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Azita Rafaat: "Vestí a una de mis hijas de chico porque en Afganistán no se considera que las niñas sean seres humanos"

La casaron a la fuerza, truncando su sueño de ser cirujana, y su familia la humilló por no concebir hijos varones. Pero no se rindió: abrió una escuela para niñas, fue diputada y hoy, desde el exilio en Suecia, sigue luchando por defender a las afganas.

Azita Rafaat. / álex rivera

Beatriz González
Beatriz González

Una mañana de 2010, Azita Rafaat cogió unas tijeras, cortó el pelo a la menor de sus cuatro hijas y cambió sus vestidos por pantalones. Mah Nush, de seis años, pasó a ser Mehran. Y desde aquel día pudo salir a la calle, hacer recados, jugar con otros niños... Cuando su cuerpo se desarrollara, dejaría su condición de bacha posh (“vestido de niño”, una tradición afgana). Pero Azita ya habría logrado su meta: darle algo de libertad. “En mi país, a los niños se les considera humanos, pero las niñas no llegan a esa categoría”, explicaba en una conferencia en La Casa Encendida de Madrid esta activista y exdiputada, que lleva tres años viviendo exiliada en Suecia. Las cifras le dan la razón: el número de mujeres asesinadas sigue en aumento en Afganistán (un 8% en 2018), y el 94% de los actos violentos contra la mujer se producen en el hogar.

Hija de un profesor universitario y una directora de escuela infantil, Rafaat soñaba con convertirse en cirujana cuando el régimen talibán se impuso en su país. “Yo tenía 15 años y me habían educado en libertad. No pensaba renunciar a mis sueños”, dice. Tenía un plan: estudiaría Medicina y, a los 40, se dedicaría a la política para cambiar la realidad de Afganistán. Pero su padre no lo vio así. “Tenía una beca para la Facultad de Medicina y mi padre dijo que no podía ir. Soy la mayor de tres hermanas y él quería que hubiera otro hombre en la familia. Cuando Ezatullah, mi primo, le pidió mi mano, aceptó. Pasé semanas llorando y suplicando a mi padre que me dejara estudiar, ser alguien. No sirvió de nada”. Entonces comenzó lo que llamará a lo largo de toda la entrevista su “infierno”.

Madre de cuatro niñas

“Vivíamos con mi suegra y la otra familia de mi marido (él ya tenía mujer y una hija), en una aldea –narra–. Era muy difícil adaptarse viniendo de la ciudad. Cuando nació mi primer bebé, mi suegra se horrorizó. “¿Qué? ¿Otra niña?”. A los pocos minutos nació la segunda; eran mellizas, Benafsha y Beheshta. Mi suegra se echó a llorar. Su hijo se había casado por segunda vez para tener un hijo y yo le había dado no una hija sino dos”. Azita sonríe ante las travesuras de la biología. Luego llegó Mehrangis y más tarde Mah Nush, dos niñas más. “Fue un infierno: faltas de respeto, violencia–recuerda–. Yo le decía a mi marido que no había derecho a que me tratara así. Y no dejé de luchar”.

Azita abrió una escuela para chicas. “Los talibanes no lo permitían, así que la camuflamos como una escuela del Corán. Una de mis alumnas, que a sus 12 años tenía dos hijos, decía que cuando era pequeña quería aprender a escribir para redactar el nombre de su padre, que significaba “persona grande y buena”. Ahora quería aprender para decirle en una carta que era justo lo contrario de todo eso. Si no, no la habría obligado a casarse con un hombre que la violaba y pegaba a diario”.

De aquella escuela que Rafaat montó en su casa a pesar de la oposición de su familia, pasó a dar clase en un instituto de la ciudad y a ejercer de traductora. Se convirtió en el sostén de los suyos. Y retomó su sueño adolescente. “Escribí artículos en medios locales y alcé la voz para defender a las mujeres. Llevaba burka, pero, bajo él, hablaba todo lo alto que podía”. Varios políticos le pidieron que se presentara a las elecciones; a los 27 años, se convirtió en el segundo miembro más joven del parlamento afgano y llegó a vicepresidenta del partido Derechos y Justicia.

Sin embargo, el éxito tuvo un precio. “Mi marido dijo que solo accedería a mi carrera política si me hacía cargo de los gastos de la familia, incluidos los de su otra mujer y su hija. No podría quejarme ni dentro ni fuera de casa. Y debía pagarle 500 dólares mensuales. Acepté”.

Nada la disuadió: ni las cartas amenazadoras de sus oponentes, ni los ataques en su casa, ni el hecho de no poder divorciarse sin perder la custodia de sus hijas, según la ley afgana. Solo cambió de idea –y eligió el exilio– cuando sus hijas se convirtieron en objetivo. “Estaba dispuesta a sacrificar mi vida por mi gente. Pero ¿era justo poner en peligro las de mis hijas? Quería ponerlas a salvo y que vieran que son tan fuertes como los hombres, que les está permitido soñar con su futuro y vivir como personas. Eso significaba abandonar la política, pero la decisión era obvia. Elegí la maternidad”.

Dejar atrás el hogar

Azita Rafaat asegura que no lucha contra la religión. “No creo que haya nada de malo en el Islam; soy creyente. Es una fe pacífica”. Es la estructura de la sociedad, dice, la que discrimina a la mujer. Y en la nueva sociedad en la que vive desde hace tres años, en Suecia, Rafaat trabaja como profesora, aprende sueco -el sexto idioma que domina-, colabora como traductora en los campos de refugiados y sigue luchando por los derechos de las mujeres. Sus hijas estudian. También Mah Nush, que ha recuperado su estatus de niña aunque para su padre siga siendo Mehran, el hijo deseado. “Es por ella por quien pregunta cuando telefonea. La anima a que se vuelva a vestir como un chico. Ella, que está muy orgullosa de ser mujer, le dice que cambiar su aspecto exterior no cambiará su personalidad”.

Antes de pedir asilo en Suecia, Azita explicó a sus cuatro hijas, que hoy tienen 15, 17, y 19 años, lo que les esperaba. “Les dije que tendríamos que empezar de cero, que no habría comodidades. Dejarían atrás la cárcel de oro, como llamaban a nuestra casa. Aceptaron. Preferían la libertad”. Hoy, pueden estudiar, salir a la calle, vestir como quieran... Lo que más les gusta, dicen, es montar en bicicleta, algo trivial para cualquier niña... excepto si ha nacido en Afganistán. “Pedir asilo fue muy duro –concluye Azita con una sonrisa–. Pero mereció la pena”.

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