La periodista y escritora Susan Orlean. / Juan Millás

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Susan Orlean: "Ver a Meryl Streep haciendo de mí en el cine fue marciano y fascinante"

Es (gracias al cine) un mito del periodismo literario. La autora de El ladrón de orquídeas lleva una vida tratando de desentrañar la naturaleza de las pasiones humanas. ¿Su último asombro? La historia (olvidada) del gran incendio de la biblioteca de Los Ángeles.

Susan Orlean lleva una vida rastreando las obsesiones de los otros. Las descodifica. Las escudriña. Se las aprende. Nos las cuenta. Es una experta en el asombro. Y no lo imposta. Da igual que haya rebasado los 60: sigue siendo una chica judía de Ohio algo pizpireta, de piel nívea, irreductiblemente pelirroja, inmune al sarcasmo y vivaz con el dato, que abre mucho los ojos cuando escucha. Una periodista sin miedo a la digresión, que sigue los caminos torcidos de la experiencia humana y trata de desentrañar la naturaleza de sus pasiones.

En 1987, con 31 años, llegó a Nueva York “con una fantasía”: trabajar en la revista más prestigiosa de Estados Unidos y, probablemente, del mundo, The New Yorker. Se instaló en un pequeño apartamento del Upper West Side, en la calle 72, y se enamoró de la eléctrica energía literaria de la ciudad. “Yo había vivido en lugares como Michigan y Portland, y en esa época en Nueva York había muchísimo crimen, la epidemia de crack, la suciedad... pero había tantos escritores, tantos editores, todas las revistas... Cuando te instalas allí, te da la sensación de que todo se desvanece y de que ya no hay plan B, de que es Nueva York o nada. Porque amarla es como sumarte a una secta. Llegué a creer que jamás me marcharía de allí”.

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La periodista no conocía a nadie en The New Yorker, pero una mañana, se presentó en la revista y dejó su currículo y algunos recortes en recepción. Volvió a casa con sensación de derrota. “Pensé que era ridícula, que había muchísima competencia y que mi dosier se iría a la basura, pero cuando llegué a mi apartamento tenía un mensaje en el contestador de Charles McGrath, el subdirector, que acabaría siendo mi editor y mi mentor. Me citó para la mañana siguiente y esa semana escribí mi primer artículo”. La pregunta es evidente: ¿qué vio en ella? “Bueno... Llegué con 20 ideas para la sección The talk of the town. Seguro que algunas eran malas, pero acabé haciendo muchas”. La primera tenía que ver con las camisetas de Benetton. “Enseñaban a su gente a doblar la ropa para que fuera una especie de origami perfecto; en esa época formaba parte de su imagen de marca, y acudí a sus clases. Otro tema muy tonto, pero que funcionó, fue el de la cortina de la bañera. En ese momento había una cortina de ducha con un mapa del mundo que, de un día para otro, toda la gente tenía en casa, así que escribí sobre ella. Hice tantas... Hubo otra, muy graciosa. En las ferias callejeras había un tipo que llevaba unas sillas gigantescas, muy altas... La idea era hacerse una foto y, con la desproporción, parecer un muñeco. Cobraba dos dólares por foto. Era un tipo muy extraño, una especie de fenómeno, y la gente hacía cola para fotografiarse. Hice montones de artículos de ese tipo, sobre pequeñas historias que para mí iluminaban la vida ordinaria; pequeños fenómenos que me intrigaban y de los que siempre quería saber más”.

A finales de los 80 en The New Yorker teníamos tiempo, gastos y extensión ilimitados para escribir un reportaje”.

