Ilustración de Maite Niebla. /
Era 23 de abril. Día del Libro. Primero lo oí en la radio. “ Encontrado el cadáver de una anciana momificada”. A mediodía operaban a mi padre y yo solo tenía hueco, por contagio y por amor, para su miedo y su ansiedad. Las noticias no tenían nada que ver con él; tampoco conmigo. Por la noche, habíamos agotado los chistes y las frases tranquilizadoras, así que sintonizamos un informativo que hablaba de lluvia. Luego emitieron las imágenes de un portal y dijeron su nombre, sin apellido. “ Amanda”. También su profesión. Mi cuñada entendió pedagoga; yo, psicóloga. Sentí un pinchazo, lo descarté. Estaba en mi padre: cabezota e íntegro, con su voluntad inquebrantable.
A la mañana siguiente, la perra me despertó a lametones. La bajé a la calle, me crucé mensajes con mi madre y nos tumbamos a leer las noticias y esperar el despertador. Ahí sí estaba. La profesión no era correcta; el nombre sí, inconfundible.
Amanda Jospe no era psicóloga: era psicoanalista. Una psicoanalista excepcional. La mía.
Era adolescente cuando la conocí. El primer día no hablamos. Preguntó: “Cuéntame por qué estás aquí”. Y yo me encogí de hombros. Estuvimos 45 minutos mirándonos. Ella con rigor y calidez, yo con negación y cabezonería. El tiempo pasó muy despacio. “Vuelve si crees que te puedo ayudar”, me susurró al acabar la sesión. Y volví.
Amanda me sacó de la depresión sin una sola pastilla, a base de inteligencia y respeto. Con mucho tiempo y mucho esfuerzo (de las dos).
El psicoanálisis no es una peli de Woody Allen; no es un hobby burgués. Es duro, doloroso y exigente; no admite atajos ni consejos. Solo te devuelve una mirada y una verdad: la tuya, la de tu yo auténtico. Los que se han psicoanalizado saben mirarse hacia dentro, pero te tienen que enseñar a hacerlo. Por eso los psicoanalistas se psicoanalizan. Por eso los psicoanalistas callan, para que el paciente se oiga.
Por eso, también, es una profesión que exige integridad y valentía. Cuando llega a la consulta alguien enfermo, alguien que ya no sabe quién es ni quién puede llegar a ser, hay que ser un médico cabal y extremadamente responsable para no opinar de más, para no cargar los propios lastres, para no tener prisa ni prejuicios.
(Ojo con los terapeutas que llenan el silencio de ruido y no de verdad).
Amanda tenía clarísimas las exigencias éticas de su profesión. Recuerdo que mi madre la llamó una vez. Quería saber si su hija estaba bien. Mi madre, en su papel. Amanda se cerró en banda: “Mi paciente es Paloma. Lo siento”. Amanda, en su papel.
Mi madre se molestó. Se le pasó algunos años más tarde cuando yo tuve la ocurrencia de morir y resucitar. Fue un accidente de rafting. Me sacaron del río ahogada, en coma. Y mi madre (siempre lúcida) volvió a llamar a Amanda: “No sabemos qué daños tiene en el cerebro, no sabemos nada. Si vive, para que viva, ¿cómo lo hacemos?”. Amanda ayudó a mis padres a recibirme de vuelta a la vida. No hubo secuelas; hubo amor.
También hubo miedo. Solo a Amanda le conté lo poco que recordaba y lo mucho que no quería recordar. “Eres fuerte porque eres frágil”, me decía. “ Has vivido porque supiste dejarte morir” (era un salto de agua: si te resistes hasta el final, no aguantas. Si te rindes con un mínimo de oxígeno en el cerebro —y alguien se lanza a por ti— hay una mínima oportunidad).
(Lo fui entendiendo poco a poco: hay que saber pedir ayuda; esa es la fortaleza de los frágiles, sabemos que no lo podemos todo; al menos no solos).
Amanda tenía los ojos verdosos y la piel blanca, casi translúcida. Apenas contaba nada. Había tenido que escapar de Argentina cuando empezaron a desaparecer sus amigos. Pero no gastaba tiempo en sus dramas. No conocía el victimismo y, en cambio, era feroz practicante de la compasión: “’Compasión’ es sentir con”, decía siempre.
Era una época de teléfonos fijos. Yo tenía el de su consulta. Un día —contra las normas, quizá porque yo era una niña—me dio el de su casa. Amanda defendía “la distancia óptima: para ver las cosas bien, completas; ni tan cerca que te pierdas en ellas ni tan lejos que no las entiendas”. Pero ella no se distanciaba del dolor de sus pacientes: “por si un fin de semana o una noche, necesitas hablar conmigo”. Siempre supe que era una excepción.
En los medios apenas salen los profesionales que importan: los que nos cuidan, nos curan y nos devuelven al mundo. Psicoanalistas, médicos, enfermeros, terapeutas, rehabilitadores... Solo aparecen cuando son estrellas y, la verdad, no sé si las estrellas pueden atender, en el sentido literal de la palabra. Con la paciencia, la dedicación, el mimo y la entrega que exige la atención.
Amanda podía.
Amanda sabía.
Cuando nos invadió Google, me extrañó que no brillara en la red, con todo su talento, toda su profesionalidad, todo su rigor. Lo entiendo ahora que sé el trabajo que cuesta la atención (la que das, la que pones, la que recibes). La suya estaba en los pacientes. Me había dado el alta hacía siglos, pero le pedí una cita para contarle que me iban a publicar mi primera novela. Nos dimos un abrazo y ella cerró la puerta de la consulta a su manera; silenciosa, serena, justa. Tal y como era.
Fue la última vez que la vi.
Mi padre nació —ahora lo sé— el mismo año que Amanda. Empecé a escribir este texto en el hospital mientras él dormía. Lo estoy acabando después de haber llorado —en la obra de teatro Shock (El cóndor y el puma)— con el testimonio de un médico argentino torturado. Pienso en cómo murieron los compañeros y amigos de Amanda, en su juventud. En su huida a España; en su muerte aquí, 40 años después. Escribo desde la absoluta rebelión: me niego a que lo que quede en Google de ella sea “anciana momificada”. No es verdad. Esa no es ella.
Los titulares de consumo rápido gritan “¡OTRO CASO DE SOLEDAD!”. Pero no. Amanda fue querida y buscada, su falta fue notada. Un periodista de El Mundo comprobó que la requirieron de forma incesante amigos y sobrinas. En su casa, en su consulta. Lo que no sabemos es qué protocolo, qué obstáculo, qué obcecación, impidió abrir esa puerta. Habrá más reportajes sobre la epidemia de soledad. Ancianos que (solos) no parecen personas. Y lo son. Y lo fueron. Y lo seguirán siendo.
Su historia no es de soledad, sino de dignidad. Amanda Jospe fue una mujer extraordinaria que se dio entera. Al mundo, a sus pacientes, a sus principios. Tuvo un ictus. Murió, también, de entrega.