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El cerro del Pan de Azúcar, en Río de Janeiro, es uno de los lugares más bellos para celebrar tu cumpleaños número 21. Allí, una chica vestida de rosa chicle contempla un espectáculo de ballet con la playa de Copacabana a sus pies. Aplaude y sonríe. Su padre está a su lado.
A las diminutas bailarinas, que viven en una de las favelas más violentas de Río de Janeiro, el ballet les ha dado la oportunidad de soñar. Su escuela cierra a menudo por culpa de los tiroteos entre los narcotraficantes y la policía. La chica del cumpleaños viene del otro lado del mundo, pero también sabe de pistolas: sobrevivió a un ataque armado contra su autobús escolar, del que le quedó como secuela una mueca en la sonrisa, fruto del daño a un nervio facial. La estudiante más famosa del mundo, Malala Yousafzai, se ha convertido en una mujer adulta que usa brillo de labios y zapatos de tacón.
Ser Malala hoy día es un trabajo a tiempo completo en el que colaboran varias personas. Además de su entregado padre, Ziauddin, la acompañan un séquito de guardaespaldas, una feroz relaciones públicas que antes trabajó para Brad Pitt y hasta un trío de influencers. Aunque el equipo intenta mantener en secreto su agenda, el día anterior al espectáculo de ballet fue acosada por una muchedumbre. Es tan famosa como Pelé o Bono, de U2, y la conocen simplemente por su nombre propio: Malala.
Han pasado cinco años y medio desde el atentado. Ha finalizado su primer curso en la Universidad de Oxford y entre sus amistades figuran, además de los estudiantes con los que comparte pasillo, Tim Cook, consejero delegado de Apple —que la describe como “su alma gemela”—; la directora financiera de Facebook Sheryl Sandberg, y las actrices Emma Watson y Emily Blunt. Además, el cofundador de Airbnb, Joe Gebbia, le echó una mano con su web.
Malala está en Brasil porque cada año, por su cumpleaños, realiza un viaje con su fundación para continuar con su campaña por el derecho de las niñas a recibir una educación. En años anteriores visitó los campos de refugiados sirios de Jordania; el norte de Nigeria, donde la secta Boko Haram secuestró a las niñas de Chibok; y el gigantesco campo de refugiados de Dadaab, en Kenia.
¿Por qué ha elegido esta vez Brasil, la novena economía del mundo, un país que no está en guerra ni sufre atentados y que proyecta una imagen de playas idílicas llenas de chicas en tanga? Malala contrasta esa visión idealizada con otra realidad: más de un millón y medio de chicas no puede ir a la escuela porque son v íctimas del racismo, la pobreza, los matrimonios infantiles y una violencia rampante (60.000 homicidios en 2017).
La mayoría de esas niñas son de ascendencia africana o indígena, que es con quienes se ceba la discriminación. De hecho, la mayoría de la gente piensa que los indígenas de Brasil viven en el Amazonas, cuando la verdad es que 60.000 de ellos viven en las provincias de la costa nororiental, a menudo en condiciones miserables.
“Para nosotras, las chicas indígenas, es difícil recibir una educación”, denuncia Itocovoti, de 17 años, de la tribu Pataxo Ha-Ha-Hae, que hoy lleva un tocado de plumas azules. Es la única indígena de su escuela. “Voy a un colegio de blancos, en una ciudad de blancos, y me encuentro con muchos prejuicios, porque los otros alumnos y algunos profesores creen que la escuela es solo para ellos. Me miran las pinturas del rostro y las plumas del cabello y se burlan de mí”. Pero insiste en que eso no le impedirá cumplir su sueño de estudiar Biomedicina.
Es invierno aquí, y a la mañana siguiente una fina lluvia gris cubre la playa de Copacabana. Pero el sol nunca se hace esperar demasiado en Brasil. En una carretera sinuosa, camino a Tavares Bastos, una de las favelas de las colinas de Río, sale el sol. Entre las chabolas de hormigón avistamos paredes pintadas con murales, incluyendo uno de Malala de color rosa (su color favorito). Al final de la cuesta nos espera Panmela Castro, una artista de 37 años conocida como la Reina del Grafiti. Anoche pasó cuatro horas pintando el mural de Malala bajo la lluvia.
