actualidad
actualidad
Vamos a reconocerlo desde ya: España no es un buen país para declararse abstemio. Tiene uno de los índices de bares per cápita más altos del planeta -se encuentran hasta en la España vaciada, donde no hay farmacia ni escuela-. Además, tenemos una tasa de consumo por encima de la media europea (10 litros de alcohol puro al año, frente a los 9,8 de promedio); y una idiosincrasia que castiga la sobriedad con prejuicios del estilo: "Jamás me fiaré de alguien que no beba". Tenemos además una reputación: el turismo de playa, sol y fiesta ha convertido nuestra tolerancia (y generosidad) con el alcohol en un cebo. Cualquiera que haya osado pedirse un combinado en una barra londinense o milanesa sabe bien que esa cantidad mínima de alcohol resiste mal la comparación con nuestras orondas copas de balón o nuestros largos vasos de tubo.
Nuestra "cultura del (buen) beber" lleva años asentada como una cualidad exponencial de nuestra alegría de vivir: creemos que nos sienta mejor que a los extranjeros, que nuestra pasión por la cerveza, el buen vino y los combinados habla de nuestro carácter expansivo, acogedor, divertido, ruidoso, sensual y hasta voluptuoso; y que estamos cultural y biológicamente preparados para resistirlo. Llevamos siglos haciéndolo decimos alardeando. Pero, para contrarrestar todo este optimismo, están las cifras oficiales. En España, unas 37.000 personas fallecen cada año por problemas relacionados con el alcohol. Y, entre los jóvenes ha aumentado la ingesta por atracón: grandes cantidades en poco tiempo para alcanzar antes la ebriedad.
Y sin embargo, hay datos para la esperanza (de la salud pública): el consumo anual ha bajado en décimas, para hombres y para mujeres, en el último lustro. Nuestros problemas, tanto la adicción como los desordenes alcohólicos, están, de hecho, muy por debajo de la media de Europa. Y además hay una novedad que merece la pena celebrar: entre los millenials lo cool es beber poco. Entre los 21 y los 35 años ha aumentado la franja de abstemios o de personas que beben con moderación. Y, además, los millennials están cambiando la dinámica alcohólica con soluciones muy pragmáticas y tan estéticas como sus fotos de Instagram.
La aparición de una nueva conciencia abstemia no es un fenómeno nacional. Es global, o, al menos, un producto de la globalización. Ha surgido principalmente en Estados Unidos y Gran Bretaña, esos países que nos han bombardeado durante décadas con películas e imágenes de sus fiestas universitarias salvajes, o de lo divertido que es jugarte la vida estúpidamente practicando balconing.
La aparición de hashtags como #MindfulDrinking (beber con conciencia) o #sober (sobrio) han hecho más por la sobriedad que cualquier anuncio del Plan Nacional sobre Drogas. (Porque sí, los hastags tienen capacidad de transformación). Su importancia viene definida por la propia dinámica de las redes sociales, con el selfie como motor del diálogo social. Las consecuencias de proyectar una imagen pública que la mayoría no considerará adecuada -ni familiares, ni amigos, ni compañeros de trabajo ni mucho menos jefes- va imponiendo un cambio de actitud. E invita a replantearse qué estamos haciendo realmente con nuestros momentos de ocio. En un mundo donde el grueso de la comunicación se realiza a través de la imagen, el aspecto tiene una importancia cada vez más arraigada. Y está claro que el alcohol no nos ayuda precisamente a adelgazar, estar más tonificados o resultar físicamente más atractivos.
Pero, más allá de la dimensión estética, lo cierto es que las nuevas generaciones han crecido con una mayor conciencia sobre unos hábitos de vida saludables. La conciencia ecológica se ha traducido en un mayor sentido de la responsabilidad sobre los ingredientes que conforman nuestra dieta. En un mundo donde el vegetarianismo, el veganismo y el consumo de productos sin pesticidas ni químicos se imponen, el alcohol empieza a parecer... ¿una debilidad insana?
