madrugada, razón por la cual instaló una palanca a su reloj para que sonara una campanilla al llegar a esa hora. Eso cuenta la Wikipedia en la entrada correspondiente a este útil invento y en la que también se habla del tipo de sonidos o ruidos que puede emitir y de algunos artilugios diabólicos, como un reloj de pulsera que te despierta a calambrazos.
No habla la Wikipedia de las malas madres que compramos despertadores a nuestros adolescentes porque estamos cansadas de ejercer las funciones del aparato. Pues sí, ese es mi caso. Hasta hace poco, me veía obligada a levantarme a las seis para ir despertando adolescentes uno a uno. Despertar adolescentes no es una tarea fácil. Como sea que a mí se me hace más trabajosa la función de repetir lo mismo una y otra vez, a menudo los míos se dormían de todos modos.
Así que compré dos despertadores. Artefactos analógicos de calidad intermedia que emiten sendos beeps, comenzando suavemente e incrementando la intensidad si el dormilón no se da por enterado, y que además son capaces de repetirlos ad infinitum. La llegada a nuestra vida de los despertadores ha tenido un éxito desigual. El mayor no ha vuelto a rezagarse, y a las seis y media está duchado y vestido. La niña, en cambio, se olvida de programarlo, o lo programa a otra hora, o simplemente lo apaga y sigue durmiendo. Ha sido peor el remedio que el madrugón, para entendernos.
Confío en que sea solo falta de práctica. Confío en que este curso todo estará bajo control. También confío en que el despertador sea el principio de una etapa maravillosa de mi vida: esa en la que mis hijos madrugarán sin mí.
Me dan noticia de diversas palabras inventadas para designar a los adolescentes: aborrescentes, abroncoscentes, apáticoscentes, amuermoscentes, adormiscentes, amorfoscentes... Me pregunto si tanto neologismo no esconde una terrible realidad: les entendemos tan poco que necesitamos renombrarles.
Y además...
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