Castro dirige un proyecto artístico y social que usa el grafiti para ayudar a combatir la violencia de género en Brasil, un país en el que una mujer es agredida por un hombre cada 15 segundos, y una media de 12 mujeres son asesinadas cada día. “A la edad de Malala yo estaba casada con un hombre que abusaba de mí. Cuando tenía 24 años me pegó muy fuerte y me encerró en casa durante una semana –recuerda la artista–. Finalmente, conseguí llamar a mi madre y vino a rescatarme, pero él siguió persiguiéndome. Yo estaba en la Universidad y había recibido una buena educación, pero creía que debía aceptar esa situación como mujer”.
En esa época Panmela Castro daba clases de arte en una escuela y algunos de sus alumnos la invitaron a hacer grafitis con ellos (el arte callejero en propiedades municipales designadas a tal efecto es legal en Río desde 2014). Se implicó a fondo y fue cuando se dio cuenta de que se podía usar el grafiti para ayudar a las chicas a que tomaran conciencia de sus derechos como mujeres. Todas las semanas da talleres en los colegios que constan de dos horas de grafiti y una hora de derechos de la mujer. Por su programa han pasado más de 5.000 chicas.
Priscilla Roxo, de 17 años, ha pintado un rostro púrpura y una flor que, según ella, son una metáfora del feminismo y las luchas cotidianas de las mujeres. Malala le pregunta por qué la chica del mural mira hacia un lado. “Es como si tuviera miedo de mirar de frente –le contesta Priscilla–. Desde que era pequeña he tenido problemas con los hombres y he sufrido sus abusos verbales y físicos. El grafiti es mi válvula de escape”.
Al final de la visita, Castro saca botes de pintura y plantillas e invita a Malala a que elija uno de estos tres “iconos” femeninos como fuente de inspiración: Marielle Franco, la concejala a la que mataron a tiros en Río en marzo pasado; Maria da Penha, la mujer cuyo nombre figura en la primera ley contra la violencia de género de Brasil, aprobada en 2006 (su marido le disparó en la columna vertebral y ella quedó paralítica); y, por último, la propia Malala. Ella elige pintar a Marielle y lo hace con tanto entusiasmo que ya sabremos quién será la responsable si empiezan a proliferar grafitis feministas en la ciudad de Oxford.
Tras la comida, es hora de volver a la playa para jugar un partido de fútbol contra el equipo femenino que ganó el Mundial de Fútbol de Calle infantil. Al igual que el 25% de la población de Río, las jugadoras viven en favelas. Nos cuentan que si no fuera por el fútbol habrían acabado en bandas de narcos, y que el deporte les hizo darse cuenta de que podían hacer mucho más con sus vidas. Le suplican a Malala que se una a ellas, y ella le da unas patadas al balón, no sin antes quitarse los tacones. La Malala de 21 años es más serena y estilosa que la de 16, pero lo que no ha cambiado, a su pesar, es su baja estatura, así que intenta compensarla con tacones. Una de las influencers que la sigue en el viaje, Elaine Welteroth —31 años, primera editora negra de la revista Teen Vogue y ahora dueña de su propia marca — me dice que la ha visto con zapatos de Jimmy Choo y brillo de labios de Dior. “Puede que esté cambiando el mundo, pero también le encanta la moda”.
No debe de ser fácil ser Malala, cuando la gente te pide cosas constantemente y tienes que pensar en cada paso que das. Cuando en una ocasión la fotografiaron con vaqueros ajustados en Oxford, la acosaron en las redes y fue criticada en Pakistán. “Si no me hubieran disparado, ahora mismo estaría estudiando en la universidad de mi país. Ni por un segundo me imaginé que estaría viviendo en Reino Unido o visitando Brasil, pero así es la vida”.
