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Temporeras de las fresas, ¿un drama en los invernaderos?

La alarma sobre las condiciones de trabajo en los campos de fresa de Huelva no cesa. Hablamos con temporeras, abogadas, activistas y sindicalistas representantes de las empresas para conocer qué pasa de verdad bajo los plásticos onubenses.

Con el apoyo de la ONG Women’s Link Worldwide, estas cuatro mujeres se han atrevido a denunciar sus condiciones laborales. / d.r.

Lola Fernández
Lola Fernández

El negocio va como nunca, pero la intranquilidad ha empezado a calar entre ciertos empresarios de la fresa de Huelva, blindados hasta hace un año contra cualquier denuncia acerca de las condiciones de trabajo y vida de sus temporeras migrantes y españolas. Bastó un reportaje, publicado en mayo del año pasado en la revista alemana Correctiv y el website Buzzfeed, para tirar de la manta que ocultaba el maltrato sistemático que sufren desde hace más de una década un número indeterminado de las migrantes que se desplazan desde Marruecos para la campaña anual de recogida del llamado “oro rojo”. Un cultivo que mueve alrededor de 300 millones de euros al año y que está en expansión: de 2004 a 2016, la superficie bajo plástico en Huelva se ha incrementado en un 76,47%, según datos del Instituto Andaluz de Investigación y Formación Agraria (IFAPA). De hecho, en 2016 acudieron a Huelva solo 2.000 temporeras migrantes, mientras que este año rondan las 20.000.

Denuncian por agresiones, incitación a la prostitución, hacinamiento y privación de alimentos.

Su situación era conocida por la Junta de Andalucía, los sindicatos y los medios: los primeros artículos de denuncia en prensa son de 2010 y tanto la Universidad de Huelva en 2012 como la secretaria de Igualdad de CC.OO. Andalucía, Pastora Cordero, en 2017 levantaron acta de la situación de estas mujeres. Desde Interfresa, la asociación empresarial sectorial, solo se admiten incidentes de acoso “residuales” y se tacha de amarillismo las denuncias de los medios.

Yayo Herrero, antropóloga, ingeniera técnica agrícola, investigadora y un referente en el activismo ecologista y de derechos humanos, ha calificado esta situación de negacionismo. De hecho, cuando comentó en una reunión que las temporeras trabajaban en condiciones de semiesclavitud, a veces hasta con un pañal para no parar ni para ir al baño, los representantes sindicales adujeron que nada de eso les constaba y que, si sucedía, lo que tenían que hacer era denunciar. Como si se lo pusieran fácil.

La consigna hoy en los campos es el silencio: saben que están en el punto de mira de los medios y no quieren arriesgar más su reputación ni que surjan nuevas denuncias. Gracias al reportaje alemán pudieron iniciarse, no sin dificultades, varios procesos judiciales cuyos procedimientos siguen abiertos. Uno de ellos, de cuatro de las temporeras marroquíes y por acoso sexual, fue cerrado provisionalmente por el juzgado nº 3 de La Palma del Condado sin escuchar a las denunciantes en sede judicial. Ellas lo han recurrido. El mismo juzgado investiga además un presunto delito de la empresa contra los derechos de 10 trabajadoras, aunque el relato de las mujeres supera esa tipificación: habla de agresiones con fuerza, incitación a la prostitución, obligación de vivir en condiciones de hacinamiento en contenedores de barco metálicos, imposición de un alquiler, negación de alimentos...

Pobre, rurales y con hijos

En Moguer, un segundo grupo de cuatro mujeres pudo interponer denuncia ante la inspección de trabajo, demanda laboral contra la empresa y denuncia por acoso sexual, gracias al apoyo de colectivos feministas y antirracistas locales. Su caso es similar al de sus compañeras: les aseguraron que trabajarían tres meses y vivirían cerca de las fincas sin coste alguno para ellas. Sin embargo, al llegar les hicieron firmar un contrato por obra y servicio en el que la empresa podía descontarles vivienda, agua, luz y gas de su sueldo y despedirlas en cualquier momento. Además, les negaron la asistencia sanitaria y sufrieron penalizaciones y castigos degradantes.

Hablamos de mujeres del ámbito rural, pobres, con hijos y sin nociones de español que vienen con lo puesto: piden préstamos para costearse el viaje porque con el sueldo que les promete España al contratarlas en origen, pueden vivir con cierta tranquilidad el resto del año. Lo arriesgan todo.

Women’s Link Worldwide representa legalmente a este segundo grupo de trabajadoras. Es la organización internacional que acompañó a Ángela González, cuya hija Andrea fue asesinada por su padre en un régimen de visitas sin supervisión impuesto por una jueza, y que ganó en el Tribunal Supremo la reclamación de responsabilidades ante el Estado.

