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Sí, he engordado ¿y qué?, por Caitlin Moran

He ganado algo de peso. Cualquier mujer sabe que una declaración de este tipo solo es aceptable si le siguen frases como "es hora de empezar a cuidarme"...

Caitlin Moran / D.R.

Caitlin Moran
Caitlin Moran

He ganado algo de peso . Cualquier mujer sabe que una declaración de este tipo solo es aceptable si le siguen frases como "es hora de empezar a cuidarme" o "cuando mis vaqueros de toda la vida me quedan demasiado apretados, sé que es hora de hacer algo" o "estoy pensando en cambiar mis dos tostadas del desayuno por seis nueces". Pero lo siento, no.

Descubrí que había ganado unos kilos en un chequeo médico de rutina, uno de esos donde escanean tu cerebro y tu corazón, y te sacan tanta sangre que terminas preguntándote si realmente esa gente son profesionales sanitarios o vampiros encubiertos. Al final, me dijeron que estaba perfectamente, que mi masa y grasa corporal estaban en perfecta armonía y que, para una mujer de mi altura, no tenía sobrepeso… Solo tenían que anunciarme que había subido unos kilitos desde mi último control.

Como la que me daba los resultados era una mujer, se cuidó mucho de dejar dicha información para el final y me transmitió la noticia con una leve y comprensiva inclinación de la cabeza. Las palabras textuales que dijo a continuación fueron: "Bueno, te dejo que te vistas", pero yo sé que en realidad quería decir: "Bueno, te voy a dar unos minutos para que sufras en silencio y decidas qué hacer con tu vida a partir de ahora".

El caso es que durante todo el camino a casa en el autobús, y en realidad durante todo el mes siguiente, esperé a que llegara el llanto. Esperé a que me inundara la pena de no ser más una talla 42. Esperé por ese momento en que caería de rodillas clamando al cielo: " ¿POR QUÉ haces más grandes los michelines de las personas, Dios? ¿POR QUÉ?".

Saqué tiempo de donde no tenía para ponerme a mirar imágenes antiguas en las que mis tetas eran unos centímetros más pequeñas y para deprimirme por la vida que estaba perdiendo. Incluso llegué a hacer algo que recomendaban en un programa de la tele para bajar de peso: me paré frente al espejo desnuda y agité mi barriga, como una forma masoquista de subrayar la diferencia física entre mi cuerpo y el de, digamos, las modelos de ropa interior que tienen 18 años.

Vamos, que me esforcé en recordarme a mí misma que debía sentirme mal. Pero simplemente... no ocurrió. Es decir, estoy fracasando abyectamente en ser una mujer moderna: he subido de peso (y por ende de talla de vestido) y no, la verdad es que no me importa. Me he probado mis vaqueros y en lugar de pensar: "Debo volver a mis horarios de cuando tenía 30 años, correr seis kilómetros tres veces por semana y no comer pan. Mis vaqueros de toda la vida han hablado", he pensado: "Vale, tengo que comprarme otros una talla más grandes".

De hecho, me he embarcado en un "viaje" vital que no he visto recomendado en los consejos de ninguna revista o programa de televisión: en lugar de esforzarme en cambiar mi cuerpo, he cambiado mi guardarropa. Me he librado de todas las prendas que ahora son demasiado pequeñas para mí —mini vestidos, jeans ajustados que de todas maneras ya eran muy viejos (la mayoría de los cuales, por cierto, no van con mi nuevo corte de pelo)— y he comprado otros un poco más grandes. Os informo de que ha sido un procedimiento simple y directo. Para nada traumático.

Porque, al contrario de todo lo que me han hecho creer durante décadas, ganar unos kilos no es nada, en realidad. De hecho, yo ni me había dado cuenta. No me veo diferente. Vale, alguna vez noté que ciertas prendas se habían vuelto misteriosamente un poco más pequeñas, pero como tenemos polillas en casa pensé que tal vez eran ellas las que se habían comido parte del espacio donde solía caber mi culo. Como podéis ver por semejantes razonamientos, mi indiferencia sobre el tema era realmente extrema.

Y es que hay algo que a las mujeres no nos suelen decir: en realidad nadie notará si ganas un par de kilos, a menos que tu vida laboral implique la necesidad de caber en pequeños huecos como, por ejemplo, la de un deshollinador victoriano. Si mi oficio fuera deshollinar, definitivamente tendría que especializarme en chimeneas más grandes, pero tal como están las cosas, lo único que he tenido que hacer es comprar ropa nueva. Algo que hacemos a menudo de todos modos.

No os confundáis, si aumentara tanto de peso que me sintiese incómoda con mi cuerpo o supusiera un riesgo para mi salud, comenzaría a caminar un poco más o a nadar más rápido. Pero si hay alguna mujer que está angustiada por haber ganado unos kilos en verano, por favor, que no se preocupe. De hecho, es algo que recomiendo sinceramente. Venga, admitidlo: vuestros vaqueros de toda la vida en realidad están pasados de moda y os recuerdan a esa época en que vivíais a base de café y cigarrillos. Así que, pasemos página.

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