Lady Gaga no llegó Festival de Cine de Venecia: flotó hacia él. Una afrodita plateada naciendo de las olas, con unos stilettos negros que rozaban grácilmente la superficie del agua. En realidad, llegó al certamen que se celebró el pasado mes de septiembre en uno de esos taxis acuáticos que sirven para trasladarse en la ciudad italiana. La imagen de la cantante aproximándose por el canal -colgada precariamente de la barandilla del bote, vestida con un little black dress, las piernas cruzadas, el cabello recogido en tres moños como una corona de cruasanes, una rosa roja en la mano, un montón de besos en la otra- se convirtió rápidamente en un meme viral.
Por supuesto, ella no podía llegar caminando a la premier de "Ha nacido una estrella", el filme que la ha convertido en una de las estrellas de este 2018 y que podría significar su primera nominación a un Óscar. El próximo 22 de enero sabremos si lo ha conseguido, y el 24 de febrero, si se lleva la estatuilla a casa, aunque las apuestas ya la sitúan entre las favoritas.
En cuestión de horas, internet se llenó de comparaciones entre la foto de Gaga llegando a la Fenice y viejas imágenes del Hollywood clásico, incluidas las de Marilyn Monroe enfundada en un bañador negro. Cuando, al día siguiente, ella y Bradley Cooper, coprotagonista y director de la película, llegaron de la mano a otra proyección, ella llevaba un vaporoso vestido... el tipo de vestido para pararse sobre la ventilación del metro. Así completaba el guiño.
Pero no nos hagamos los sorprendidos. Lady Gaga es la suma sacerdotisa de las grandes entradas, la santa patrona de los gestos operísticos. Durante la década de fama global que ha protagonizado, nunca se ha conformado con "entrar" en una habitación. Ella tiene que descolgarse atada a un cable, como si fuera una araña cubierta de diamantes. O atravesar la puerta cojeando, con muletas, vestida de robot fashionista. Gaga se ha descrito a sí misma como " un espectáculo sin pausa", pero parece más apropiado describir su carrera como una gloriosa serie de oberturas. Su telón siempre está levantándose. Puede que ahora sea considerada una actriz seria, pero en ningún momento ha perdido su sentido del espectáculo.
Cuando conocí a Lady Gaga, días después de su presentación veneciana, ella seguía en modo Marilyn. Después ver su cruda y descarnada interpretación, me sorprendió cómo se deslizaba sobre sus tacones de aguja. Para quienes no hayan visto la película, su personaje, Ally (con la cara lavada y el pelo desaliñado de color barro), es una camarera frustrada que hace tiempo dejó atrás sus sueños de compositora y se ha conformado con tocar versiones una vez a la semana en un bareto. Una noche, Bradley Cooper, en el papel de la alcoholizada estrella del rock Jackson Maine, entra en busca de la última copa y descubre a una musa: se queda prendado de su interpretación de La vie en rose, vestida de Edith Piaf, con unas cejas muy delgaditas hechas con celo.
Bradley Cooper me contó que fichó a Gaga tras verla cantar esa canción en una gala benéfica. Solo un día después, fue a su casa para ver "si había química". De inmediato, empezaron a compartir historias familiares (ambos tienen origen italiano y nacieron en la Costa Este) y comieron espaguetis en la terraza. "La luz del sol le cubría la cara -me dijo Cooper-. Era tan carismática, tan cálida, que pensé: "Si ella saliera justo así en la película, si no hubiera nada más, funcionaría".
Ahora, mientras recorremos su casa, Gaga se muestra tan opaca como transparente era Ally. Habla pausadamente y de manera entrecortada, como si a través de una sesión espiritista el agente de una vieja estrella de cine le hubiera aconsejado mostrarse enigmática y recatada. Llegamos a una pequeña estancia con paredes blancas y techos de seis metros de alto que parece el almacén (vacío) de una galería de arte. "Es como una cámara de eco", me explica. Entonces le pregunto por la acústica del lugar, en parte por educación y en parte porque intento agarrarme cualquier tema de conversación que se me ponga a tiro. Ya sea porque es de verdad tímida o porque está actuando como si lo fuera, hasta el momento no he conseguido sacarle más de dos palabras a un volumen normal.
