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Sentimos que el trabajo es una obligación, aunque nos guste. Y, en nuestro tiempo libre, nos resarcimos entregándonos sin límite a nuestras aficiones. Pero, ¿y si una de nuestras pasiones se acabara convirtiendo en nuestra profesión? Los protagonistas de este reportaje construyeron su vida laboral hasta que, de pronto, un día se dieron cuenta de que aquello que solo ocupaba sus horas de ocio podía convertirse en el mejor modo de ganarse la vida. Para algunos, fue pura casualidad; para otros, la manera de salir delante de un bache económico y personal. Pero, para todos, fue una súbita clarividencia sobre lo que querían hacer con su vida. Quisieron reinventarse y encontraron la respuesta a sus incógnitas delante de ellos, en lo que más amaban. "Creo que es un privilegio compartir lo que te gusta con los otros -explica Inma Leal, profesora de yoga-. Eso es lo que más me atrajo de mi profesión". Todos tienen en común ese deseo por compartir lo que adoran. Y han desarrollado ese camino poco a poco, hasta convertir su pasión en un medio de vida. "Quizá no salgamos adelante, pero yo le recomiendo a todo el mundo que lo intente", dice Félix Domínguez, librero.
Una de las cosas que más les gustaba a Félix Domínguez y a Carmen Trejo era recorrer librerías. Hoy, ese amor ha tomado cuerpo en Los libros salvajes, un local inaugurado el pasado verano en Villaviciosa de Odón (Madrid). Eligieron ese nombre "por los libros poderosos que te marcan", inspirándose en la novela de Roberto Bolaño Los detectives salvajes, una de sus favoritas. Carmen daba talleres de arte para niños y en 2016 había dejado su trabajo para dedicarse más tiempo a otra de sus aficiones, la pintura. Un mes después despidieron a Félix. "Al principio vivimos de la indemnización -cuenta Carmen-, pero estábamos intranquilos. Entonces forcé la máquina para iniciar el proyecto". "Hoy me siento fuerte, capaz de encarar cualquier situación", dice Félix.
La idea, explica Carmen, llegó como una epifanía cuando salían de una librería en Madrid. "Sentí que podía ser un negocio familiar, muy bonito para todos". Así que alquilaron un local en el centro de su municipio y Carmen lo decoró con muebles y piezas de segunda mano.
Otros libreros les advertían de la competencia digital o los bajos índices de lectura, y estuvieron a punto de echarse atrás. "Ganábamos más como asalariados que montando una empresa -explica Carmen-, y la gente nos decía que éramos unos aventureros, unos locos. Pero, al final, volvimos a la idea". Hoy, en sus estanterías hay sobre todo sellos independientes y algún best sellers. "Queremos crear una pequeña comunidad lectora, no solo vender libros", dice Félix. Por eso los fines de semana organizan presentaciones, debates y gestionan varios clubes de lectura. "Creo que nos va ir bien. Y si no fuera así, es una experiencia que recomiendo, porque te fortalece a la hora de encarar problemas -explica Félix-. Nos lleva muchísimo trabajo, pero nos hemos involucrado toda la familia y nos sentimos libres al plasmar nuestra creatividad".
Nuria Villar llevaba 20 años trabajando como ingeniero aeronáutico en una filial francesa. Era lo que había estudiado y para lo que se había preparado. Su carrera iba cada vez a más, tenía importantes responsabilidades y trabajaba mucho. Pero no era feliz. "Mis hijos empezaban a crecer, tenían 12 y 14 años, y me costaba organizarme. Me preguntaba a mí misma: "¿Quiero envejecer en esto?". Y me daba cuenta de que no. Deseaba algo más creativo, me gustaban otro tipo de cosas. Pero siempre que pensaba en organizar un cambio de vida en paralelo al trabajo, me resultaba imposible", relata.
Hasta que un día le dijo a su marido que tenía que parar. "Si me ayudas, voy a parar para ver lo que quiero hacer -recuerda que le dijo-. Y tuve la suerte de que me apoyó totalmente". Entonces, pensó en la joyería. Tenía una amiga que se había dedicado a traer piezas de Bali a España y decidió pedirle consejo. Se fue 10 días a la isla indonesia con ella. "Me aconsejó que aprovechara el viaje para comprar algunas piezas y luego venderlas, y me proporcionó el contacto de un joyero de bastante confianza en la India".
Desde aquel viaje, han pasado 16 años y Nuria ha creado su propia marca, Nurbijou. "Tengo ojo y disfruto mucho con ello. Me gusta la caza de lo bello y los mercadillos. Mi primer viaje a la India duró 20 días, me fui con una dirección y nada más. Estaba asustada, pero con mucha fuerza. Pero eso me dio la posibilidad de poder iniciarme en una nueva profesión, porque empecé a estudiar por mi cuenta. En la India todo es posible, cada viaje es una sorpresa", reconoce.
