He pasado parte del verano con unos adolescentes desganados a los que quiero con locura. Yo, lejos de mi móvil, desconectada y libre; ellos pegados a su Instagram, sus vídeos, sus movidas, esclavos de sus aparatos. Si conseguías que jugaran (al fútbol, al billar…) vivían, reían. Si no, se encorvaban, como los bueyes, y ellos solitos se colocaban el yugo y se ataban a sus pantallas y su mal humor.
Cerca del móvil, todo les parecía mal. La queja y el desdén como forma de vida. Y yo rumiando porque... porque así estamos los adultos. Twitter, por ejemplo, también vivía este verano una adolescencia complicada: tirándose, unos y otros, derechos, refugiados y dolores a la cara.
Quizás porque somos adultos binarios, perdiendo a toda velocidad la capacidad de concentración que nos hizo inventar la penicilina y la democracia. Leía tuits y recordaba los angry young men, esa generación de escritores británicos de mediados del siglo XX que anticipó el 68: la utopía, Kennedy, Martin Luther King. Esa generación que se negaba a aceptar lo que ya no servía y buscaba fórmulas nuevas, con ira y, a la vez, con responsabilidad, esfuerzo y esperanza. Porque la rabia es un motor y una excusa: el universo conspira para mi infelicidad y mis carencias, a tomar por saco todo... Así explica el Brexit Jonathan Coe, un novelista nada angry que ha tenido que ficcionar su país en Middle England, solo para entenderlo. Algunos de sus personajes votan Brexit por algo tan triste y tan cercano como “Estoy tan cabreado con el mundo que... ¿de qué se trata, a qué me opongo?”.
“Pues no eres idealista tú ni nada, si quieres que los niños asuman responsabilidades”, me decía Pablo. “Primero, no son niños, que tienen casi 20 tacos. Y, segundo, no hablo de ellos, sino de nosotros. De dejar de echar culpas y empezar a construir”. “Joé, qué brasas”, se oía de fondo. “Que no, que mi madre es activista y recoge hasta la basura de los demás”, me defendía el pequeño. “¡Serás pringada!”, gritaba el más zangolotino. Relax: la libertad de expresión sirve para domesticar la ira con luz y ejemplo.
Mi objetivo este curso es que mis adolescentes lean a Nando López, un escritor extraordinario al que le he robado el título. De Nando me enamoré porque nada le es indiferente. No solo ha logrado que lean niños y jóvenes, sino que además está consiguiendo que entiendan, en todos los sentidos. Y siempre está al otro lado cuando los lectores le preguntan, le cuentan, le necesitan... “Mientras haya Nando, hay esperanza”, me dice Pablo. “Todos tenemos que ser más Nando”, contesto. Y así, con poco móvil, utopía y demasiado reguetón, empezamos el curso.