Y en ese momento, de repente, empieza a cantar. A capella, de improviso, voce forte, los brazos abiertos como un pájaro a punto de alzar el vuelo, la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto su garganta. Y lo que canta es Shallow, la canción que co-escribió para Ha nacido una estrella y que se ha convertido en el tema de la película. El tema suena cuando una insegura Ally sube por primera vez al escenario con Jackson, un momento que Gaga interpreta con increíble contención. Es difícil imaginarse a una artista como ella no desbordándose en el escenario.
En la sala donde estamos, su voz hace temblar la habitación. Todo su cuerpo vibra mientras canta con los puños apretados y los ojos cerrados. Cuando vuelve en sí, Gaga luce beatífica, casi iluminada. Ha contestado a mi pregunta de la forma más precisa: la acústica es, en efecto, maravillosa.
Ha nacido una estrella no fue creada para lanzar al estrellato a una desconocida. Por el contrario, siempre se ha considerado una historia para ser interpretada por una estrella famosa. De hecho, es la razón por la que la franquicia ha funcionado hasta en cuatro ocasiones: viene con una póliza de seguros incluida.
En 1937, cuando Janet Gaynor se metió en el papel de la granjera/aspirante a estrella Esther Blodgett, en la primera versión, la actriz buscaba su regreso a las pantallas, pero ya había sido una leyenda del cine mudo. De hecho, fue la primera ganadora del Óscar a mejor actriz en 1928. Judy Garland, que interpretó a Esther en 1954, era actriz de los estudios Warner desde los 17 años y mantenía su estatus a base de anfetaminas, barbitúricos y halagos. Y cuando el papel fue asumido por Barbra Streisand, en 1976, ella también había ganado un Óscar.
Por eso, este papel protagonista es tan seductor para divas que quieren explorar los límites de su fama (y lo que tuvieron que soportar para alcanzarla). Las actrices, caracterizadas como versiones más jóvenes de sí mismas, tienen que afrontar sus errores del pasado y luchar contra sus miedos más profundos.
Pero la idiosincrasia neoyorquina de Gaga, le ha dado al papel un sabor distinto. Mientras Janet Gaynor modelaba una aspirante pura y robusta, Garland la dibujaba como una valiente trovadora con corbatita de lazo y Streisand como una prima donna listilla enfundada en ponchos de colores, Lady Gaga se muestra más desencantada y consciente. Cuando Bradley Cooper le ofreció el papel, le dijo: "Piensa que así serían las cosas si tuvieras 31 años y no hubieras triunfado". A ella no le costó personificar el hambre desmedida de quien está predestinada a ser famosa. Sabe exactamente qué tiene que hacer y lo que significará para su carrera. Y no duda.
Es difícil señalar el punto exacto en el que nació Lady Gaga, la superestrella internacional. Una vez pasado cierto nivel de fama, los orígenes de una estrella del pop adquieren carácter mitológico. "Es como una compulsión dentro de mí", dice, sentada en una silla giratoria en el estudio de su sótano, cuando le pregunto qué es lo que la mueve a ser artista. Tiene los tobillos cruzados, la espalda recta y las larguísimas uñas color rosa entrelazadas en el regazo. "Pero no tengo idea de dónde viene ese impulso, salvo que sea de Dios... ¿Cómo saberlo?".
Lo que sí sabe es que, en algún momento, empezó a sentirse libre: libre para abandonar su nombre real (Stefani Joanne Angelina Germanotta), libre para convertirse a sí misma en un acontecimiento, y libre para abandonar todas las viejas "pieles" en las que hasta ahora ha habitado.
