Se apretujaban frente al espejo mientras una de ellas sostenía el candil. Se pasaban un bastoncito impregnado de khol entre los párpados y luego limpiaban los restos con una tela fina con un poco de Nivea o su propia saliva. Algunas habían conseguido algunos artículos de lujo como una barra de labios que también servía de colorete o una buena crema. En la luz tenue brillaban sus pendientes, las pulseras tintineaban en un ruido que aún a día de hoy sigo relacionando con los días de fiesta. En las casas de adobe del pueblecito marroquí donde nací, sin electricidad ni agua corriente, las campesinas de manos ásperas sacaban sus mejores vestidos, las joyas de oro y se preparaban para la fiesta. Pero todo ese acicalamiento no era para atraer la mirada masculina, dado que en las celebraciones los sexos estaban fuertemente segregados. Las mujeres se estaban arreglando, sobre todo, para otras mujeres. Nada más difícil que ser admirada por una amiga o admirada por una vecina, nada más preciado que el halago de una igual.
Esa preocupación me vino a la memoria hace poco cuando, frente al espejo, me estaba preparando para una cita de trabajo con una mujer. De repente me di cuenta: estaba mucho más nerviosa que cuando quedaba con un hombre. Para una mujer no bastaba con estar bien, había que tener en cuenta infinidad de elementos. Y no porque mi cita en concreto fuera especialmente quisquillosa.
¿Quién somete a un análisis minucioso nuestra apariencia hasta el más mínimo detalle? ¿Quién nos exige cumplir con requisitos a menudo imposibles? ¿Quién no nos consiente esa barriga abombada, esa celulitis "botticelliana" o esa falta de brillo y movimiento en la melena? ¿Quién es implacable cuando se trata de decidir qué mujeres entran en la categoría de las correctas? Pues aunque cueste admitirlo, somos nosotras, las propias mujeres, las que a menudo ejercemos de durísimas juezas. No es nada raro: es el mismo escrutinio al que nos sometemos nosotras mismas todos las mañanas en la ducha o frente al espejo. Lo dice Chimamanda Ngozi Adichie, lo dice Leandra Medine, de The Man Repeller, y lo dijo en su día Lipovetsky: nos vestimos para nuestras congéneres.
Desde un punto de vista feminista tendremos que poner el foco en esta cuestión si realmente queremos liberarnos de la imposiciones estéticas. Es verdad que son muchos los agentes que intervienen en los dictados imposibles de la belleza, pero somos las mujeres las que los aceptamos, los consumimos y los difundimos. Somos nosotras las que establecemos estándares opresivos cuando se trata de juzgar el aspecto de las demás.
Es cierto que a día de hoy las exigencias sobre nuestra apariencia han alcanzado dimensiones industriales y que la explotación de nuestra propia inseguridad genera rendimientos económicos obscenos, pero creo que si queremos liberarnos realmente de la dictadura de la "belleza" tenemos que analizar nuestra manera de comportarnos. Quizás si lográsemos tener una actitud más indulgente con nosotras mismas, más generosa y comprensiva, podríamos tenerla también con nuestras compañeras de género.
20 de enero-18 de febrero
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¿Qué me deparan los astros?