Tachados de cobardes, moralistas, mojigatos, reprimidos o timoratos, recientemente decía el The New York Times que los abstemios han decidido salir del armario y defender su propio Orgullo Sobrio.
La londinense Rosamund Dean, autora del libro Mindful Drinking (ed. Trapeze), se lo contaba así a The New York Times: "En estos momentos la gente invierte gran parte de su identidad en sus elecciones de un estilo de vida, y eso mismo ocurre con la bebida. La paradoja es que la misma gente que se define a veces como fiestera -y presume de beberse hasta el agua de los floreros-; en otros momentos dice ser fanática de la vida sana".
Y efectivamente, la llamada " sobriedad millennial" ha creado una zona de confort ideal: la llamada "zona gris de la bebida". En ese territorio se ubican los que beben con moderación, los que quieren tener otras opciones y no salir de copas todos los días, los que se denominan tanto bebedores o como abstemios "ocasionales". Y, por supuesto, los locales nocturnos no son ajenos a la tendencia y se han ido adaptando a ese creciente espíritu de moderación.
En 2004, una pequeña cantina en Metec, Toluca (México) llamada BarSin se registró como primer bar del mundo que no servía alcohol. Cerró sus puertas en 2013. Pero, lejos de desaparecer, la tendencia dry bar ("bar seco") ha ido sumando agentes en distintas partes del mundo, sobre todo en los países desarrollados.
En 2015, la periodista de moda británica Ruby Warrington estaba harta de tener que asistir casi a diario a eventos donde se veía impelida a tomar alcohol, con las consecuencias imaginables en las mañanas (laborables) del día siguiente. Y fundó en Nueva York el Club Soda: eventos, talleres y fiestas para "curiosos de la sobriedad" y abstemios, donde era posible intercambiar experiencias, conocer gente... y divertirse sin beber alcohol. Ese mismo año, surgió un imitador del club en Londres (o al revés, no se ponen de acuerdo en quién fue primero). En cualquier caso, la sede británica cuenta con 15.000 suscriptores y una web que ofrece información sobre distintas bebidas sin alcohol y dónde conseguirlas, da consejos sobre consumo responsable y hasta ofrece una guía de pubs sobre friendly por todo el territorio británico.
En 2017, abría en Manhattan el Listen Bar: una única noche al mes, para quienes prefieren la fiesta "sin". Estas sesiones han proliferado en Nueva York (por ejemplo, el Get Down, en The House of Yes), y en todo el país: el evento Sans Bar, que nació en Austin (Texas), se ha expandido ya por todo el país. Y claro, la moda ha llegado a Europa. En mayo abrió el primer bar libre de alcohol en Dublín, una de las capitales europeas con mayor consumo de cerveza. ¿Su nombre? The Virgin Mary, el nombre de un mocktail ("falso cóctel") que es una variación sin vodka del tradicional bloody Mary. Y aunque la tendencia de los bares secos no parece haber llegado a España, casi cualquier coctelería ofrece en sus cartas una lista de mocktails 0%, algo que, hace solo una década, era impensable.
Resulta sintomático que nuestro país sea el principal consumidor y fabricante de Europa de cerveza sin alcohol. De los 40 millones de hectolitros de cerveza que se consumen en España, el 14% corresponde a cerveza sin alcohol, triplicando el porcentaje del segundo usuario de cerveza "sin", que es Francia.
La constante investigación para conseguir un sabor aceptable, iniciada en los años 80, ha dado como resultado que prácticamente todas las marcas de cerveza que operan en nuestro país, o por menos las más conocidas, hayan desarrollado su versión "sin". Para los puristas de la abstinencia alcohólica, por cierto, estas bebidas no son una opción ya que ese 0,0% con el que se publicitan indica, en realidad, que su graduación está por debajo del 0,09 %.
