Cuando el 26 de octubre del pasado año tomo posesión de su cargo, con solo 37 años, Jacinda Ardern apareció como un rayo de sol en la sombría Nueva Zelanda. Su victoria se ha abierto camino desde entonces como una sucesión de optimistas excepciones: ha sido la primera ministra más joven en la historia de su país; la segunda mujer que daba a luz en el ejercicio del cargo (después de la primera ministra de Pakistán Benazir Bhutto, en 1990); y también la primera en el mundo que se cogía la baja por maternidad (durante seis semanas). Así que Jacinda Ardern entró a formar parte, de inmediato, junto con Justin Trudeau y Emmanuel Macron, del nuevo club de líderes jóvenes y progresistas, que están tratando de contrarrestar las oscuras arremetidas de Donald Trump contra el medio ambiente y el multilateralismo.
Además, su imagen es impactante. Vogue América escribió un artículo hablando de ella como la nueva “ anti-Trump” y lo ilustró con una foto donde aparecía vestida con un trench color crema en una playa rocosa [la misma que acompaña este artículo]. Estaba tan espectacular y glamourosa que en internet muchos lectores creyeron que era la foto publicitaria de una serie de detectives. Meses después, apareció vestida con un manto maorí de plumas en una cena de gala con la reina Isabel en Londres, en lo que acabó siendo un triunfo del estilismo como lenguaje diplomático y político. “Las princesas la miraban fascinadas en la cena –me dijo la pareja de Ardern, Clarke Gayford–. La rodearon y me sorprende que consiguiera salir de allí con su capa”.
Mientras la Jacindamanía barre el globo, en los Estados Unidos, donde una gran cantidad de mujeres –incluyendo un buen número de madres jóvenes– se están postulando como candidatas a diferentes cargos, Ardern ha sido aclamada como el ejemplo de lo que podría ocurrir en un escenario político donde la conciliación fuera posible.
De hecho, Jacinda Ardern ha demostrado que es capaz de gobernar un país y criar un hijo al mismo tiempo –sin niñera ni un anillo de matrimonio–. Su pareja es el atractivo Clarke Gayford, de 40 años, el presentador de un programa televisivo de pesca, que sonríe deliciosamente cada vez que le preguntan: “¿Jacinda picó el anzuelo?”. Él es el padre que se queda en casa cuidando a su bebé y que le muestra el camino a los hombres modernos. ¿Por qué nos ha costado tanto tiempo entender lo fácil que podía llegar a ser todo? ¿O no?
En realidad, todo parecía perfecto hasta que el pasado 3 de septiembre Ardern hizo su primer viaje oficial al extranjero, 11 semanas después de dar a luz, y la fantasía de una sencilla igualdad se evaporó. La primera ministra viajó al Foro de las Islas del Pacífico, celebrado en la isla de Nauru (Micronesia) [un encuentro clave para geopolítica regional], pero acabó reduciendo su estancia prevista de tres días a solo uno por problemas con la crianza. Voló en un avión distinto al de su ministro de Asuntos Exteriores, Winston Peters. Un avión oficial en el que pudo darle el pecho cómodamente a su bebé y que provocó las críticas de la prensa por los sobrecostes del viaje.
En ese momento, su hija tenía menos de tres meses, pero Ardern quería estar presente en la cumbre aunque tuviera que volar en mitad de la noche y regresar al día siguiente, porque todos los primeros ministros kiwi [como se conoce coloquialmente a los ciudadanos de Nueva Zelanda] consideran esta cita imprescindible. Además, con su presencia quería evitar que dijeran que había querido eludir el difícil debate con Australia sobre el ingreso de los refugiados en centros de detención.
Sus críticos dijeron que la primera ministra debería haber estado los tres días en el foro o haberse quedado en casa y delegado sus obligaciones en el ministro Peters, que estaba “más que capacitado para reunirse con todos los líderes mientras se tomaba unas copas de madrugada”, como dijo con ironía el presentador de televisión Duncan Garner.
