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Cuento de Navidad: Espido Freire se mete en la piel de María Antonieta

La escritora Espido Freire recrea los pensamientos de María Antonieta desde su escondite favorito en Versalles: La Casa de la Reina. Una villa rústica que ha sido restaurada gracias al mecenazgo de Dior y donde el personaje sueña, ajena a su trágico destino.

Ilustración de las sedas amarillas del gran salón... Maria Antonieta solo pudo disfrutarlos durante tres años antes de ser decapitada. / maite niebla

espido freire

Qué paz. Se diría que no hay nadie en Versalles. Los pasillos de suelo ajedrezado se encuentran desiertos. Solo el resplandor dorado de las velas reflejadas en los espejos ilumina el palacio.

Esta noche les gusta mucho a los niños, porque les dejamos quedarse despiertos hasta la Misa del Gallo, y presencian nuestra cena, con todos los candelabros encendidos, el servicio de plata del rey Luis XIV, y el pavo que él puso de moda en el centro de la mesa. Madame Royal, mi hijita, ha luchado valientemente contra el sueño, pero al final ha cabeceado sobre el hombro de su aya. Que te bendiga el Niño Jesús, le he susurrado, antes de que se la llevaran.

¿Por qué no me puedo ir yo también a la cama? Fuera, al otro lado de los cristales, sobre las fuentes y los bojes recortados, se acumula la escarcha y no me apetece acudir a la solemne misa de Navidad, con su pesada música sacra. Pero en esta corte se vive para los demás, en una representación constante. De manera que Luis y yo acudiremos, los dos de mala gana, a presidir la misa en la capilla, sin permitirnos ni un gesto espontáneo.

Si con solo desearlo los días se alargaran y nos encontráramos de nuevo en la primavera, en el verano… El año pasado apenas pude disfrutar de mi aldea y del aire libre porque el clima fue pésimo. Solo pude pasear alrededor del lago en algún rato suelto, y una tarde organizamos una lectura informal.

Ilustración de Maria Antonieta. / maite niebla

Yo interpreté algunos fragmentos de Racine, y mi cuñado el conde D’Artois leyó a nuestro favorito, Rousseau, que nos tiene fascinados. Mi madre me escribía constantemente: “Lee, Toinette, fórmate, Toinette…”. Bien, Toinette es ahora la reina de Francia, y quizás no sea una erudita, pero no lo está haciendo tan mal, mamá.

Siempre he vivido a destiempo: de jovencita recién casada tuve que comportarme como si fuera una anciana; cuando me convertí en reina, pude por fin divertirme; y ahora, que soy madre, vuelvo a la niñez de la mano de mis tres soles.

No crucé una palabra con mi marido durante mi noviazgo, tardé siete años, noche tras noche, en perder con él mi virtud, y en cambio ahora nos queremos tiernamente; no podría soñar con un compañero mejor que mi torpe, miope, bondadoso y fiel Luis.

Qué paz. No sé si me gusta tanta paz… Me pone nerviosa. Solo me siento a gusto con el silencio y el sosiego en mi hameau, en mi deliciosa aldeíta. Para el resto de mi existencia prefiero el ruido, la agitación, los lugares divertidos. Lo que para mí, y para todo el mundo, se encierra en la palabra París.

Nuestros consejeros me advierten de que lo que conozco de París (la Comedia Francesa, los bailes de máscaras, la Ópera) no es realmente París. Me animan a que entre en una casa burguesa, a que acuda a un hospital o a un mercado, por lo menos. Siento muchísima pereza, pero les haré caso. Al fin y al cabo, aquello a lo que mi corazón me inclina es a la sencillez y la verdad. Ahora que ya he cruzado los 30 años, es el tiempo de la discreción, la moderación…

Claro que me apasiona el juego, las cartas del lansquenet o el faraón, aunque pierda a menudo. Por supuesto que me gusta la gente, pero cada vez menos, y cada vez por menos tiempo. Mi único miedo es a aburrirme. Sigo disfrutando como una niña cada vez que Madamoiselle Bertin me sorprende con un vestido nuevo, y eso es casi cada día, porque su imaginación no tiene límites. Las joyas son, para mí, la manera que tiene Dios de decirnos que somos su creación predilecta.

Y mi peluquero, el maestro Leonard me hace feliz con algo tan sencillo como unos polvos aromáticos para el cabello, o unas florecitas de gasa que parecen una cascada de nomeolvides. Todo eso es hermoso y me ha mantenido entretenida por muchos años, pero comienzo a hartarme de este lujo un poco pasado de moda. Es algo que he heredado; además, nunca fue mi voluntad vivir así.

Soy más feliz en mi aldea, donde la madera de limoncillo sustituye al mármol, en salas pequeñas desprovistas de solemnidad. Allí, tan cerca de este Versalles fantasmal, se reflejan la gracia y la inocencia de las que habla Rousseau. Quiero que ese lugar encantador se convierta en mi legado, en el sitio en el que piensen cuando pronuncien mi nombre. Así se lo indiqué al arquitecto Richard Mique, que es un ángel capaz de leer mis deseos y mis pensamientos. Nada pesado, nada formal. Le pedí que trabajara con el pintor Hubert Robert. ¡Así era, exactamente, como deseaba sentirme, dentro de uno de los caprichos de Robert, entre las ruinas que pinta y en esos paisajes que parecen copiados de un sueño amable!