Nuria Villar trae piezas de anticuario, pero también encarga sus propios diseños a joyeros de confianza. Suele viajar a la India dos veces al año, durante 15 días, y regresa con su nueva colección de piezas de plata y piedras semipreciosas: coral, turquesas, amatistas, granates, fluoritas... siempre piedras naturales y semipreciosas. También trae ropa y pashminas. Empezó vendiendo sus piezas en tiendas, además de organizar ventas para amigas y conocidas, y luego surgieron los pop up markets. "Hoy sí puedo decir que soy muy feliz. Disfruto mucho de mis viajes, me gusta la incertidumbre y lo que sigo aprendiendo y descubriendo. Me encanta ser capaz de hacer cosas distintas, me gustan los retos".
Inma se marchó a vivir a Madrid hace casi 10 años por amor. En Sevilla, trabajaba como coordinadora de un periódico técnico sobre construcción. "Iba de obra en obra, hacía muchos kilómetros en coche y no tenía tiempo de hacer ejercicio, ni yoga, ni nada". En 2008, cuando se instaló en Madrid, ya rondaba la crisis. "Continué trabajando hasta 2010, pero ya no era lo mismo. Y entonces me quedé sin el trabajo que yo pensaba que era para siempre".
Fue en ese momento cuando entró en contacto con el yoga. "Un día me apunte a una clase y, durante esa primera hora, se me olvidaron todos mis problemas como por ensalmo. Encontré como un remanso de paz, un refugio, mi cabeza dejó de dar vueltas y olvidé esa sensación de preguntarme por qué, como si tuvieras la culpa de lo ocurrido -reconoce-. Fue un auténtico descubrimiento. Vi que podía encontrar la paz solo estando en silencio, conectando con mi interior. Algo que antes no me había ocurrido". Desde aquella primera sesión, siguió haciendo yoga regularmente. Luego, viajó a la India con dos buenas amigas, para recibir un curso.
Y al volver decidió empezar a dar clases y compartir lo que esta disciplina significa para ella. "Comencé con los ejercicios hipopresivos y con el yoga prenatal y terapéutico, y me sentí muy apoyada por todos los que me rodeaban, algo que es esencial para atreverte dar un paso tan importante en tu vida". Inma lleva ya tres años dando clase y en septiembre pasado abrió su propio estudio. "Estoy contenta porque el yoga me da muchas satisfacciones. Y, aunque no pretendo ganar mucho dinero sino cubrir gastos, me siento sumamente afortunada".
Ahora, además, da clases de hipopresivos con bebés, ashtanga yoga, vyniasa yoga y yoga facial. " Muchas veces me pregunto por qué no lo hice antes. Ya sé que esto que estoy haciendo hoy se puede acabar en cualquier momento, como sucede con tantas otras cosas en la vida. Esa es la lección que he aprendido: que todo esta en movimiento y nada es para siempre. Pero gracias al yoga he perdido el miedo y lo he aceptado".
El chileno Carlos Pascal, de 42 años, trabajaba como arquitecto y los fines de semana le encantaba organizar cenas con sus amigos. Su fama de buen cocinero iba en aumento y, como cada vez más conocidos le pedían que les enseñara, empezó a organizar clases, a veces en su casa y, a veces, en casa de los alumnos. Así empezó todo. "Se me da muy bien cocinar -explica Carlos-. Y vi que era una oportunidad para hacer que una afición se convirtiera en un modelo de vida. Me encanta la arquitectura, pero con la crisis no había tantos proyectos y el trabajo se volvió cada vez más aburrido". Pascal empezó a publicar en Internet algunos cursos y pronto comenzó a aceptar encargos de caterings para bodas. "Investigamos lo que había en Madrid y nos dimos cuenta de que se podía hacer una escuela de cocina con un formato diferente, algo en torno a la experiencia de reunirse".
A María González, su pareja, no le gusta la cocina, pero sí organizar eventos, algo a lo que ya se dedicaba como freelance. "Me gustaba hacer cosas nuevas y el proyecto fue como un nuevo evento para mí. Carlos y yo apenas nos cruzamos en el día a día, de hecho procuramos no hacerlo, aunque las decisiones siempre las tomamos en común. Él se ocupa de la parte creativa y de los cocineros, y yo me hago cargo de todo lo demás".
Desde que dieron los primeros pasos en 2009, han vivido un proceso largo, pero siguen fieles a su formato original: una escuela de cocina que mezcla la experiencia de asistir a un curso con la de ir a un restaurante. Los participantes aprenden a cocinar y luego degustan los platos. "Empezamos con cinco o seis cursos y ahora damos 45, que cambian con las temporadas", continúa Carlos. En total, unas 80 sesiones al mes. Tienen tres centros en Madrid y un equipo de 32 personas, de las cuales 10 son cocineros. Al año, pasan más de 20.000 personas por las clases. ¿Nunca se han visto angustiados por el éxito de lo que era un hobby? "Evidentemente, hay cierta incertidumbre y hay que arriesgar. Pero yo lo veo como una suerte. En mi caso, la arquitectura y la cocina convivieron y, en un momento dado, ganó la cocina". ¿Un secreto para que funcione? "Confiar y dar mucha libertad al otro", dice Carlos.