Pero los miembros de su gabinete salieron a defenderla de inmediato. “La tripulación de ese avión iba a estar de servicio igualmente –dijo a la prensa el ministro de Finanzas Grant Robertson–. Si no se hubiese invertido dinero para ese vuelo, habría sido para otro”. Mientras Winston Peters, el ministro de Exteriores, me dijo que conocía el caso de un hombre en el Gobierno “con menos autoridad y estatus, que hizo lo mismo y ningún medio le criticó. La primera ministra debería ignorar a todos esos cobardes trolls”. Pero a Jacinda Ardern no se le da demasiado bien ignorar a los trolls.
Cuando llego a nuestra cita en su casa, me la encuentro de pie en la puerta, amamantando a su hija mientras le entrega un gran maletín negro a un ayudante. Parece angustiada por uno de esos momentos que ella llama: “Si lo hago, está mal; si no lo hago, está peor”.
Gayford, su pareja, está en la cocina, acunando al hermoso bebé envuelto en una manta de rayas blancas y azules. En una especie de guiño del destino, Neve, su hija, nació el mismo día que Benazhir Bhutto. Le pregunto por el episodio del avión. “Lo que más me sorprende es la fortaleza con la que me tomé todas las críticas, a pesar de que atravesaba un momento complicado. Pero sí que me molestó”, me dice, con sus vaqueros con rotos en las rodillas y un jersey ancho, mientras se quita de una patada sus peludas zapatillas de andar por casa y se sienta con los pies descalzos en el suelo del salón.
“En Nueva Zelanda somos muy cuidadosos con los excesos”, dice Ardern, que frecuenta tiendas de segunda mano. El país se ha resistido incluso a la invasión global de Starbucks. “Odio la idea de que alguien piense que no pongo extremo cuidado en lo que pagan los contribuyentes. Hago que mis ministros viajen a las reuniones en vans para que puedan ir juntos”. Fue ella quien, el mes pasado, paralizó una subida del 3% de su propio salario y del resto de miembros del Parlamento. “Quiero ser una buena líder, no una buena mujer líder –me dice–. No quiero ser solo conocida como la primera ministra que dio a luz”.
La residencia oficial de la primera ministra está en Wellington, pero la casa de Auckland, donde vive, es sorprendentemente pequeña. Donde nos sentamos, se ven prendas y mantas tejidas para el bebé enviadas por los neozelandeses y juguetes esparcidos por todas partes. Hay una caja llena de tarjetas de felicitación de parte de la reina de Inglaterra y de otros líderes políticos. Clarke Gayford acaba de cambiar el suelo y está trabajando en el sendero de la entrada. Igual que Melania Trump ha elegido el ciberbullying, la causa que el primer caballero neozelandés ha escogido es salvar los océanos. Ardern, que quiere enseñar a su hija el idioma maorí, tiene imanes con números maorís del uno al 10 en la nevera y le ha puesto como segundo nombre a la niña Te Aroha.
La pareja se conoció cuando el periodista se puso en contacto con ella por un tema relacionado con su distrito electoral –un reglamento que preocupaba a Gayford porque, según él, podía erosionar la privacidad–. Ambos compartían su pasión por pinchar música y el mismo sentido del humor algo extraño. De hecho, ella le tomó el pelo durante una entrevista televisiva que les hicieron juntos y en privado suele llamarle Hukleberry Finn. Cuando un comentarista escribió una columna en tono grosero calificando al esposo de la primera ministra como una “foca hipster”, él tuiteó un selfie sosteniendo un pez y escribió: “Comida”.
Le pregunto a Ardern si le sorprende que todavía no haya habido una mujer presidenta en Estados Unidos y dice que sí. “Pero me sorprendió igualmente el debate sobre el sistema de salud universal. Esto es algo que aquí no se cuestiona”. A pesar de su cultura de cerveza y rugby, Nueva Zelanda es un país más progresista que Australia, donde sus líderes femeninos hacen cola para denunciar el sexismo y el acoso.
Aotearoa, el nombre maorí de Nueva Zelanda, está celebrando estos días 125 años del sufragio femenino y Jacinda Ardern es su tercera primera ministra. Pero ella dice que todavía queda mucho por hacer: “Hoy he recibido esta carta de una joven y ya le he respondido –me explica–. Se quedó embarazada en la misma época que yo y notó que su jefe era más proclive a ser flexible, porque vio en su entorno directo un creciente interés en asegurarse de que las mujeres pudieran tener hijos y permanecer en sus puestos de trabajo. Y pienso que si solo he contribuido a crear un clima de solidaridad hacia otras mujeres embarazadas en el trabajo, ya he conseguido algo. Pero sé que hay muchas que lo siguen teniendo difícil”.