¿Qué es lo que más le ha marcado? “Han ocurrido muchísimas cosas estos años –dice–. Desde lo más impresionante, que fue ganar el Premio Nobel, a viajar por todo el mundo visitando campos de refugiados y conociendo a líderes mundiales para impulsar un periodo de 12 años de educación universal. Y después, el hecho de haber empezado una nueva vida en la universidad. Es la primera vez que salgo de casa y vivo por mi cuenta. Es un mundo nuevo. ¡Ya no está tu madre para despertarte por las mañanas y decirte que está el desayuno!”.
Bromeo con ella porque en toda la conversación sobre su vida en la universidad –estudia Política, Filosofía y Economía– no menciona ni una vez el tema del estudio. “¡Eh, también trabajo! –dice entre carcajadas–. Incluso voy a conferencias, aunque me cuesta madrugar. Lo más difícil hasta ahora ha sido la economía porque tiene muchísimas matemáticas”.
Su programa de estudios es el mismo que eligieron muchos líderes políticos, desde la exprimera ministra paquistaní, Benazir Bhutto (que estudió en el mismo edificio) hasta David Cameron; pero ella insiste en que la política no está en su punto de mira. “Ahora mismo no estoy interesada en meterme en política. Sé que algunos de mis compañeros de carrera sí lo están, y cuando vas a la Oxford Union [uno de los sindicatos de estudiantes], puedes conocer al próximo David Cameron. Pero para mí se trata de aprender, no de empezar una carrera política”.
Me cuenta que, además de ir a las cafeterías de Oxford a tomar chocolate caliente y de pasear por los jardines de la universidad, le gusta quedarse escuchando música hasta tarde y estar con sus amigos. Entre ellos se encuentra su vecino de Zimbabwe, Varaidzo Kativhu. Con él fue a una cita amistosa en un restaurante caribeño el día de San Valentín. “Con él hablo y hablo y en ocasiones se nos hacen las tres de la madrugada”.
Entre sus temas de conversación están el movimiento #MeToo y los escándalos sobre la desigualdad que impera en Occidente. “En Pakistán creíamos que Estados Unidos y Reino Unido eran perfectos para las mujeres, que tenían seguridad, que podían acceder a cualquier puesto de trabajo y que existía una representación igualitaria en el Parlamento o en los consejos de administración –explica–. Por eso me chocó darme cuenta de que a las mujeres se les paga menos que a los hombres y de que no tienen una presencia paritaria en la ciencia, la tecnología o los puestos de dirección. Cuando la gente habla sobre la violencia contra la mujer o sobre la discriminación suelen referirse a países en vías de desarrollo; no es algo que se aplique a países desarrollados, y me parece importante hablar de esa realidad en Occidente. Me alegra que hayamos llegado a un punto en el que las mujeres de países occidentales comparten sus vivencias con mujeres de todo el mundo”.
Malala cree que es hora de dar un paso más allá de las palabras. “No se trata solo de usar una etiqueta en las redes sociales, sino de pasar a la acción”, asegura. Para ella, todo empieza con la educación. “Me frustra que haya 130 millones de niñas no escolarizadas en todo el mundo, en una época caracterizada por los excesos y la tecnología, con todos los recursos y el crecimiento económico que tenemos. Está aumentando la proporción de niños que no van a la escuela; en especial, la de niñas. ¿Qué deberíamos hacer? ¿Construir más escuelas? ¿Hacer más labor de sensibilización? Hay que invertir.
Aunque es obvio que a Malala no le sobra el tiempo, lleva meses trabajando en un libro sobre refugiados que estará en las librerías en enero. “Se centra en las chicas que he conocido durante mis viajes a campos de refugiados, desde el Líbano hasta Jordania, pasando por Dadaab –explica–. Cuento sus historias, pero también trato de recordar que la mayoría de los refugiados están en países pobres, no en Europa ni en Estados Unidos; y que esos países los han acogido a pesar de su pobreza y de su deuda externa”.
El libro comienza con su propia historia. “Mi familia no eligió emigrar a Reino Unido –afirma–. Vinimos por lo que ocurrió, y fue muy difícil dejar atrás nuestro hogar”. Fue especialmente duro para su madre, Toor Pekai, que no hablaba una palabra de inglés, y para su hermano Khushal, que no llevó bien despedirse de sus amigos y tener que cambiar de escuela en varias ocasiones.
