Desde niña, a Jenny Saville siempre le han fascinado las "imperfecciones de la carne", su textura, su color y todos los tabúes que representa. Especialmente los del cuerpo femenino. En sus cuadros, de escala monumental, los cuerpos de las mujeres se recuestan, se retuercen, explotan con toda su mezcla de sensualidad y de animalidad. Hoy es una de las artistas británicas más importantes de la historia y sus pinturas han sido comparadas con las de Tiziano y Tintoretto, por su forma de superponer las pinceladas que dibujan la piel, pero también con las de Lucian Freud, uno de los más importantes retratistas del siglo XX. Su autorretrato, con unos muslos gigantescos, se vendió el año pasado en Sotheby's por 10,8 millones de euros, la cifra más alta jamás pagada por una obra pintada por una mujer.
Nació en Cambridge (Inglaterra), en 1970.
Estudió en la Glasgow School of Art, entre 1988 y 1992, y formó parte del grupo de jóvenes artistas británicos de los 90.
Charles Saatchi, uno de los más importantes coleccionistas del mundo, adquirió todos los cuadros de su graduación.
Vive en Oxford y tiene dos hijos, de nueve y ocho años.
Sus cuadros están en la Broad Art Foundation de Los Ángeles y el Metropolitan de Nueva York, entre otros.
Una de sus obras se subastó el año pasado por 10,8 millones de euros, récord para la obra de una mujer.
A Jenny le preguntan sin cesar por qué esa carne desnuda lo invade todo. Y ella responde que la carne no tiene tanto que ver con la belleza como con el instinto vital, el aliento de la vida. En un mundo que se emplea a fondo para descarnar el cuerpo de las mujeres y adelgazarlos, a veces, hasta extremos enfermizos, los grandes cuerpos que pinta causan estupor, porque revelan nuestro recelo ante la carnalidad verdadera: parece que solo sabemos leer los cuerpos desnudos en clave erótica o como símbolo de la belleza y nos da miedo esa exhibición impúdica, casi agresiva que, en realidad habla de nuestra capacidad de resistencia y de nuestra fragilidad, de una verdad sobre la vida humana que los estereotipos desdibujan y ciegan. Saville dice que nunca ha querido juzgar, sino explorar cómo cambia un cuerpo, la tonalidad de la piel, el enrojecimiento de unos pezones.
En su estudio de Oxford, donde trabaja de las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde, cuando regresa a casa para jugar con sus hijos, confiesa que deja a un lado la inteligencia y se entrega a su instinto, porque aprendió muy pronto que hay verdades que van más allá de nuestro intelecto. Por ejemplo, la certeza de que siempre sería artista y pintaría gente y cuerpos. Saville es una de las pocas retratistas de la historia de la pintura, pero no soporta que la llamen mujer-artista. Solo cuando esa clasificación se acabe, dice, entrarán de verdad las mujeres en la historia del arte.
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