Los inicios de su carrera podrían resumirse en este lema: "Mirad lo libre que soy; mirad lo libres que podéis ser". Eso es lo que vendía con 21 años, con sus maxi moños de color platino, sus gafas gigantescas y sus hombreras con forma de rascacielos. La misma resolución que la llevó -a ella, que había crecido en el Upper West Side neoyorquino, asistido a una escuela católica para chicas y recibido clases particulares de piano-, a mudarse al centro de Manhattan en 2004; primero para estudiar Arte Dramático en la Universidad de Nueva York (lo dejó al segundo año) y luego para cantar en los garitos del Lower East Side mientras mandaba maquetas con sus canciones a las discográficas.
Por esa época, Gaga leyó un libro de Andy Warhol y se dio cuenta de que lo que la mayoría de la gente quiere, cuando sueña con la fama, no es necesariamente riqueza y poder, sino la posibilidad de romper sus límites, la capacidad de poder cambiar. ¿Qué tal si empieza por crearse un personaje que personifique lo fluido? ¿Qué tal si decide no usar la misma ropa dos veces? ¿Si nunca da una entrevista sin estar caracterizada? ¿Y si, además, no reclama ser el paradigma de la autenticidad creativa?
Lo cierto es que su obsesión inicial por la impostura predijo la doble vida que todos vivimos: nuestras simultáneas existencias como personas de carne y hueso y como avatares virtuales, con vidas propia en las redes sociales. Pero en lugar de asumir esas identidades como compartimentos estancos -la persona real y su fachada-, ella puso sobre la mesa la idea de que, en un mundo fracturado como el nuestro, liberarse de las propias ataduras era una forma de adaptación. Puedes ser alguien sometido a las reglas y un outsider al mismo tiempo. O una persona y un extraterrestre. Todo su proyecto era un ballet en technicolor, una alucinación transparente. ¿Y qué creen que sucedió? Pues que vendió muchos discos (27 millones, para ser exactos) y que ganó muchos premios (seis Grammys, entre otros galardones).
Podría decirse que, a lo largo de la última década, ha movido todo el aparato del pop hacia cotas de "rareza" nunca antes vistas. Su influencia está en todas partes: ella abrió las puertas para que otras cantantes ofrecieran una imagen cada vez más escandalosa (Miley Cyrus desnuda, colgada de una bola de demolición; Katy Perry con un sujetador con rifles; Sia viviendo bajo una peluca). Pero su temprano maximalismo empezó a perder su eficacia para mantener el diálogo cultural que había iniciado. En 2011, Adele, con su disco 21, marcaba una nueva línea de austeridad: para vender 11 millones de discos solo tuvo que subirse al escenario y cantar sobre corazones rotos.
Gaga decidió dar un nuevo giro. Y otro, y otro y otro. Grabó un disco de jazz con Tony Bennett. Y luego firmó un chirriante y metálico albúm, Artpop, que fue un fracaso porque no conectó con su audiencia (vendió menos de un millón de discos).
Así que, cuando cumplió 30, publicó un quinto albúm mucho más intimista. Se llamaba Joanne por una tía suya, hermana de su padre, que murió de lupus siendo muy joven, 11 años antes de que la artista naciera. Lo promocionó con camisetas desgarradas y sombreros de ala ancha. Y tocó en locales pequeños antes de pisar de nuevo el escenario de un gran auditorio. También se lanzó a grabar un documental para Netflix, Gaga: five foot two, una mirada en clave reality de su día día, mientras se preparaba para su ya célebre actuación en la final de la Super Bowl. En el filme, Gaga habla de los dolores que sufre por una fibromialgia con la que ha luchado en silencio durante años. El documental muestra a una diva casi sin vanidad, con el pelo sucio y la cara lavada. Se convierte así en Gaga la vulnerable, el alma sensible.
Pero no, no ha abandonado los grandes espectáculos. De hecho, en otoño estuvo en Las Vegas con el incendiario Enigma, aunque con Ha nacido una estrella ha iniciado una especie de conversación más íntima con su audiencia. Una conversación sobre el talento y la ambición, es decir, sobre su propia trayectoria.
