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Valeria Luiselli: "Los niños que llegan solos a la frontera cuentan historias de terror"

Miles de menores que son tratados como delincuentes intentan cruzar cada día a territorio estadounidense. La escritora mexicana les escuchó y no pudo mantenerse al margen de la violencia y la injusticia que atraviesa sus vidas.

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Beatriz González
Beatriz González

Durante los 15 días que lleva en Europa, no ha habido un solo hueco en la agenda de Valeria Luiselli. La razón es que todos quieren conocer más de cerca a esta mexicana afincada en Nueva York que, a sus 36 años, ha revolucionado el mundo literario al tiempo que ha abierto un debate político con su última novela, Desierto sonoro (Ed. Sexto Piso).

En ella cuenta el viaje por carretera de un matrimonio en crisis que conduce desde Nueva York hasta Arizona junto a sus hijos de 10 y cinco años. La pareja se dedica a documentar realidades a través del sonido, pero en proyectos diferentes: él sigue los ecos de los últimos apaches que lucharon contra México y Estados Unidos; ella busca documentar la diáspora de niños que llega a la frontera del país. Es así como la odisea familiar se entrecruza con otro viaje: el de miles de niños latinoamericanos que llegan a territorio norteamericano en busca de asilo y acaban encarcelados. Eso... los que llegan. Porque otros muchos simplemente desaparecen.

Dice Luiselli que nunca ha escrito una novela “como si naciera de la cabeza de Zeus, de un espacio absoluto de ficción. Necesariamente escribimos sobre nuestras propias vidas”. En la suya, los niños ocupan un lugar muy importante desde el verano de 2014, cuando estalló la crisis migratoria. En aquellos meses, decenas de miles de menores centroamericanos intentaban cruzar la frontera de EE.UU. en busca de un lugar donde vivir. En concreto, entre octubre de 2013 y junio de 2014, la cifra de menores detenidos en territorio estadounidense superó los 80.000. Poco después, entre abril de 2014 y agosto de 2015, llegaron más de 102.000 niños.

Un infierno entre nosotros

El 80% de las mujeres y niñas que cruzan territorio mexicano para llegar a EE.UU. son violadas en el camino".

Una vez en suelo estadounidense, esos menores necesitan traductores y aquel verano la situación se había desbordado. Fue entonces cuando Valeria Luiselli se ofreció para trabajar como traductora voluntaria en la corte migratoria de Nueva York y empezó a tomar notas sobre lo que estaba pasando. Ella no considera a los niños inmigrantes, sino refugiados, pues los primeros buscan trabajo y los segundos, protección. “Reflexionaba sobre cómo se podía contar esta historia. Tratándose de niños, ¿cómo se puede entender esta realidad tan aparentemente irreal? Son cientos de miles llegando solos a la frontera, sin documentos, sin padres…”, recuerda.

Los números daban vueltas en su cabeza una y otra vez: el 80% de las mujeres y niñas que cruzan territorio mexicano para llegar a la frontera con Estados Unidos son violadas en el camino; desde 2006 han desaparecido 120.000 migrantes en su tránsito por México; según un informe publicado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos en México, solo entre abril y septiembre de 2010 hubo 11.333 víctimas de secuestros.

En lugar de las 72 horas que estipula desde 1997 el llamado Acuerdo Flores que regula las condiciones de internamiento de menores no acompañados, los niños pasan semanas encerrados en instalaciones similares a cárceles. / getty

Tampoco dejaban de atormentarla las historias que conoció en la corte migratoria. Como la de las dos hermanas de cinco y siete años de una aldea de Guatemala cuya abuela se encargó de bordar en los cuellos de los vestidos que llevaban un número de teléfono. Antes de que emprendieran su viaje para cruzar les pidió que nunca, nunca, nunca se quitaran sus vestidos. Ni para dormir. Ni para bañarse. Así podrían enseñar el número de teléfono que ella había bordado al policía que las encontrara cuando llegaran a la frontera. Y así acabarían viviendo en Nueva York junto a su madre. Salvo que el relato no terminó exactamente de esa manera: las niñas encontraron a su madre, pero fueron luego deportadas. O historias como la de Manu, un adolescente hondureño que llegó huyendo de las bandas de pandilleros de Tegucigalpa, solo para darse cuenta de que la localidad neoyorquina de Hempstead, donde acabó viviendo con su tía, es un trozo de Tegucigalpa con los mismos pandilleros que su ciudad natal, solo que más feo.