Susan Orlean llegó a The New Yorker, que dirigía Robert Gottlieb, en una época con resonancias míticas a ojos de la actual crisis del negocio editorial y su extenuante precariedad. “Teníamos tiempo y gastos ilimitados, no había fecha de entrega, a nadie le preocupaba lo que estaba gastando para construir su historia y podías hacer tus artículos tan largos como quisieras…”. Esa forma de funcionar causaba algunos estragos con periodistas que se eternizaban en las investigaciones o se bloqueaban por exceso de perfeccionismo. “Locos minuciosos que seguían trabajando y puliendo. Sin plazos, se puede trabajar en algo para siempre –añade Susan–. Para algunas personas es glorioso y liberador. Para otras, puede ser una trampa”.

La inmediata excentricidad

Orlean, disciplinada, una mujer aparentemente poco neurótica (“siempre me he considerado una fábrica de palabras”) dedicaba unos tres meses a cada historia “dependiendo de la complejidad” y podía llegar a publicar cuatro en un año. Consiguió un despacho en la redacción en 1992 y lo cerró en 2003, cuando se marchó a vivir a Boston por amor. Durante esos 15 años, escribió sobre chicas adolescentes que surfean en Maui; sobre gospel (sus rivalidades, sus estrellas, sus sagas, sus devotos); sobre un “rey africano” que conducía un taxi en Manhattan; sobre la torera española Cristina Sánchez, sobre la forma de ver el mundo de un niño de 10 años... Pero el artículo que la consagró (y que casi acabó haciendo de ella un personaje pop gracias a su adaptación cinematográfica) hablaba de orquídeas o, más bien, de sus patológicos coleccionistas.

En 1994 se encontró con una breve noticia acerca de un robo de 200 orquídeas exóticas en una reserva de Florida y la recortó. El ladrón era John Laroche, que había trabajado para una tribu de indios semínolas y cuyo sueño era hacer fortuna clonando una extraña especie: la orquídea fantasma. Susan le entrevistó tras asistir al juicio y el resultado fue un artículo que tituló Orchid Fever, publicado el 23 de enero de 1995. Tras dos años de investigación, aquel reportaje de 6.500 palabras acabó convertido en un libro de 300 páginas.

Laroche, un excéntrico cazador de orquídeas experto en horticultura, que se veía a sí mismo como “un hijo de puta muy astuto”, se convirtió en su sherpa hacia un mundo de pantanos, caimanes y fragantes obsesiones. El libro es, como todo lo que ha escrito Orlean, tan exhaustivo que da la sensación de que no hay flanco del asunto que quede sin escudriñar, desde las costumbres de los viajeros victorianos a los procesos de polinización. Pero lo que acaba siendo más memorable es, tal vez, su propia relación con el ladrón de orquídeas, un compañero de viaje –y un objeto de estudio– tan irritante como seductor.

Le pregunto si sabe qué pensó finalmente Laroche sobre aquel artículo. “Bueno... No había nada en contra de él, pero hacía un retrato muy complejo y nada amable sobre su personalidad. Y pensé: “¿Dios, qué va a pasar si lo lee y lo odia?”. Y no estoy hablando de algo legal, sino de la sensación emocional de que la otra persona se pueda sentir traicionada. Yo soy incapaz de decir: “Me resbala, son gajes del oficio; he dicho la verdad”. No tengo ese tipo de personalidad y por eso trato con todas mis fuerzas de ser, sobre todo, honesta y justa”.

La empatía decisiva

Hablamos también sobre la compasión y la ética en el periodismo. “La empatía es algo decisivo en esta profesión, sobre todo si estás escribiendo sobre gente muy distinta a ti –añade Orlean–. No es cuestión de halagarles (ni siquiera en esos casos les suele complacer tu visión), pero si llegas hasta alguien, si ese alguien se abre y, a cambio, tú haces una caricatura, le estás fallando... El caso es que unos días después, Laroche me llamó. Tenía una queja sobre algo que dije que su novia había dicho, y luego añadió condescendiente: “Si escribes algún libro más, creo que te acabarás convirtiendo en una buena escritora”. [Risas] Lo más importante para él es que obtuvo muchísima atención y nada podía hacerle más feliz que que le hicieran caso”.