A principios de año, Malala convenció a su familia para viajar a Pakistán, por primera vez desde el ataque. “Llevábamos cinco años esperando el momento adecuado y nunca llegaba. Así que un día dije que me daba igual, que quería volver a nuestro país”.
Los talibanes que le dispararon siguen ahí, así que el viaje que hizo en marzo fue corto —cuatro días— y estuvo rodeado de fuertes medidas de seguridad. Pakistán mantiene una postura ambigua sobre la ganadora del Premio Nobel. De hecho, Malala fue objeto de un torrente de ataques en las redes sociales, por parte de personas que la acusaban de ser agente de la CIA o de inventarse el atentado. “Fueron los días más bonitos de mi vida –asegura ella, sin embargo–. Me acuerdo de cada instante. Fuimos a Swat en helicóptero y vi el valle por primera vez a vista de pájaro. Era bellísimo: montañas, ríos… un paraíso. Aterrizamos en el mismo sitio desde el que me traladaron al hospital en Peshawar después del atentado. Luego fuimos a nuestra casa y vi mi habitación, con mis trofeos escolares, mis libros y mis pinturas”.
Me pregunto si ese primer viaje de regreso a su lugar de origen le ha hecho revivir su experiencia traumática. Ella siempre dice que no recuerda el momento exacto en que le dispararon. “No recordar ese incidente me permite no mirar al pasado –dice–. Lo siento como algo ajeno a mí, como un fragmento de mi vida que está en blanco”.
El hombre que ordenó su asesinato, Maulana Fazlullah, líder de los talibanes de Pakistán, murió en un ataque con drones estadounidenses en junio. Le pregunto a Malala si se siente más segura. “Fazlullah no solo fue responsable de convertirnos a Shazia, Kainat [las otras dos niñas víctimas del ataque] y a mí en su objetivo, sino de matar a miles de personas en Pakistán y en Afganistán. No creo que el hecho de que esté muerto le haga sentir a nadie más o menos seguro. No se trata de que ataquen a una persona concreta, sino de combatir una ideología: la de la violencia y el extremismo contra las personas”.
La relación entre Malala y su padre es tan estrecha que me pregunto cómo vive él la separación de su hija y su experiencia universitaria. Ver a tu niña cumplir 21 años es un momento clave para cualquier padre, pero especialmente cuando, hace seis años, estaba en el hospital junto a ella, convencido de que la había perdido. ¿Cómo ha cambiado? “Oxford la ha transformado –dice Ziauddin–. Ahora tiene más seguridad en sí misma, es más independiente y más fuerte. Es algo tan bonito que me hace muy feliz”. Para él, Malala siempre fue especial. “En una ocasión, cuando su blog se hizo muy popular, un columnista la criticó. Escribió que “A Malala no dejan de darle premios, pero hay otras personas”. Eso me enfadó mucho, pero ella me respondió: “¿Sabes qué? Tiene razón”. Entonces pensé que mi hija, con 13 años, era más serena y más noble que yo”.
¿Qué hace que una estrella global del activismo como ella no pierda la cabeza? En gran medida, las bromas de sus hermanos menores, Khushal (19) y Atal (13). “A mi hermano pequeño se le olvidó mi cumpleaños –se queja–. Al menos ha dejado de preguntarme: “¿Qué es lo que haces, exactamente?”.
No hubo regalos ostentosos en el cumpleaños de Malala. Su padre le dio una tarjeta en portugués que decía: “Que recibas el doble de lo que das a los demás”. Su madre le escribió un poema en lengua pastún y le envió un vídeo donde lo recitaba. ¿Le preocupa a Ziauddin que Malala regrese de Oxford con novio? “Es ley de vida –dice–, yo también me casé por amor. Le digo que es decisión suya. Mi único consejo es que nunca elija a una persona que no respete su libertad”.
Antes de dejar atrás Río de Janeiro veo a padre e hija regresar del hotel con un brillo especial en los ojos. Por una vez, Malala ha conseguido escaparse, ataviada con una gorra de béisbol y unas gafas de sol enormes, ser una turista más y tomar fotos del Corcovado. “Nadie se ha fijado en mí”, dice con una sonrisa.
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