En esa misma corte, Luiselli se enteró de que los coyotes, los traficantes de personas que actúan en la frontera, cobran entre 3.000 y 7.000 dólares por los menores–y que son más caros los niños que las niñas–. O que más de medio millón de migrantes centroamericanos se suben cada año a los trenes conocidos como La Bestia, trenes sin servicio para pasajeros sobre cuyos vagones de carga se suben quienes quieren cruzar la frontera a pesar de los accidentes.

La escritora quiso dejar plasmada su experiencia en el libro Los niños perdidos. Un ensayo en 40 preguntas (Ed. Sexto Piso), con el que el año pasado ganó el prestigioso American Book Award. En él repasa las 40 preguntas que traducía para los niños, con cuyas respuestas se intenta reunir material para sopesar si el menor es defendible ante una orden de deportación. La primera de las 40 preguntas era: “¿Por qué viniste a los Estados Unidos?”; la segunda, “¿cómo viniste hasta aquí?”. “Eran todas historias de terror”, recuerda. “Hoy, la mayoría de niños centroamericanos que llegan solos a la frontera son inmediatamente deportados bajo una cláusula cínica y siniestra denominada retorno voluntario. El sistema no parece saber cómo afrontar la realidad de los niños indocumentados. Los mismos por los que la hija de Luiselli preguntaba cada día, y a quien la pequeña llamaba “los niños perdidos”.

Para mí fue muy claro que tenía que vincularme a lo que estaba sucediendo y hacer algo”.

¿Qué sentía la escritora de origen mexicano al estar en medio de todo ese proceso? “Para mí fue muy claro que tenía que vincularme y hacer algo”. Fue la razón de que dejara de trabajar en Desierto sonoro, la novela que había comenzado y que finalmente no ha visto la luz hasta ahora, para escribir un ensayo denuncia. “Estaba tratando de utilizar la novela como un instrumento político motivada por mi propia rabia, tristeza y frustración al estar escuchando los testimonios de los niños en la corte migratoria. Pero una novela no puede ser un medio para un fin, es más ambivalente que eso. No es una forma de convencer a nadie de nada, no puede serlo. De lo contrario, se convierte en algo ilegible, moralista… Así que decidí escribir el ensayo Los niños perdidos porque ese género sí me permitía hacer un libro como instrumento de denuncia. Gracias a esa fuga después pude volver a la novela con mucha más libertad”.

Escribir bajo vigilancia

No ha sido su único intento por cambiar la realidad de los niños “perdidos”. Junto a su sobrina, quien también trabajó como traductora voluntaria en la corte migratoria, ahora imparte talleres en los centros de detención para menores migrantes como forma de ofrecerles una salida. “Sé que lo único que sé hacer bien es escribir y enseñar a escribir –dice–. Por eso hace apenas un año empezamos a dar estos talleres de escritura creativa”, comenta y explica que este tipo de clases tienen sus particularidades. “No solo se trata de saber dar un taller de escritura, es hacerlo en un espacio donde estás siendo vigilado, donde no puedes decir ni preguntar ciertas cosas… Hay reglas del juego muy particulares que hacen muy difícil el taller”, reconoce.

Dicen de ella que es una escritora imprescindible, que mezcla pedazos de la vida cotidiana con realidades abrumadoras a las que no siempre se quiere mirar de frente. Y lo hace con una escritura que es el mismo tiempo tierna, divertida, ágil, paciente, desgarradora y, sobre todo, documentada. “Creo que todos escribimos con los hilos o los ecos de nuestra vida cotidiana, sea una novela distópica ocurrida en Marte o cualquier otra cosa. Los escritores observamos el mundo que tenemos en frente, en el espacio de nuestra casa, del trabajo, o en la esfera política que ocupamos. Necesariamente escribimos sobre nuestras propias vidas”.