Aún así, Ally es su creación más humana. Nos muestra sus miedos, sus lealtades y su destrozado corazón tras la tragedia. Algo radicalmente distinto a lo que significa salir a un escenario vestida como la holografía de un teleñeco. Aunque interprete a otro personaje, en la película la cantante hace una exploración de autoficción a gran escala.
Gaga compró esta excéntrica propiedad donde nos encontramos, y que había pertenecido a Frank Zappa, no como una casa en la que vivir en Los Ángeles -ya tenía una lujosa villa en Malibú- sino como lugar de retiro. El centro neurálgico de sus trances creativos. Un sitio para pintar y componer. Dice que está componiendo como loca, en un gran piano blanco... pero literalmente: escribe la melodía en la superficie del piano con un rotulador negro. Y aquí ha diseñado su espectáculo en Las Vegas, junto a su equipo creativo. Como un comité militar que planeara una última ofensiva.
El estudio donde ha cantado Shadow es su santuario y una de las razones por las que pensó que tenía que comprar la propiedad. Por eso se esfuerza por preservar cada una de sus rarezas: unas viejas puertas de submarino (con ojos de buey), un mural con un dragón gigante, el suelo de la biblioteca pintado para que parezca un estanque de lirios... "Amo el intrincado caos de este lugar", asegura.
A la cantante le gustan las subastas -compra objetos icónicos, creados por personalidades icónicas-. Por eso, mientras recorremos la casa, no puedo dejar de pensar que estamos dentro de una gigantesca colección de cultura pop. En 2012 adquirió los 55 objetos de un archivo privado de Michael Jackson, incluyendo la chaqueta de cuero con la que aparece en Bad. Ese año también compró un vestido de seda de Alexander McQueen.
Gaga es una artista de la reinterpretación y el remix, especialista en traer a sus ídolos a su órbita. Una vez dijo que toda su carrera "era un tributo a David Bowie". Pero en realidad su carrera parece más bien un homenaje a todas las maneras en las que una persona puede ser monstruosamente famosa: quiere usar cada disfraz, cada estilo, vivir cada forma del estrellato hasta el extremo. Por eso, si la idea era convertirse en estrella de cine, no podía aceptar cualquier papel o cualquier película. Tenía que inscribir su nombre en un linaje.
Cuando era pequeña, me cuenta, veía El mago de Oz una y otra vez, convencida de que Judy Garland era la mayor estrella del mundo. "Judy era enorme. Había una vulnerabilidad en sus ojos y en su forma de hablar que la hacía muy especial. Todo lo que yo quería era ser como ella". Ahora está, literalmente, siguiendo sus pasos. Esta tarde me ha mostrado un habitación que sigue vacía a la espera de una fotografía gigante de su propia cara. Tiene cuatro metros de alto y, claro, un marco dorado. "Fue un regalo de Bradley. Es el último encuadre de la película. ¿Te acuerdas de la escena?".
Se refiere al momento en el que Ally está parada en el escenario del Shrine Auditorium -donde Judy Garland filmó también la escena final de su versión-, en un atardecer frío y azulado, a punto de cantar en homenaje a su marido. Y empieza tímidamente a explicar que va a cantar la última canción que Jackson compuso para ella. "Con vuestra ayuda, tal vez consiga terminarla", dice. Mientras avanza, su voz crece y se convierte en un torbellino. Un tour de force interpretativo y también una suerte de armoniosa suma de todas las mujeres que han representado ese papel. Cuando termina, una única lágrima rueda por su rostro. Mágicamente, el momento evita lo cursi: la lágrima no solo parece verdadera, sino necesaria. Al ver esa escena, me entusiasma descubrir lo que es capaz de hacer Gaga, no solo por el personaje, sino por ella misma.
Poco después le pregunto qué nueva fase nos espera. Porque tiene un nuevo disco en camino y está recibiendo un montón de guiones para una nueva película. Pero no quiere hablar de eso. Más bien sonríe, enigmática. "Seguramente se aproxima una nueva metamorfosis", dice después de un rato.
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