actualidad
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La adolescencia es una etapa llena de grandes decisiones. Comenzando por las académicas, que fuerzan a los jóvenes a pensar su futuro en momentos muy tempranos. Ya en cuarto de la ESO comienzan ahora a escoger optativas según sus intereses y previsiones. Luego llega uno de los cuatro -con sus derivaciones- bachilleratos posibles. Después, la universidad. Conozco adolescentes completamente bloqueados por la incertidumbre, y otros con las ideas muy claras, totalmente felices de acercarse a su vocación.
El papel de quien tiene adolescentes a su cargo es -me parece- el de mostrarles todas las posibilidades a su alcance, pero en eso somos nosotros quienes sucumbimos a la duda y al pánico. ¿Y si no les mostramos las posibilidades correctas? ¿Y si nos olvidamos de alguna buena opción? Esperamos que estudien algo que les guste, sí, pero que también les sea útil en su vida adulta. Que les permita, en el mejor de los casos, trabajar en lo que les guste. O vivir sin grandes privaciones, siendo más realistas.
De todos modos, hay que saber que terminarán por arrepentirse de algo relacionado con esta etapa. Los psicólogos y las estadísticas demuestran que cerca de un cuarto de la población se arrepiente de algo relacionado con sus estudios: no haberlos terminado, no haber elegido bien, no haberse esforzado más... Y que la totalidad de los adultos, sin excepciones, siente nostalgia de las opciones que no eligió.
Es una extraña nostalgia, pienso, como echar de menos lo que nunca tuviste. Aunque, en realidad, no son las opciones perdidas lo que extrañamos, sino la mera posibilidad de tenerlas. Echamos de menos la primera juventud porque entonces todo era posible, como lo es hoy para nuestros hijos, y porque hemos olvidado dos cosas fundamentales: que las muchas posibilidades generan una tensión insoportable y que los seres humanos siempre terminamos por desear algo diferente a lo que tenemos, aunque tengamos lo mejor.
Enseño a mis hijos a poner el lavavajillas, comenzando por la ordenación de los cacharros dentro de la máquina. Ellos tienden a la anarquía; yo pretendo que sigan un orden tradicional, más o menos establecido. Cada plato en su sitio. Cada cubierto en una parte de la bandeja. "Pero, ¿no se lavan igual? ¿Para qué sirve ordenarlos?", pregunta el pequeño. Y yo me digo: ¿en qué momento de la madurez el orden se convierte en algo relevante?
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