Una confesión: cuando las mujeres nos reunimos, antes que de hombres, hablamos de nuestros trabajos, de nuestros hijos y siempre –¡siempre!– de nuestras madres. Por eso sé que la madre de C. va de caída en caída. En cuanto le dan el alta, se larga de viaje. En cuanto vuelve, se cae. No le gusta estar quieta. La madre de O., en cambio, estuvo a punto de rendirse cuando se rompió la cadera, pero aguanta (con Prozac y tenacidad). La madre de E. no se cae porque no puede: su hija no tiene horarios; ella es su único back up. Cuando quedo con R., su madre siempre llama. Llama a todas horas. Por facetime, desde otro continente. Se echan de menos y se quieren cerca.
Esas madres de las que hablamos las mujeres son, además (y a veces sobre todo), las abuelas de nuestros hijos. Si ellas se paran, nosotras nos estampamos.
Sin las abuelas, millones de niños vagarían sin merienda, sin consuelo, sin besos. Sin las abuelas, millones de madres no podríamos salir cada día a cambiar el mundo. Sin nuestras madres, millones de mujeres no sabríamos ni siquiera cómo cambiarlo.
Lo que pasa es que ya no somos jóvenes: estamos en una edad en la que las madres se nos caen. Literalmente.
Ayer mi madre me acompañó, como herramienta de control, a hacer un recado importante. La necesitaba porque toda mi lucidez es suya (vamos, que la tiene ella). Mi madre es intelectual, emocional, profesional y espiritualmente gigante, pero ese día —por culpa de mi perra, que lió a un perro que al final enredó a mi madre— se derrumbó. Y el mundo se detuvo.
Las palomas, los repartidores de Glovo, las parejas que se estaban queriendo, los corredores del viernes por la tarde... Todos entraron en pausa, conmocionados, secos. En un microsegundo se reactivaron para intentar levantar a esa mujer colosal que es mi madre. El veterinario salió corriendo con hielo; un chaval nos invitó al Cabify; los pacientes de Urgencias nos urgieron a colarnos...
"No es la cadera. No es la cadera. No es la cadera". Mi madre y yo repetíamos un mantra casi como grito de victoria mientras su brecha sangraba, su ojo se hinchaba, la radiografía escupía huesos, los médicos se atoraban y no había forma de encontrar el grupo de WhatsApp correcto para confesar a mis hermanos que "no es definitivo, pero sí grave: mamá se ha caído porque... porque yo la necesitaba".
Han pasado 24 horas. Mi madre tiene la cara moradooscurocasinegro y está tan guapa y lúcida como siempre. Mi padre la persigue con una bolsa de hielo. La perra le pide perdón (y comida). Sus hijos le pedimos opiniones. Sus amigos le piden consejos. Mi chico la chincha. Sus nietos la adoran... Mi madre está estupenda. Quizá porque cuando se cae desde tan alto se cae (casi) siempre bien.
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20 de enero-18 de febrero
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