actualidad
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De la misma manera que no pensamos 70 veces por minuto “tengo que hacer latir el corazón” –pues de eso se encarga el sistema nervioso–, muchas personas están convencidas de que el acto de desear también nos viene de serie. Sin embargo, no solo no es cierto, sino que el origen de este error suele estar asociado a dos cuestiones. La primera es lo difícil que nos resulta la gestión de nuestro deseo erótico; no sabemos por qué ciertos rasgos nos activan la libido (me pueden erotizar, por ejemplo, las personas con la nariz grande, pero no sé por qué razón me encienden estas características) ni tenemos la seguridad de que se vaya a activar cómo y cuándo queramos. A veces, nos ponemos “como una moto” y no sabemos por qué y otras, en una situación aparentemente propicia, la moto no arranca y tampoco conocemos la razón.
La segunda cuestión es la creencia, muy de nuestros tiempos, de que la avidez libidinal viene determinada solo por una biología basada en las hormonas (o incluso genética) sobre la que no podemos hacer gran cosa. Según esta creencia, el deseo sexual –su cantidad y su calidad– es puramente natural y depende de cuestiones estrictamente biológicas ( niveles de testosterona, gen DRD4…). Frente a eso, si la libido falla solo tenemos un camino: ir al médico a que nos prescriba un remedio farmacológico que la avive. El resultado de este estado de cosas es que tenemos la sensación de que el mando a distancia de nuestro deseo sexual nunca nos pertenece. Pero no es así.
A veces, nuestro deseo puede actuar como una cometa rota al viento: cuando la queremos desplazar a la derecha, se nos tuerce a la izquierda (aunque a veces, como por un milagro, se nos va a la derecha). También es cierto que la bioquímica influye en él y que, como resultado de todo esto, parece tener voluntad propia. Pero creer que el deseo es solo eso... es no saber gran cosa de él. Porque esa teoría no tiene en cuenta algo fundamental en nosotros, los humanos, y especialmente en nuestra condición erótica: la cultura. La cultura es tan determinante en lo que deseo, en cómo lo deseo y en cuándo lo deseo, como de los aspectos biológicos. Porque, aunque nunca aprendimos a hacer latir nuestro corazón, sí aprendimos (aunque ya no lo recordemos) a desear.
De hecho, en nuestras primeras experiencias, no nos regía el deseo sino la avidez pulsional, que es polimorfa y nada selectiva –todo lo quiere y lo quiere a la vez– y además no tiene objeto: las pulsiones no se traducen en algo concreto, pues no tienen representación posible al no haber alcanzado el estado de lo simbólico. La niña no quiere unos zapatos o a ese chico o aprender a tocar el piano, sino algo que no sabe lo que es, algo que no tiene meta ni fin.
Fue tarea de nuestros padres enseñarnos desde la primera infancia a salir de estos estados pulsionales para entrar en un estado deseante. Y lo logramos, sobre todo, porque estuvieron presentes con cariño... pero no siempre. También supieron hacernos esperar: “Mamá ahora se va pero luego vuelve”; “Ese regalo lo tendrás en tu cumpleaños”. Eso nos permitió convertir la pulsión en deseo, que ya quiere algo concreto, que mantiene la calma hasta que lo logra y que sabe que, cuando consigue una cosa, luego vendrá, tras una desilusión más o menos intensa, el deseo de otra. No haber logrado esa reconversión de la pulsión en deseo (no haber aprendido a desear) es el problema de los adultos con personalidad límite y está presente en la mayoría de las psicosis.
Vivimos en una cultura del consumismo paroxístico que propicia las pulsiones (lo quiero todo, a la vez y ya) y desprecia el deseo. Y nuestra subjetividad se construye de acuerdo con estas coordenadas. En las consultas sexológicas cada vez encontramos más esa manifestación pulsional –que a veces se enmascara tras una falsa liberación sexual– en personas más o menos estables, con una alta frecuencia, simultaneidad y rotación de amantes, pero siempre insatisfechas, tanto en su respuesta erótica como en el plano afectivo y emocional.
Estas personas suelen presentar un síntoma común: tienen el deseo parcheado, a medio aprender, fundamentalmente porque desconocen que si algo necesita es tiempo… sobre todo, tiempo de espera. Desde la consulta, lo que podemos hacer por ellas es intentar que aprendan a esperar; a esperar sin llegar a una desesperación que normalmente les sume en la melancolía y la frustración, sino sabiendo que es una parte sustancial del deseo.
El concepto sexológico de espera erotizada, una herramienta sexológica que permite que el sujeto aprenda a disfrutar del placer que aún no ha llegado, nos devuelve los tiempos que el deseo necesita y sana los estragos causados por la inmediatez, además de devolvernos la satisfacción no exclusivamente finalista, la capacidad de disfrutar del proceso.
Pero la pulsión no es su único enemigo. También son muy frecuentes en consulta los casos con deseo hipoactivo. Son personas (sobre todo mujeres) que, sin haber caído en un estado melancólico severo, o sin tener un problema físico o un dilema ético que lo justifique, no consiguen desear. Y así, la secuencia de su respuesta sexual no llega ni a iniciarse, además de producirles enormes dificultades en sus relaciones con los demás.
En estos casos también solemos encontrar un nexo común: su imaginario erótico es pobre, no tienen mucho sustrato en forma de fantasías eróticas con el que alimentar una libido que no llega a activarse. Les faltan palabras y escenarios para construir el relato que sustenta el deseo, carecen de recursos para ello. En estos casos, el terapeuta debe intentar reactivar la capacidad simbólica del sujeto, disciplinarlo en la tarea de imaginarse en situaciones potencialmente eróticas y devolverle el gusto por esa narración.
El objetivo es que la persona rellene de nuevo su imaginario erótico (muchas veces con lo que ha estado reprimiendo) para que cuando su deseo acuda, tenga de dónde extraer material novelesco.
Volviendo a la comparación con ese corazón que bombea sangre a todo el cuerpo sin que intervengamos en su actividad: puede que su latido quede fuera de nuestro control, pero sí es responsabilidad nuestra intentar relajarnos si el pulso se nos dispara o evitar las grasas saturadas. El mismo cuidado debemos practicar con nuestro deseo. Porque, si del corazón depende nuestra vida, del deseo depende nuestra existencia.