¿Es posible que Margaret Atwood sea una auténtica bruja? Dejemos hablar a los hechos. La casi octogenaria autora canadiense ha llegado a la entrevista usando un atuendo típico de las brujas del siglo XXI: pantalones negros y zapatillas plateadas. Detrás de ella, un séquito de editoras le están preguntando qué color de uñas usará para la promoción de Los testamentos, la continuación de su obra maestra, El cuento de la criada [que en España publica Salamandra] y Atwood ha contestado coqueta (¿o es irónica?) que ha elegido un “tétrico verde Halloween”, que hace juego con la portada del libro.
Cuando por fin nos dejan a solas, no puedo evitar preguntarle en qué suele equivocarse la gente cuando piensa en ella. “Creo que piensan que soy más cruel o que doy más miedo del que doy en realidad. Y sí, claro que puedo ser cruel y hasta dar miedo si quiero. Pero solo si empiezas tú”.
Tiene la piel y la actitud sobrenaturalmente jóvenes y unos ojos como taladros, que a estas alturas ya se han fijado en los bolígrafos que ha dejado en la mesa el personal del hotel. “¿Crees que les darán a los hombres los mismos bolígrafos color rosa que a nosotras?”, pregunta algo indignada. Es el tipo de detalle que Atwood incluiría en cualquiera de sus novelas distópicas. Aunque, para referirse a ese género literario que ella practica, prefiere usar el término “ ficción especulativa”. Sea como fuere, sus libros están llenos de este tipo de observaciones que hacen que los lectores experimenten la ficción como algo verdadero. Una vez escribió: “Si voy a crear un jardín imaginario, quiero que los sapos que lo habitan sean reales”.
El cuento de la criada está dedicada a Mary Webster, posible antepasada suya, que fue colgada por brujería en el siglo XVII, pero sobrevivió debido a la inexperiencia del verdugo. La izaron por el cuello “como una bandera”, me dice. A su manera, Margaret Atwood también es una superviviente: muchas de las mujeres que ahora se congregan para comprar y leer Los testamentos, difícilmente habían nacido cuando escribió El cuento de la criada, hace 35 años. Tres décadas después, su última novela, Los testamentos lleva varias semanas en las listas de los más vendidos de España, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Italia... Y la primera parte, publicada ya en edición de bolsillo, le pisa los talones.
Con respecto a la hipótesis de que sea una bruja, también tenemos que contar con su capacidad para predecir el futuro. En el orwelliano año 1984, durante una estancia en Berlín occidental, Atwood escribió su obra más conocida, El cuento de la criada, que ya en 1990 tuvo una gris versión fílmica, y que, desde que se estrenó su adaptación televisiva, se lee como una oscura profecía sobre el ataque a los derechos de las mujeres en la era Trump.
No es la primera vez que se anticipa: otro de sus libros, Payback: la deuda y el lado oscuro del bienestar, llegó justo a tiempo para la crisis financiera global. Y cualquiera diría que estamos a punto de producir los ChikieNobs, esos espeluznantes “pollos” genéticamente modificados que aparecían en su libro Oryx y Crake, que tenían 20 pechugas y una cabeza sin ojos, sin pico y sin funciones cerebrales. Muchas de las visiones sobre las que ha escrito a lo largo de sus 60 libros parecen haberse realizado, o estar a punto de convertirse en realidad. ¿Cree que tiene un sexto sentido? “Bueno, eso dicen... Pero no, qué va, es solo que suelo prestar atención a las cosas”. Tal vez sea esa atracción por interpretar los detalles lo que la lleva a querer leerle la mano a sus entrevistadores. ¿O será su espíritu juguetón?
Cuando tenía 20 años y empezaba a escribir, en Canadá, los hombres que la entrevistaban casi siempre se mostraban condescendientes con ella. Error. Atwood pasó sus primeros años en los bosques del norte, bajo la influencia de una madre fuerte y decidida, y preparándose para luchar contra osos y periodistas sexistas. “Me decían cosas como: “Las mujeres escritoras tienen una mirada furtiva en su escritura porque saben que es algo que no deberían estar haciendo”. En respuesta, Atwood, que ya había realizado un doctorado en la Universidad de Harvard, solía ser especialmente implacable. “Creían que iban a ganar, pero...”. Ahora, dice, hay que “estar muy atenta y comportarse, no puedes ir por la vida hundiendo periodistas o se lo tomarían fatal”. Pero de vez en cuando todavía se le escapa alguna pillería. Como cuando, hace unas semanas le leyó la mano a una periodista de The New Yorker y le soltó: “Bueno, no eres exactamente la Virgen María”. Con sus interlocutores, es como un gato jugando con un ratón. Así que, cuando me pide que le acerque la mano para leerla, lo dudo por un momento. “¿Estoy siendo un poco aterradora?”, dice refiriéndose a su quiromancia.
