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Palabras que nos construyen, por Isabel Menéndez

Nos ayudan a ser alguien, pero también nos pueden hacer daño cuando remiten a lo que más nos duele. Las palabras son las notas de nuestro pentagrama vital, ponen sonido al dolor y música a las emociones.

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Isabel Menéndez
Isabel Menéndez

Las palabras nos definen. Las que nos dirigimos a nosotros mismos nos conectan con nuestros sentimientos y con el modo en el que nos vemos. Nos habita un tejido interno confeccionado con palabras que en ocasiones bordan alegrías y otras veces provocan rotos que no sabemos cómo zurcir. Es lo que nos sucede con frases como “todo me sale mal” o “nunca me quiso”. Algunas de estas ideas se encuentran en el inconsciente, escondidas en el revés de la trama que hemos ido tejiendo a lo largo de nuestra historia.

Hay personas con las que nos gusta hablar porque alivian nuestras inquietudes. Lo que nos dicen nos ayuda a valorarnos, a poner las cosas en su sitio, porque saben escuchar. En cambio, otras nos angustian, nos dejan heridos.

Dependimos tanto de lo que nos decían nuestros padres como de su atención.

Pero las palabras que más nos afectan son aquellas que provienen de gente cercana con la que mantenemos lazos afectivos o de personas a las que valoramos y tienen algún tipo de ascendencia sobre nosotros. A estas hay que sumar las que nos dirigimos a nosotros mismos.

En su día, recibimos expresiones de otros que hoy tenemos asumidas como propias. Aprendimos a articularlas porque alguien nos quiso lo suficiente como para hablarnos, en principio la madre y el padre. Dependimos tanto de sus palabras como de la atención que nos dedicaban. Durante los primeros años de vida, los padres nos proporcionaron un diccionario interno con el que organizamos una subjetividad propia y única.

Unas palabras amables pueden modificar un estado de ánimo, porque se conectan con afectos que pueden pensarse de otra manera. Se produce así una catarsis y la presión psíquica disminuye. Sucede, por ejemplo, cuando nos decimos: “Qué a gusto me he quedado”, tras contar a alguien algo que nos costaba, pero que era importante. En muchos casos, las palabras que no decimos nos duelen. Al nombrar lo que deseamos, se descarga el afecto retenido y se libera el psiquismo.

Las claves:

  • Hay palabras que curan, pero también las hay que enferman.

  • Entre las primeras encontramos las que no juzgan y sirven para abrir el pensamiento a nuevas ideas. Las cariñosas, que transmiten amor, comprensión y valoran lo que se hace, aumentando la autoestima.

  • Entre las palabras que enferman están las agresivas, cuya intención es destructiva o autodestructiva. También las vacías, que se pronuncian con la intención de engañar o aparentar que se dice algo.

Superar el discurso del pasado

Carolina se encontraba un poco triste. Estaba embarazada de cinco meses. En su empresa había problemas y se hablaba de reestructuración. Un domingo, comiendo en casa de sus padres con su pareja, ellos le preguntaron si se encontraba mal. “Hija, no te preocupes, tú vales mucho. Si no te puedes quedar en este trabajo, encontrarás otro”, dijo su padre. “Eso le he dicho yo –apuntó su pareja–. Carolina encontrará lo que quiera, porque se lo merece”.

Ella comenzó a sonreír, hasta que su hermana dijo: “¡Qué barbaridad! Pareces el rigor de las desdichas, siempre te están pasando cosas”. Carolina reflexionó un momento y luego contestó: “Entre las cosas que me pasan es que voy a tener un hijo y eso es una gran alegría para mí. Quizá el problema es que tú no consigues quedarte embarazada”. Con esta contestación, se defendió de su hermana, que desde que anunció su embarazo la atacaba, aunque fuera sutilmente.

Hacía tiempo Carolina asistió a una terapia psicoanalítica para aclarar los conflictos que no le permitían sentirse bien consigo misma. El lugar que ocupaba en la familia era complicado: era la pequeña de cuatro hermanas y sus padres esperaban que naciera un varón, así que ella no podía darse valor como mujer.

La palabra:

  • Los síntomas constituyen un lenguaje que debe descifrarse. Se producen cuando algo que ha sido reprimido vuelve y quiere expresarse, pero nuestro “yo” no acepta ese deseo porque no es moralmente bueno.

  • Su origen se encuentra en sucesos de la infancia, reales o fantaseados, que conservan su valor traumático.

  • Los síntomas constituyen algo que la persona se niega a reconocer. Con las palabras adecuadas pueden formularse y escucharse en su justa medida, dotándoles de un sentido que los hace desaparecer.

La frase de su hermana reflejaba la rivalidad que tenía con ella, porque había conseguido convertirse en la preferida del padre. Las palabras de este, refrendadas por su pareja, la permitieron defenderse del ataque porque también se valoraba a sí misma. Además, había podido superar la culpa de ser madre y trabajar, desafiando así el mensaje materno según el cual tener hijos es una rémora para la mujer.

Su madre había tenido cuatro hijas y siempre había querido trabajar, pero no lo logró. Carolina había conseguido lo que quería para su vida, pero para ello tuvo que elaborar la culpa que le proporcionaba decepcionar a su madre por no haber sido chico y permitirse vivir su feminidad como algo valioso. Cuando pudo elaborar su culpa y reconocer sus deseos, también comenzó a sentir que podía defenderse de palabras que la herían.

En la cura psicoanalítica se encuentra en la palabra algo que está más allá de lo que se dice, incluso se busca en el silencio, que es una forma de señalar aquello de lo que cuesta hablar. Los conflictos inconscientes no resueltos producen síntomas, desde ansiedad, fobias o depresiones hasta enfermedades psicosomáticas. Estos síntomas encierran un sentido oculto, donde el deseo inconsciente se desliza en las palabras del paciente y aprovecha para expresarse. Ese deseo no dicho es escuchado por el analista, que se lo devuelve al paciente cuando encuentra el sentido. Al nombrarlo, deja de actuar.

Revisando el diccionario interno con el que organizamos nuestra subjetividad, intentamos encontrar las palabras más adecuadas a nuestros afectos. Con ellas nos decimos quiénes somos y, con suerte, nos aceptamos.

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