Incomunicadas

Para las letradas de Women’s Link, el de las temporeras de las fresas es también un “litigio estratégico”: “Una oportunidad para identificar vulneraciones de los derechos de las mujeres, sensibilizar sobre su situación y generar debate público, de forma que se fortalezcan los estándares de derechos humanos de nuestro sistema legal –explica la abogada Aintzane Márquez–. Pero no por judicializar es más real este caso. La situación de las temporeras está más que documentada y, si no han prosperado más casos, quizá sea porque no hayan sido asistidos por organizaciones especializadas o por lo que pasa siempre: que a las mujeres no se nos cree”.

El testimonio de las trabajadoras marroquíes es espeluznante, tanto como las fotografías que muestran las condiciones en las que viven al pie de los campos, incomunicadas, apartadas de los pueblos donde podrían encontrar auxilio y dependientes del transporte del empresario para acceder al supermercado, al médico o a la comisaría.

¿Por qué no denunciaron la situación hasta el año pasado? “Primero, porque se han empoderado al sentir el apoyo de las organizaciones locales –explica Márquez–. Además, todas vinieron por primera vez a España en 2018. No son repetidoras que saben a lo que se enfrentan, sino trabajadoras nuevas que han decidido no callarse”. Las cuatro denuncian “para que otras mujeres no sufran lo que soportamos nosotras”, a pesar de que probablemente no vuelvan a trabajar más en la fresa y queden estigmatizadas en sus comunidades de origen.

Trabajamos asustadas. No nos explican nada. Vinimos como animales".

Fátima (nombre ficticio), divorciada y con dos hijos, cuenta que todas trabajaban con miedo porque las amenazas (de despido, restarles horas o días de trabajo o denunciarlas a la policía) eran constantes. “Trabajamos asustadas. No con bienestar, asustadas”. Nadie les advirtió en origen del tipo de exigencia que les esperaba en España: los contratos que firman solo hablan de 15 días de prueba. “No nos explicaron nada. Ni derechos ni deberes ni nada. Vinimos como animales. No sabíamos que teníamos que traer 30 cajas de fresa o más. Nosotras traíamos lo que podíamos. Pensábamos que trabajaríamos normal, que era un trabajo normal. Nadie sabía nada de kilos ni de amonestaciones”. Aicha (nombre ficticio), viuda y con dos hijas de siete y cuatro años, vino dispuesta a trabajar pero encontró “explotación, gritos, vigilancia y enfermedad”. “Al principio fue bien –asegura–, pero luego nos decían que no podíamos recoger solo 16 o 20 cajas, que tenían que ser 30. Y cuando llegas a 30, a pesar de que no puedes más, tienes que intentar 40”.

Temporeras de otras nacionalidades confirman que la exigencia de productividad es mayor para las marroquíes: se las percibe como un recurso ilimitado y desechable. De ahí que “las castiguen” con varios días sin trabajar o que las expulsen de las fincas cuando no alcanzan el número de cajas máximo. “Este sistema de castigos incumple la normativa laboral. No puede existir este tipo de penalización subjetiva, que depende de lo que recoja la mejor recolectora, sino que esta ha de ser estática y adaptable a la circunstancia de las mujeres”, explica la abogada de Women’s Link.

Sus clientas denuncian, además, acoso del encargado. “ Entraba a nuestra casa mientras nos estábamos duchando –relata Fátima–. Salíamos y nos lo encontrábamos sentado en la silla. No estamos acostumbradas a esto: venimos de un país islámico. A veces entraba y nos encontraba desnudas o semivestidas. No había respeto”. Aicha vivió lo mismo: “ El encargado nos rozaba y nos tocaba. También entraba en la casa. Abría las puertas y entraba en las habitaciones”.

El colectivo feminista onubense Mujeres 24H y la ONG de personas migrantes Asnuci asistieron a estas mujeres desde el minuto cero. Alicia de Navascués, activista en ambos, no oculta que la situación es compleja: nadie quiere dañar una industria que da muchísimo trabajo, pero resulta imposible aceptar el endurecimiento de unas condiciones laborales que ya son duras de por sí. “Lo que nos cuentan las temporeras es que el trato vejatorio y la explotación aparecen sobre todo en algunas grandes fincas, donde se obtiene beneficio a costa de traer a mujeres que no saben defenderse y aguantan lo que sea con tal de dar de comer a sus familias. En las fincas pequeñas el jornal es peor, pero el trato es más humano. Nosotras no queremos destruir el prestigio del campo onubense. Es más, apoyamos a las pequeñas empresas que están trabajando el cultivo ecológico y que tratan éticamente a sus trabajadoras”.

