Hay dos clases de personas: aquellas para las que el año comienza en enero y aquellas para las que empieza en septiembre. Yo soy de las segundas. Siempre he pensado que el primer día del mes de septiembre debería asomarse Ramón García en un balcón de la Puerta del Sol de Madrid, para dar las campanadas insultantemente bronceado y con una capa estampada con flores. Si lo pensáis bien, en septiembre también nos tienen que explicar los cuartos, aunque en este caso los que nos hemos gastado en nuestras vacaciones no los de las campanadas. Otra cosa que hacemos en septiembre, como en enero, es contar propósitos. Pero en este mes la cosa mejora bastante, porque a los cuatro meses tenemos una nueva oportunidad para incumplirlos.
Septiembre, sin embargo, no es un mes popular –menos entre los periodistas y escritores que siempre escribimos sobre él–. Hay gente que se pone muy melodramática durante estos días. Yo he visto a gente llorando en la sala de abdominales del gimnasio. He visto a gente tirándose el café por encima en el trabajo, como protagonistas de anuncios de Teletienda. Hay personas que guardan el bañador en el cajón del armario como si enterrasen con él un secreto de familia. Son los mismos que se despiden cada mañana de su bronceado mientras se visten: “Mira hijo, todo esto que ves antes era la marca del biquini”.
Todavía no hay un adjetivo que defina a esos grandes melancólicos y detractores del mes de septiembre que vagan perdidos estos días por las ciudades. Yo propongo septembristas. A todos ellos, ánimo, que ya queda menos para agosto.
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