En 2002 Orlean acabó convertida en un personaje de ficción gracias a ese libro. Ella también se hizo famosa. ¿Cómo es ver a Meryl Streep haciendo de una misma? “Raro, marciano, diría, y a la vez fascinante, todo al mismo tiempo”.

Adaptation, dirigida por Spike Jonze y con guion de Charlie Kaufman (que era también un personaje en la metaficción de la historia), logró cuatro nominaciones a los Óscar. Se convirtió, además, en una película de culto. Pero, claro, a ella, al principio aquella locura le dio mucho miedo. “La primera vez que la vi duraba cuatro horas y era una versión en bruto. Cuando terminó, pensé: “Esto va a arruinar mi carrera, la gente me va a confundir con el personaje”. Después de la proyección, estaba tan distraída con la extrañeza de mirarme en un espejo en el que no me reconocía que apenas era capaz de escuchar las conversaciones: nunca anticipé que se acabaría convirtiendo en una obra maestra sobre la lucha de la creatividad”.

Susan Orlean está en España para presentar su último libro, La biblioteca en llamas, acompañada por su marido, John Gillespie, y su hijo Austin, de 14 años. El 1 de enero de 2018, Susan escribía en Twitter, donde es especialmente activa: “Debido a que no considero que una sola fuente de estrés sea suficiente, mi libro se debe entregar el día del Bar Mitzvah [el rito judío del paso a la madurez de un niño] de mi hijo. Ah, y además nos estamos cambiando de casa. ¡Todo bien!”.

La biblioteca en llamas, de Susan Orlean. / d.r.

La hora de la maternidad

Mientras hacemos la entrevista en el Hotel de las Letras, los dos –uno de pelo rojo; el otro, cano– la esperan pacientemente en la cafetería. Con su mechón verde, sus uñas verdes y su hijo adolescente, la escritora dista mucho de aparentar los 64 que cumple este mes. Le comento que fue una madre tardía y utiliza una expresión inglesa para confirmar lo evidente: “Sí, esperé at the eleventh hour [hasta el último momento posible]. En realidad, ya lo había descartado, pero conocí a mi marido y decidimos intentarlo con mucha ayuda de doctores expertos en fertilidad. En ese punto de mi carrera ya me sentía establecida. Si hubiera tenido un hijo más joven no habría podido desarrollar mi trabajo como lo hice”. ¿Por qué? “Porque no hay nada acerca de ser madre que sea fácil. Cuando estaba empezando, viajaba sin parar y estaba totalmente absorta en mis historias. En The New Yorker había alguna mujer con hijos, pero para la mayoría era impensable. Por supuesto, para los hombres era distinto. Si tenían que viajar, lo hacían. Y todos daban por hecho que amaban a sus hijos. Lo peor es sentir que estás fallando en todo lo que haces: como madre y en el trabajo. Porque no eres capaz de entregarte a nada por completo. Y eso muy duro”.

Hay periodistas que necesitan irse a la guerra para encontrar emociones fuertes; Susan Orlean tropezó con el tema de su último libro haciendo con su hijo lo que su madre había hecho con ella durante toda su infancia: ir juntos a la biblioteca. “Es uno de los recuerdos más vívidos de mi niñez. Esa sensación de libertad... En una tienda tu madre nunca te quitaba ojo para que no desordenaras; en la calle te cogía de la mano..., pero en la biblioteca te la soltaba. Recuerdo esa sensación de avaricia, como si pudieras tener cualquier cosa que desearas. En parte era un deseo de acumulación, porque si tenías hambre de poseer esos libros nadie te iba a decir: “Solo puedes elegir uno”. Y, al contarlo, la voz de Susan hace una flexión sensual y juguetona, como si el hecho de desear cuantitativamente fuera para ella, aún hoy, una excitante transgresión.

Hasta que llegué a Los Ángeles nunca había pensado en los incendios: ahora sé que acechan en todas partes”.