Puede que la pregunta del millón sea por qué se contrata mayoritariamente a mujeres y por qué, desde 2016, preferiblemente a mujeres marroquíes. “El discurso de las empresas y el Gobierno acude a estereotipos de género, como que las mujeres tienen las manos más delicadas y mayor capacidad de sacrificio, para ocultar la realidad: que la recolectora ideal de la fresa es una mujer con hijos pequeños, que mantiene ella sola su casa y que no va a denunciar porque del dinero que gane depende toda su familia”, explica Aintzane Márquez. Navascués confirma este perfil punto por punto, pues los ha visto reflejados en documentos de Anapec (el servicio público de empleo marroquí): “Les piden el libro de familia para asegurarse de que sean divorciadas o viudas. Al ser las únicas mantenedoras de su casa, resultan aún más vulnerables”.

Pastora Filigrana, abogada sevillana, activista por los Derechos Humanos y miembro de la Red Antidiscriminatoria Gitana (RAG) Rromani Pativ (que significa Dignidad Gitana en romanés), llama la atención sobre el hecho de que ciertos empresarios no contraten a los migrantes que ya están en España para realizar el trabajo de la fresa: “Desde que en 2000 inventaron el contrato en origen, lo primero que hicieron fue buscar mujeres. Primero lo intentaron con las de Europa del Este, pero no les funcionó porque son trabajadoras con bastante autonomía y conocen más sus derechos. A partir del 2016 decidieron que las marroquíes eran mucho más convenientes porque ni salen ni beben. Cuantos más hijos tengan a su cargo, más puntúan en el baremo de selección de Anapec. Buscan un perfil muy dócil, con mucha necesidad de salario, poca formación y con mucho miedo ante cualquier amenaza. La retórica infantil que utilizan para relacionarse con ellas, por ejemplo al llamar “castigos” a las sanciones laborales que les imponen, demuestra hasta qué punto las sitúan en una posición de subordinación y dependencia”.

Recién llegada de Marruecos, donde se ha reunido con asociaciones de mujeres para tratar de encontrar soluciones en origen, Filigrana destaca su desprotección: “No saben que el convenio del campo de Huelva asegura un jornal mínimo y la cobertura del alojamiento y la manutención, con lo que no protestan cuando no se les respeta el jornal o se les descuenta de este el alojamiento y la comida. Aquí ya no hablamos de si existen, o no, acosos puntuales. Estamos ante un escenario macro de suspensión de derechos en el que, si ocurren esos abusos, no hay forma de poderlos denunciar. Estamos hablando de mujeres que viven en fincas, que son castigadas, que tienen la libertad de movimientos limitada, que no conocen el idioma ni el territorio... Alguien tendría que estar investigando si están retenidas en estas fincas, si pueden salir a los pueblos o si tienen las necesidades sanitarias cubiertas”.

Ana Pinto empezó a trabajar como temporera a los 16 años y lo ha hecho durante otros 16. Esta es su primera campaña como activista dentro del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) y tiene claro que difícilmente volverá a ser aceptada en las fincas. “Antes, la gente se levantaba con ganas de trabajar. Había compañerismo, nos ayudábamos. Podíamos hablar mientras recogíamos y hasta comernos un dulce a media mañana. Ahora no puedes decir palabra durante seis horas. Han creado un ambiente laboral hostil para que la gente tenga miedo y coja el mayor número de kilos posible. He visto de todo. Cómo gritaban y zarandeaban a mujeres marroquíes, como las amenazaban con no volver a trabajar, cómo los encargados llegaban por detrás y se refregaban...”. A esta joven le preocupa también el creciente rechazo social contra las temporeras: “Aquí todos queremos trabajar. Si las fincas solo contratan migrantes, terminan generando en los pueblos un discurso de odio racista”. En opinión de Pinto, este año las cosas no han mejorado; al contrario, ha aumentado la presión sobre las trabajadores debido a la vigilancia del SAT, las ONG y los medios de comunicación. “Los encargados están reuniendo a todas las mujeres, advirtiéndoles de que tengan mucho cuidado con decir nada raro a los periodistas”.

Alicia de Navascués tampoco es optimista. “Una compañera que pudo trabajar por primera vez este año en los cultivos, acudió un día y no volvió más. Bajo los plásticos estaban a más de 40 ºC, pero solo les gritaban para que trabajaran más rápido y recogieran más kilos. Algunas mujeres se desmayaron y otras terminaron vomitando. Fueron siete horas de jornada, pero ella lleva tres días en casa, sin moverse. La legislación laboral considera insalubre trabajar por encima de los 27 ºC. ¿Por qué las temporeras deben hacerlo por encima de 40 ºC?”.

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