Puede sonar extraño, pero si a algo le tenemos miedo en el entorno sentimental de una pareja es a que nuestra media naranja cambie. Especialmente si ese cambio se produce solo en uno de los dos; es decir, si de pronto dejamos de coincidir en gustos, preferencias o prioridades. Entonces empezamos a proferir sentencias incriminatorias con veredicto de culpabilidad: “Ya no eres la misma”, “No eres la persona que yo conocí” o “Has cambiado”. Estas valoraciones culpan porque en ellas subyace, con refinada y explícita maldad, una observación: que las condiciones del pacto implícito que se redactó con el acto fundacional del primer “te quiero” ya no son las mismas. “Yo me comprometí con una persona que tiene tu mismo nombre y tu mismo DNI –queremos decir–, pero hay una novedad sustancial en ti que impediría volver a establecer el acuerdo, volver a decir ese “te quiero” con el que empezó todo”. Y eso es algo que ninguno de los dos protagonistas quiere decir (ni que le digan) en una pareja (más o menos) estable y a la que le va (más o menos) bien como está. Es más: casi nadie, en el seno de una pareja, quiere averiguar si realmente hay motivos para tener que decir u oír una frase de este tipo.
En la pareja, hay entornos más significativos que otros. El hecho de que a ella no le gustaran los jalapeños y de pronto los coma a diario no cambia mucho las dinámicas de convivencia. Pero si siempre ha sido aficionada a los mimos y ternuras, y ahora pide ser embestida y recibir azotes en el trasero... eso sí altera bastante la cosa.
Nuestras fantasías sexuales, agazapadas donde nadie las ve, las valora ni las nombra, se tornan deseos. Y esos deseos luchan por convertirse en acciones con la misma insistencia con la que construimos nuevas fantasías sexuales que dan músculo a nuestro imaginario erótico.
Por eso, todas sabemos que hablar de sexo con la pareja es abrir un libro con un desenlace que puede resultar de lo más inesperado. Las conversaciones sobre las preferencias que conforman nuestra sexualidad con nuevas eróticas (es decir, la manera en que establezco atracciones y me siento atraída por otras personas); o amatorias (qué preferencias establezco para interactuar sexualmente) es como abrir un libro con un desenlace que puede resultar de lo más inesperada. Por eso, solemos preferir quedarnos en la portada, quitarle el polvo de vez en cuando, hojear distraídamente el libro... pero sin entrar a leerlo nunca con excesivo detenimiento.
Hay un episodio frecuente en una primera visita a una consulta de sexología: al preguntar a la pareja si hablan de sexo, ambos, al unísono y con convicción, responden que sí, que entre ellos no hay secretos en esa materia y que además se conocen a la perfección. Es casi tan frecuente como que, al ver a los dos por separado, surjan las confesiones sobre deseos, amantes, fantasías, apreciaciones de la vida sexual en común... y, en definitiva, todos los secretos que no conoce el otro y que son capaces de transmitir a una sexóloga pero no a su pareja.
Sí, hablan entre ellos de sexo, pero solo de lo que no les perturba, de lo que no muestra los cambios que en ellos se están produciendo ni el malestar que les produce no vivir en pareja conforme a esos cambios. Y eso nos pasa especialmente a nosotras, las mujeres, que tenemos muchísimo menos miedo a las metamorfosis. Además, por motivos de apertura personales y socioculturales relativos a nuestra progresiva liberación, las mujeres cambiamos más en el tiempo, con más contundencia y de forma más radical. Pero tendemos a ocultar las mutaciones: mantenemos metódicamente, en nuestro discurso y en nuestras acciones, la forma sexual que sabemos que funciona, que no inquieta al otro ni desvela nada. Tendemos a abrir las piernas y, a la vez, cerrar nuestra verdadera apertura.
El responsable de ese pavor al cambio del otro puede encontrarse en las particularísimas condiciones en las que se fraguó el contrato: el enamoramiento. En ese proceso afectivo, creemos haber topado con el milagro, con algo que nos trasciende, que se ha fraguado en el cielo y contra lo que nada podemos ni queremos poder. Es un estado que produce sensación de invulnerabilidad y omnipotencia, de goce, realización y plenitud completos. Exige de nosotros la plena entrega a lo que nos sucede y a la persona en la que se cristaliza. No es para menos; tras una larga travesía, hemos encontrado la media naranja que nos aguardaba, agazapada en los entresijos del destino. Hemos topado, por obra y gracia de los dioses, con lo que nos completa, con lo que rellena nuestra carencia, nuestra insatisfacción vital.
Pero enamorarse así tiene dos consecuencias: la primera, que como todo viene dado, lo asumimos todo y no cuestionamos nada, ni siquiera las condiciones y acuerdos que regularán el porvenir de ese encuentro; la segunda, que aquí nos interesa más, es que creemos firmemente que hemos topado con lo ideal, con lo inmejorable, con lo que, al tocarse o cambiarse, solo puede empeorar (de mariposa a oruga, de príncipe a sapo, de princesa a bruja).
Pensemos en Fausto, el personaje de la leyenda alemana que vende su alma al diablo a cambio de la sabiduría total. En la versión de Goethe, Fausto será encadenado por el diablo en el momento en el que pronuncie la frase: “¡Detente, instante, eres tan bello!”. La existencia de Fausto se volverá infernal en el momento en que alcance lo inmejorable, lo insuperable, lo intocable.
Y algo así nos pasa a nosotros: la persona de la que nos enamoramos es, en su idealización, ese “detente, instante”, ese “no cambies nunca”. Pero vivir en pareja no es más que acompañar al otro en su cambio a lo largo del tiempo. Esos cambios en el ámbito erótico tienen un nombre: sexualidad. Y son consustanciales, inevitables y personales, por más que se ame al otro.
La sexualidad nunca está fija, se va conformando en el tiempo. No nos emparejamos con una estatua de granito, sino con un igual. Con demasiada frecuencia, buscamos con tanto interés preservar el conjunto (la pareja) que fingimos una sexualidad estanca, sin darnos cuenta de que, como el agua, acabará encontrando por donde filtrarse o desbordarse, arrastrando quizá a nuestra alianza.
Hablar de sexo con la pareja es un asunto complejo: implica exponer, comprender y asumir los cambios del otro que nos inquietan, pero es tan necesario como cambiar una misma, si no queremos que todo se acabe.
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