actualidad
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Hace dos años, hombres iracundos como Nigel Farage y hombres despeinados como Boris Johnson arengaron el Brexit. Estaban convencidos de que un referéndum sería tan eficaz (e inocuo) para henchir corazones como la final de un Mundial.
Pero sus plegarias fueron atendidas y, contra todo pronóstico, 17 millones votaron por una ruptura con Europa... sin dolor. Es decir, el unicornio.
A la mañana siguiente, algunos políticos con resaca, conscientes de que hay promesas de amor que nacen fraudulentas, dimitieron. Y May, la mujer que nunca se ha concedido un gramo de poesía, asumió el papel que nadie quería: el liderazgo de la decepción. La gestión de daños. El Brexit, sí; el unicornio, no.
Hija de un pastor anglicano, licenciada en Oxford, casada con un compañero de estudios con el que no tuvo hijos, diabética y la ministra de Interior que más años ha estado en el cargo, May es agradable (nice), racional e inflexible.
Su fuerte no es la seducción, sino la negociación. El equilibrismo. Y, sobre todo, el sentido de la responsabilidad. Hoy, con enrocados hombres grises a un lado y otro del Canal de la Mancha, ¿sabrá que haga lo que haga, y diga lo que diga, el Brexit ya es un suicidio? Si quieres otro día hablamos de sus zapatos. Hoy, no.