actualidad
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Hace no mucho tiempo, el verano trascurría en las redacciones de los periódicos entre la nada. Nada de legislaturas, ni de pactos. Durante esos meses, nos acunaba la estabilidad de lo irrelevante. Lo más espectacular que podía ocurrir en un mes de agosto pasaba por una plaga de topillos en Castilla y León. Siempre estaban ahí presentes las noticias sobre picaduras de medusas; algún accidente en una piscina municipal o exageradas quemaduras, personas que para potenciar el bronceado se untaban en Betadine, refrescos de cola, vinagres o aceites, como si su piel fuese el Basque Culinary Center.
La obsesión por la palidez desapareció tras la Revolución Industrial, cuando las clases trabajadoras dejaron de estar bronceadas y pasaron a vivir en la sombra, al cobijo de fábricas y pisos raquíticos. El bronceado ya sí tenía clase y Coco Chanel lo certificó subida a un crucero. Desde entonces, estar moreno se ha convertido en algo aspiracional, porque suele ser sinónimo de vacaciones. Si te vas 15 días a la costa y no vuelves moreno, ¿cuenta como estar de vacaciones? Es como viajar a Galicia y volver más delgado: te retienen en la salita del control aduanero del aeropuerto y te plantan tres empanadas sobre la mesa.
Pero hay quien hace un esfuerzo insano por mantener el tono cobrizo, esfuerzo que pasa por autobronceadores, solariums o dietas a base de pitayas, zanahorias o tomates. Cuando en realidad el mejor truco para verse moreno es meterse en una ducha después de la playa. Ya está. Entras siendo tú, pero por arte de magia te conviertes en una artista con 23 premios Grammy.
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