Ilustración de la Casa de la Reina Maria Antonieta, el corazón de la aldea de inspiración normanda. / maite niebla

Por primera vez en mi vida no desfilo ante la corte y su mirada glacial, sino que paseo por un jardín que puedo contemplar desde un mirador. Claro que para ello han tenido que construir un par de colinas y una rocalla tan à la mode, un lago artificial y riachuelos al estilo chino, serpenteantes entre la hierba, pero ¡es tan hermoso! Hasta mis detractores me reconocen eso, un gusto impecable.

Madame –me dice Mique–, vos no vais a la moda. Vos creáis la moda”. Es posible que sea cierto. En ninguna de las cortes europeas han concebido nada similar. Mi hameau es único, un universo de delicadeza, una muestra del nuevo mundo que está por llegar.

En mi pequeña aldea hay un molino casi de juguete, que muele el grano que luego se hornea en la cocina (nada huele como el pan recién hecho) y junto a él se eleva un palomar lleno de arrullos. Varios cisnes parecen pintados sobre el agua.

Las ovejas y las vacas más bonitas de toda Francia (son vacas suizas, digamos la verdad, pero lindísimas, Brunette y Blanchette) me regalan su leche, para que podamos elaborar queso mi querida Madame Polignac y yo. Ya no juzgo la naturaleza de un hombre hasta que no le veo trabajar con sus propias manos.

En ese entorno rústico, idéntico a una aldea normanda auténtica (una de las que debo visitar, no se me olvide, este año) me hago una mejor idea de cómo son, cómo se mueven y qué les incomoda.

Aquí no hay más vajilla que la humilde porcelana de Sèvres en la que como, con su diseño casi pastoril; cogemos ramos de flores del camino, nubes de dientes de león, o de violetas, y mi hija adorna con lazos azules los cuellos de las blanquísimas ovejas.

Veo desde la distancia las casitas, con sus paredes desconchadas y los puentes sobre el lago y me cambia la expresión. El agua copia fielmente su reflejo; dos aldeas, la que se alza sobre el lago y la que habita en su interior.

A veces, los hombres pescan. En ocasiones, quien trae algo a la mesa es mi cuñado, el conde D’Artois, y en otras quien vence es el guapo conde Esterhazy. En las chimeneas ennegrecidas por el humo cocinan a la brasa esas truchas, o percas, o lo que sean, que luego comemos al aire libre, raras veces en el comedor.

Y bajo esos tejados de paja, vestida con una muselina ligerísima, que me alivia de los pesados trajes de corte –esa robe en chemise que tanto ha escandalizado a los quisquillosos puritanos, pero que ahora me copia todo el mundo–, me siento ligera y libre. Me siento una reina.

Si el sol es muy inclemente, entramos en mis aposentos del hameau, en la Casa de la Reina, con sus balcones delicados, y su escalera de caracol, y allí jugamos al billar, o bebemos champagne, recostados en los canapés de seda, o echamos una partida de cartas en la sala amarilla. Esa sala es perfecta; copia la claridad del sol cuando asoma en París y tiñe el cielo de un azul profundo.

Algún día el ser humano entenderá que si nos alejamos de la naturaleza, sufrimos. Sé que esta época de artificiosidad pasará y todos viviremos de manera más sencilla. Comeremos productos naturales, vestiremos prendas simples, disfrutaremos de nuestro propio huerto.

Yo he sido la primera en marcar ese camino. Los espejos de mi pequeño tocador me recuerdan que casi no llevo maquillaje. Si me siento cansada, mi cuarto alberga una cama de día, con un dosel verde agua tan logrado que me hace sentirme una ondina. A mis enemigos, claro está, no les gusta mi aldeíta, porque en ese entorno informal escojo mi compañía, en lugar de verme obligada a soportar rostros que detesto.

Allí no puntúa su rango ni su apellido; allí las docenas de damas, los centenares de guardias carecen de sentido y les obligo a preguntarse, por lo tanto, ¿para qué sirve mi cargo? ¿Qué lugar ocupo? Aducen su precio como excusa, pero la mayoría gasta mucho más que yo.

Estoy aburrida de intrigas. Si no hiciera tanto frío y la aldea, fiel a su realismo, no fuera ahora un lugar helador, me encantaría pasar lo que queda de las navidades allí, hasta el día de Reyes. Asaríamos castañas en el hogar, un venado giraría en el asador sobre el fuego, me prepararían caldo muy caliente que bebería a sorbitos, los niños visitarían a las ovejitas.

En esta época la tierra duerme, las horas son cortas y oscuras, todo se mantiene a la espera. En unos días comienza un nuevo año que sin duda será glorioso para Francia y para sus reyes. Esta primavera volveré a la aldea. Quisiera que la paz que cubre Versalles esta noche de Navidad me acompañara el resto del año, el resto de mi vida.

20 de enero-18 de febrero

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