Acababa de mudarse con su marido y su hijo a Los Ángeles –otra ciudad, otro contexto, otras sensaciones, viajes en coche, palmeras, otros asombros–, cuando descubrió que algunos de los libros de la Biblioteca Central todavía olían a humo por culpa del gran incendio de 1986. ¿Incendio? ¿Qué incendio? “No podía entender cómo no había tenido noticia de un acontecimiento de semejante magnitud –escribe en su libro–. Porque no fue como si un cigarrillo hubiese prendido un contenedor: las columnas de humo encapotaron el cielo durante casi ocho horas, se alcanzaron temperaturas de 1.000 grados, acudieron casi todos los bomberos de la ciudad, 50 resultaron heridos y se perdió un millón de ejemplares entre los libros calcinados y los deteriorados”.

La jerarquía de las catástrofes

Aquel fuego devastador pasó casi desapercibido para la prensa porque sucedió a la vez que el accidente de Chernóbil. Las catástrofes tienen su jerarquía de muertos y, aparentemente, un millón de libros calcinados no pueden dejar de latir. La biblioteca en llamas habla de aquel suceso, pero no es menos exhaustivo que su ensayo sobre las orquídeas y crece, ahonda y se ramifica con datos, personajes e historias que iluminan la relación del ser humano con el conocimiento: gracias a Susan Orlean aprendemos sobre el asalto a la biblioteca de Alejandría, sobre cómo organizaban los nazis sus brigadas (de estudiantes) para la quema de libros, sobre la historia del Cuerpo de Bomberos de Los Ángeles y sobre el desarrollo de las bibliotecas públicas en Norteamérica, paralelo al del ferrocarril y la fiebre del oro. Aprendemos que un gran incendio es siempre algo ruidoso, clamoroso, rugiente.

Durante el proceso de investigación y escritura, la madre de Susan, enferma de alzhéimer, fue perdiendo la memoria. Esa mujer nacida en Hungría, lectora empedernida, es otro de los personajes de La biblioteca en llamas. Al fondo –de los anaqueles, de las páginas– su identidad se va extinguiendo, renglón a renglón, consumida por el tiempo y su fuego (o escalpelo) invisible. El libro está escrito para ella. La madre que nunca lo pudo leer.

Entre las pérdidas del incendio, la mejor colección de libros sobre caucho del mundo, mapas históricos, uno de los ejemplares del Primer folio de las obras de Shakespeare... Pero cuando le pregunto a la escritora por lo más valioso, ella habla de intangibles. “Realmente, lo que se extinguió fue la sensación de seguridad. La percepción de que la biblioteca era algo que duraría para siempre. Creo que más que un libro caro o irreemplazable, lo profundamente dañado fueron las personas. De hecho, hasta que llegué a Los Ángeles nunca me había parado a pensar en incendios, pero ahora sé que acechan por todas partes”. Y al transcribirlo, me queda la duda de si está hablando de la biblioteca o de su propia orfandad.

Antes de decir adiós, le pregunto qué le da más miedo: perder la memoria o ser olvidada. “Ser olvidada –responde sin dudar. Y sin pudor–. Desde niña, encontré la idea de ser olvidada aterradora y creo que, en el fondo, esa es la razón por la que alguien escribe: para dejar algo permanente en el mundo”.

¿Quién querría quemar un libro... o un millón?

La historia de cualquier incendio es la historia de un olvido, por eso casi nadie recuerda lo que ocurrió el 29 de abril de 1986. Aquel día, la Biblioteca Pública de Los Ángeles amaneció consumida por el fuego y se perdieron un millón de libros. ¿Quién querría quemar una biblioteca? ¿Por qué? La periodista Susan Orlean se hizo esas preguntas y poco después entendió que el relato detectivesco en busca del culpable sería apenas una excusa para trazar su personal visión del conocimiento y de las personas que creen en él. Por eso Harry Peak –¿el pirómano?– es el falso protagonista de este crimen verdadero que reivindica el valor de la memoria.