Mucho menos efectivos han sido los intentos de conseguir vinos de baja graduación, o desprovistos totalmente de ella. Los vinos desalcoholizados, como se los conoce, son aún un proyecto en desarrollo sobre el que los gurús de la gastronomía no han dejado de lanzar pestes, tachándolos de sacrilegio. Y estos caldos, más allá de supuestos problemas de cata, tienen otros inconvenientes: no se distribuyen con la misma extensión que los vinos tradicionales y son un poco más caros.
Cervezas que no llegan al 0.0 y vinos caros y difíciles de encontrar hacen que el abstemio se vea abocado en sus bares de proximidad a las opciones más comunes: los zumos, las bebidas carbonatadas. O el agua.
La tercera vía "sin" son los licores sin alcohol. No suelen formar parte de la carta de bebidas de los bares de proximidad y, aunque su sabor se asemeje al equivalente alcohólico, para lograrlo sin fermentación estas bebidas suelen incorporar azúcares. Y, por supuesto, carecen del reconfortante rasponazo alcohólico, y de ese calorcillo que te recorre el cuerpo cuando tragas cualquier etilo. Casi nadie, en realidad, los pide. A no ser que les quieras hacer una foto... Los mocktails o cócteles sin alcohol cuentan con la ventaja de ser ideales para instagramear (generalmente, su imagen es incluso mejor que su sabor), pero no tienen nada de nuevo...
El Shirley Temple -ginger ale, granadina, cerezas al marrasquino y zumos cítricos- surgió en los años 30, supuestamente para poder servírselo en fiestas a la actriz y niña prodigio. Décadas después, por cierto, Temple confesó que lo detestaba por su sabor dulzón (nota para anecdotario: hay una variante alcohólica llamada Dirty Shirley).
El San Francisco es otro mocktail histórico: se creó en los 70, cuando el dueño de un bar de la ciudad estadounidense se encontró, al abrir el local, a uno de sus camareros borracho. El empleado, tirando de picardía, le dijo que se había quedado a esperar el amanecer, para plasmar sus colores en un cóctel.
El San Francisco (a base de zumos, soda y granadina) también pecaba de dulzor extremo. Y los mocktails actuales han luchado por ganar esa batalla contra el azúcar, por conseguir un aspecto más alejado del zumo y más cercano al cristalino alcohol y por aumentar el punch, una palabra que en el sector se refiere a ese empujón de sequedad y de arrastre de aromas en el paladar que generalmente aporta el alcohol. Y, en menos de una década, estos tres aspectos han avanzado notablemente. Digamos que el mocktail se ha profesionalizado, y para bien. Ha sido definitiva la aparición de gamas de versiones no alcohólicas de diferentes ingredientes que se usan en la coctelería tradicional, y que sirven para apuntalar precisamente ese punch basado en sabores "adultos" que van del agrio al picante: los cordials (similares a los jarabes, pero más ácidos), los shrubs (con base de vinagres y frutas o botánicos), los bitters (aromas llevados al amargor) o las kombuchas (tés fermentado en hongos, con muy ligero contenido etílico).
Esto ha permitido a los cocteleros experimentar con los combinados abstemios: Bitter Sin en lugar de Campari, zumo de manzana por ron, jarabe de grosella en vez de Crème de Cassis, café natural que sustituye al licor de café... Incluso han aparecido firmas de espirituosos sin alcohol específicos, como Seedlip y MeMento, basadas en aguas destiladas y aromas naturales, que triunfan entre los mindful drinkers.
La ventaja del mocktail es que puede incluso maridarse con la comida para eludir el vino. Y, como ya hemos dicho, cuenta con tirón visual, con una imagen cada vez más depurada, que lo vuelve deseable al ojo... y a la cámara. El mocktail es ideal para mostrar lo orgullosa que estás de haber dejado de beber, o de hacerlo con una muy saludable (y estética) moderación. Y es que aquí lo que no se enseña (o cuenta) no existe: es decir, como Dominguín con Ava Gardner, pero con muchos filtros...