Jacinda quiere demostrar que las mujeres son capaces de dirigir con un estilo diferente, que no se encierran en ese molde narcisista y desafiante de los hombres políticos. “Una de las críticas que me han hecho más a menudo es que no soy lo suficientemente agresiva o asertiva. Dicen que soy demasiado empática, que es una forma de decir que soy débil. Pero me rebelo totalmente contra la idea de que no se pueda ser las dos cosas al mismo tiempo: empática y fuerte”, asegura.
Ella creció en una ciudad de campo, su padre era detective de policía y granjero. Así que desde niña aprendió a manejar herramientas y a conducir un tractor. Sabe hacer cosas con las manos, pero además presume de ser una “empollona” a la que le encanta leer los informes de 500 páginas que le pasan cada noche.
Otro día, cuando fui a entrevistar a su pareja, me encontré en la casa con la madre de Jacinda, Laurell, que estaba ayudando con el bebé. Ardern fue criada en la religión mormona, pero abandonó la fe cuando tenía 20 años por su defensa del matrimonio del mismo sexo. Este año ha sido la primera vez que una primera ministra de Nueva Zelanda ha participado en la manifestación del Día del Orgullo Gay.
Laurell Ardern dice que el optimismo de su hija floreció muy temprano. Con ocho años, creó un Happy Club para chicas infelices de su clase, con normas como decir cosas bonitas a las demás. Su sentido de la justicia social también apareció pronto. Su madre recuerda que cuando tenía 16 años y trabajaba como cajera en una tienda de alimentación, puso dinero de su propio bolsillo cuando a un cliente no pudo pagar.
Su luminosidad contrasta con la mentalidad apocalíptica propia del país, que se ha convertido en el destino fetiche para miembros de la élite de Silicon Valley como Pete Thiel [fundador de PayPal], obsesionados con refugiarse del fin del mundo en la tierra de El señor de los anillos. [En los últimos años se han construido búnkeres de supervivencia en Nueva Zelanda para refugiarse de una hipotética guerra nuclear o biológica]. El asunto de la especulación inmobiliaria ha llegado a ser tan preocupante que el Parlamento acaba de aprobar una ley para evitar que los extranjeros compren casas y desplacen a los compradores locales.
El pasado año, Ardern se reunió con Donald Trump en la Cumbre del Este de Asia, en Vietnam. Y, al parecer, al principio él la confundió con Sophie Trudeau, la primera dama canadiense. Cuando se dio cuenta de quién era, le dijo entre risas a alguien que estaba cerca de ella: “Esta señora ha causado un montón de problemas en su país”. Jacinda le contestó también con humor y en voz alta: “Bueno, al menos nadie salió a la calle a manifestarse cuando fui elegida”. Lo que no le dijo es que ella misma se había unido a la marcha global de mujeres el día después de su toma de posesión.
Desde sus inicios, Ardern ha estado comprometida con el liderazgo moral. Así que no me resisto a preguntarle qué le pareció la explosiva pieza que apareció en The New York Times sobre la “amoralidad” de Trump, donde uno de sus colaboradores hablaba anónimamente sobre su tendencia a maltratar a sus aliados y flirtear con sus enemigos. Con diplomacia, me responde elusivamente: “Bueno, hubo un tiempo en que las cosas eran mucho más predecibles de lo que son ahora”, pero dice que no tiene miedo, porque cree firmemente en los propios controles del sistema norteamericano.
Semanas después de nuestra entrevista, la primera ministra volvería a subirse a un avión para acudir a la Asamblea General de la ONU en Nueva York, con su hija Neve y Gayford como parte de su séquito. En su agenda, más de 40 actos durante siete días. En su discurso, su rechazo a dos puntos centrales de la política del gobierno Trump: el aislacionismo y el rechazo a las minorías. El presidente norteamericano suele ponerle apodos a quienes provocan su ira. Le pregunto si cree que saldrá de la ONU con alguno... “Uff, me han puesto tantos a lo largo de mi vida. Sería duro –dice entre risas–. En mis inicios me llamaban Socialista Cindy. Y, la verdad, odiaba que me llamaran Cindy”.
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