La biografía de Valeria Luiselli ha transcurrido en lugares muy diferentes debido al trabajo de su padre diplomático, que la llevó a vivir prácticamente toda su infancia y adolescencia fuera de su país. Por eso afirma que, como los niños de los que habla en sus dos últimos libros, nunca ha dejado de sentirse extranjera. “Cuando tenía dos años nos fuimos unos meses a Estados Unidos, después estuvimos varios años en Costa Rica, más tarde vivimos en Corea del Sur, después en Sudáfrica y luego yo me fui sola a la India para terminar el instituto en un internado. Supongo que me ha influido, pero no vinculo la infancia con algo en particular sino con un mosaico de personas y lugares muy fragmentados que finalmente componen quién soy. Uno está siempre un poco roto. Por otro lado, el ser de fuera es el lugar donde he aprendido a estar. Ese espacio interno de extranjería es lo que sé ser”.

Esa misma manera de ser, esa visión binocular del mundo, es la que la lleva a escribir siempre el inicio de sus obras en dos idiomas: inglés y español –“es la forma en que crecí, y también la manera en que funcionan los cerebros bilingües”–. O a ser completamente incapaz de cerrar los ojos ante realidades injustas.

La escritora Valeria Luiselli. / Diego Berrueco

Aunque no siempre se ha llevado bien con el activismo. Cuando tenía 10 años, su madre se unió al movimiento zapatista en México. La escritora odiaba la política por esa razón. ¿Cuándo volvió a reconciliarse con ella? “Hace mucho que me he reconciliado tanto con mi madre como con el activismo. Supongo que, al entrar en la edad adulta, empecé a entender las decisiones que había tomado mi madre. Y cada día las entiendo más”, dice.

Minutos después reflexionará sobre el rol de género en las familias. “Seguimos sin juzgar igual a hombres y mujeres en sus roles de padre y madre. Un padre que lleva un carrito levanta comentarios de aprobación. Una madre que se ausenta porque así lo pide su trabajo es una madre llena de culpa que tiene que justificarse”.

Instituciones verticales

Quizá por esa razón vive rodeada de mujeres: su hija de nueve años, su sobrina, su madre, que también pasa temporadas en su casa… Últimamente se encuentra más cómoda en el círculo femenino. “Tengo amigos hombres muy interesantes, sin duda, pero hay momentos en la vida en que se prefiere la compañía femenina. Y estoy en uno de ellos. El otro día leía un ensayo brillante de Ursula Le Guin sobre cómo todas las instituciones que rigen la vida humana son instituciones verticales creadas por hombres, desde la iglesia hasta la universidad pasando por el ejército, el gobierno y todas las demás. A lo largo de la historia han admitido presencia femenina, pero siguen teniendo estructuras masculinas. Le Guin dice que cuando se reúnen mujeres para organizarse, las estructuras que se generan suelen ser más fluidas, más ambivalentes, menos verticales. Me produce curiosidad, y también emoción, imaginar cómo podrían ser esas instituciones si las instituyeran las mujeres. Quizá en 100 o 200 o 500 años reemplacen a las formas que tenemos ahora, siendo pensadas e imaginadas de forma totalmente distinta”.

La literatura ha estado tradicionalmente dominada por hombres, aunque reconoce que desde hace un tiempo se tienen más en cuenta las voces femeninas. “Pero nos ha costado mucho a todas. Mujeres de otras generaciones tuvieron que luchar por tener espacios y nuestra generación sigue librando esas luchas. Cuando tenía 20 años, la sensación era que solo había un espacio para una mujer. Éramos más duras unas con otras hasta que entendimos que el problema estaba en que había demasiadas corbatas ocupando sillas, y que tenían que hacerse a un lado porque somos muchas y buenas”, afirma. “En América Latina, por ejemplo siempre, he tenido la sensación de que algunas escritoras contemporáneas, si tenían fama, no tenían derecho al prestigio”.

¿Y a la de por qué se quedó en EE.UU.? “Me fui quedando sin planearlo demasiado. Es el país donde ha crecido mi hija y donde vive mi hijastro; el país que me dio una educación doctoral y formal y un espacio para seguir ejerciendo mi profesión. Ahí es donde está ahora mi comunidad literaria, mi comunidad de amigas y colegas con las que hacemos trabajo político de activismo…Tengo la mitad del corazón en México y un poco en otros lugares, porque mis amigos del alma están en Barcelona. Lo bueno es que Nueva York está a medio camino de muchos afectos”.

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