Si, como yo, fuiste criada por hippies -y, por supuesto, no hay estadísticas oficiales sobre cuántos de nosotros lo fuimos ya que, obviamente, los hippies no se suelen preocupar por registrar a sus hijos en el sistema-, sabes que esas tempranas influencias en realidad nunca desaparecen. No importa cuánto hayas intentado reprimirlas.
Durante los últimos 20 años, he rechazado mi educación hippie y abrazado la cultura moderno-consumista-occidental porque, reconozcámoslo, no hay punto de comparación: ser una moderna-consumista-occidental es una pasada, comparado con vivir una vida vegana, orgánica, macrobiótica y entregada al reciclaje. ¿Sabéis lo que solían llevar en la bolsa de la compra los hippies con principios en 1997? Hambre y coherencia.
En cambio, solo un año después, cuando renuncié triunfalmente a mi hippismo hereditario, mi bolsa iba por ahí llena de panini precocinado, bollos y algo parecido a la leche, todo en envases de plástico que podía tirar 10 minutos más tarde sintiéndome como dios. Porque resulta que, si abandonas totalmente tus principios, se abre para ti todo un mundo de disfrute y ligereza en el que... ¡nada de lo que hagas genera culpa o consecuencias! Es genial.
Peeeero parece que, con el tiempo, tu ADN tiende a reaparecer tozudamente para aguarte la fiesta. Y recientemente, mi hippie interior ha resurgido y no tiene intención de largarse. La primera advertencia fue un repentino anhelo por las campanillas de viento. Los hippies aman esas campanas en forma de palitos que quedan tan bien en las cabañas (y en las tiendas chinas). Son como un instrumento tocado, literalmente, por el viento. La casa de mi infancia estaba llena de ellas. Aunque a veces, paradójicamente, los tubos no soportaban el ímpetu de tan apasionado instrumentista y caían, haciendo un ruido como de percusión. Sí, el sonido de una campana de viento colapsada existe en los corazones de todos los niños hippies. Y ahora me veo añorando ese ruido que hacían al caer. ¡O que se me caiga uno en la cabeza cada vez que abro una ventana! ¿Cómo es posible que eche de menos algo así?
"¿Estás loca? No se puede tener esos chismes de viento en un ambiente urbano! -me dijo hace poco mi marido, mientras yo acariciaba hipnóticamente unas campanillas particularmente grandes en una tienda de jardinería-. ¡Es antisocial! Son solo una constante y disonante contaminación acústica para los vecinos y solo los ermitaños deberían poder comprarlas". Así que tuve que renunciar a las campanillas... temporalmente. Porque cuando mi marido muera, estaré triste, pero también pasaré el día de su funeral pidiendo por internet unas 30 campanillas de viento. Y lo admito, su estruendo arrítmico será el único consuelo para mi pérdida.
En fin, que esa discusión por las campanillas parece haber abierto las compuertas del hippismo soterrado en mi vida. Ahora quiero enredaderas en soportes de ganchillo, estanterías para airear mi kefir casero fermentado y "necesito" un jardín con macetas hechas de neumáticos viejos y palés. Como vivo en el norte de Londres, estoy rodeada de asombrosas pastelerías... que no me sirven para nada, porque lo que yo realmente necesito es un pan de plátano casero, pesado y poco cocido, que incluya el 90% de las golosinas hippies. Y claro, cuando compro, compro todas esas cosas. Alucina, vecina, que hasta llevo estoy llevando mono vaquero y me tiño el pelo con henna. Así que hasta mis raíces han vuelto a sus raíces.
Pero es que todo ha cambiado. Hace 10 años, yo pensaba que cuando las niñas se fueran de casa, yo me iría a vivir a Nueva York, a una casa de piedra rojiza en Greenwich Village, donde viviría drogada con el neón de Manhattan. Ahora, sin embargo, me hace ilusión ser propietaria de un suministro propio de agua y tener espacio para paneles solares. Porque, aunque me cueste reconocerlo, mi maldito padre hippy tenía razón. Me cabrea, pero así es. Hizo que nuestra infancia fuera miserable machacándonos con que la civilización occidental sería un fracaso y preparándonos para el fin del mundo mientras yo pensaba: "Jo, papá, relájate. ¡El britpop está ocurriendo ahora mismo! ¿Qué puede salir mal?". Y ahora que tengo su edad, crece la extrema derecha y la alargada sombra post-brexit se cierne sobre nosotros, me resulta especialmente atractiva la idea de ser una vieja hippie con un huerto en las montañas y unas cuantas cabras que criar.
Los hijos de los hippies siempre nos quejaremos de nuestros padres hippies: de cómo van de autosuficientes por la vida, de cómo son solo un producto demográfico de la posguerra y de lo odioso que es que hablen de Joni Mitchel con un "Joni", a secas, como si tuviesen una relación personal con ella. Pero va a ser que esos locos amantes de las campanitas de viento no iban tan desencaminados. En nuestros tiempos ya puedes conseguir sopa de miso, un bocadillo vegano y vasos reutilizables en cualquier barrio. Así que puede que todos seamos más hippies de lo que creíamos.
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