Mi amigo Carlos y yo íbamos en trenes distintos, a ciudades diferentes, compartiendo chat. Esa misma tarde teníamos entradas para el teatro, pero, como buenos intelectuales despistados, las habíamos comprado sin mirar la hora. Ninguno iba a llegar a las 18:30 para ver una obra pequeñita, excepcional y a punto de clausurar su temporada. Eso sí, como whatsapperos adictos, nuestra prioridad no era la frustración por perdérnosla sino recolocar las butacas. Mensaje viene, mensaje va.
Lo consiguió Carlos, que me gana en casi todo lo bueno. De hecho, colocó mi entrada, aceleró el tren y consiguió entrar antes de que subiera el telón. Yo llegué a una casa vacía (los niños con sus custodias alternativas, Pablo en el teatro con Carlos, Noe, María e Isabel), me tiré en el sofá y me dediqué a los piñones. Ahí descubrí de repente que tengo alergia a los frutos secos. O igual es que no me sienta bien dejar plantados a mis amigos y somatizo.
Así que cogí Feliz final, el libro de Isaac Rosa que Pablo había comprado y colocado a la vista con un post-it: “La pareja es mi estado del bienestar. (¡No te rayes, que es una frase del libro!)”. “¡Maldito autónomo que vive de mi sueldo fijo!”, pensé. “Bendito novio –pensé también–, que aún me deja notas manuscritas”.
La alergia y yo empezamos a leer. “ El divorcio formaba parte de nuestras aspiraciones: creíamos que íbamos a ser Woody Allen, con 60 y un loft en Manhattan. Ahora no está tan claro que vayamos a tener ni pensión”. Eso dice Antonio, el protagonista de la novela. “Es más difícil acordar el reparto de la hipoteca que el de la custodia”, le contesté repitiendo una frase de mi abogada. “¿Cuántos divorcios caben en un sueldo?”, me contestó mi alergia. “A mí no me preguntes: solo tengo un hijo”. “Ya, pero…”. La conversación entre una novela, una enfermedad y un lector puede ser muy intensa.
“Reconocedlo, en cuanto empezáis a intercambiar mensajes con alguien, no tardáis en arrancar un juego de seducción…”. Con esa frase, y a mitad del libro, llegó mi novio, directo del teatro, sin haberse tomado una cerveza. Cariñoso, honrado, bueno, un par de escalones más abajo en su nivel socioeconómico que cuando lo conocí. Venía a cuidarme porque me intuía exhausta.
Mis amigos, que lo son desde la era “aW” (antes del whatsapp), no mandan mensajes cuando están juntos. Por eso esperaron al día siguiente para contarme, uno a uno que la obra era la mejor que habíamos visto en todo el año. “Habíamos”. En primera persona del plural. Me llamaron por teléfono para escucharme la voz, reírse de los piñones y saber que estaba bien. No hay whatsapp, por muy seductor que sea, que pueda igualar la felicidad que da hablar (y estar) con alguien a quien quieres. Era sábado. Teníamos sueño. Teníamos tiempo.
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