Mirándolo en retrospectiva, dice que ahora se siente agradecida de haber empezado su carrera en un entorno como el canadiense. “De niña, yo no tenía ni idea de lo duro que podía llegar a ser convertirse en escritora. Mis referentes eran Jane Austen, Emily Brönte y Emily Dickinson... Muertas, pero mujeres al fin y al cabo. Para mí, la cuestión no era de género, sino de país. En ese momento, no había muchos escritores ni masculinos ni femeninos en Canadá. Así que había muchas posibilidades de ser una escritora canadiense porque, en realidad, era una categoría muy poco concurrida”. Ella y otros autores de su generación pudieron trabajar en sus obras sin presión comercial gracias a que les publicó una pequeña editorial que también editaba guías para prevenir enfermedades de transmisión sexual. En esa época, decidió escribir su propia guía, pero no sobre salud sexual, sino sobre literatura canadiense: la tituló Survival. Allí defendía la tesis de que el tema fundamental de la literatura británica era el concepto de insularidad y aislamiento; el de la literatura estadounidense, la frontera; y el de las letras canadienses –como acabaría sucediendo en su propio libro El cuento de la criada–, el de la supervivencia. “Pero ya ves, parece que ahora el resto del mundo se ha puesto al día con ese viejo tema tan canadiense”, me dice.
En los años 80, cuando escribió su famosa distopía, Margaret Atwood tenía una hija pequeña, igual que su protagonista, Defred. Ahora, el personaje central de Los testamentos es tía Lydia, una mujer envejecida y moralmente cuestionable, que está en la cima de su fama y su poder, a través de la adulación y la escritura. Sé que los escritores se resisten a las lecturas “autobiográficas” de sus obras —“Si nos resistimos es porque suelen ser lecturas simplistas”, ataja ella directamente—, pero no puedo evitarlo: ¿acaso son Defred y la tía Lydia dos facetas de la propia Atwood en diferentes momentos de su vida? ¿Algo de su momento vital puede haberse colado en su escritura?
“Es verdad —dice, desviándose astutamente de tema—. Los mayores sabemos cómo es ser joven, pero los jóvenes no saben realmente cómo es ser mayor. Pueden hacerse una idea pero… Yo digo: esperad, ya llegaréis, y en realidad no es tan malo como lo pintan”.
Sin embargo, el envejecimiento y la mortalidad tienen que estar en su mente. Pocos días después de nuestro encuentro, su compañero, Graeme Gibson, murió a los 85 años de edad. Habían estado juntos desde 1973 (era el padre de su hija Jess) y sufría alzhéimer. Atwood le acompañó en el viaje a Londres, donde murió en un hospital. “Tuvo unas hermosas últimas semanas y se marchó rodeado de amor, amistad y aprecio –dijo Atwood sobre “su amado” Gibson, en un comunicado oficial que difundió su editorial–. Estamos agradecidos por su vida sabia, ética y comprometida”.
¿Teme Atwood a la mortalidad? “No. La evidencia es que todos han muerto hasta ahora”. Pero precisamente, “todos” tienen miedo ¿no?, le pregunto. “¿De qué habríamos de tener miedo? No creo que vaya a tener una enfermedad dolorosa. O, al menos, no necesariamente. En mi familia, la muerte suele llegar en forma de ataques cardíacos o derrames cerebrales, y los dos tienden a ser trances muy rápidos”. Le alabo su piel tersa y casi sin arrugas. “Es todo gracias a mi madre. Las mujeres de esa rama de mi familia han sido muy longevas y suelen tener mucha energía, hasta que finalmente se desmoronan”.
¿Es usted atea?, le pregunto. “No. El ateísmo es demasiado dogmático para mí. Yo soy agnóstica, pero estricta”, me dice. Y repite en voz alta: “Muy estricta”. Pensé que los agnósticos no eran estrictos, me atrevo a decirle. “Lo que quiero decir es que no puedes proponer como conocimiento algo que de hecho es solo creencia y fe”, contesta.
Atwood ha dicho en más de una ocasión que, a los 79 años, está en la fase de “la placa conmemorativa y el adiós” de su carrera. Una coquetería que parece ignorar su constante presencia en las quinielas al Nobel y el hecho (incontestable) de que le acaban de conceder el segundo Booker Prize de su carrera. El primero lo ganó en 2000 por El asesino ciego, y el segundo –compartido con Bernardine Evaristo, una joven autora de origen nigeriano nacida en Londres– lo acaba de recibir por Los testamentos.
Margaret Atwood es, de hecho, la ganadora más veterana del Booker y, junto a Iris Murdoch, la persona que acumula más candidaturas a este galardón de las letras británicas: seis. Después todos estos logros, y de publicar más de un libro al año, ¿piensa alguna vez en el retiro? “No… O, al menos, debería decir que todavía no”.
Mientras la tía Lydia, en Los testamentos, escribe su última voluntad, ella aún no sabe cuántos libros le quedan en el tintero. “¿Quién sabe? Todavía no ha llegado el momento de hacer como Próspero, el protagonista de La tempestad de Shakespeare, que ahoga sus libros en el mar. ¡Qué cosa más estúpida para alguien tan listo, por cierto!”.
Lo que sí tiene, dice, es el mismo miedo que cualquier escritor a que la calidad de su trabajo se deteriore con el paso de los años. Pero también presume de contar con un equipo de editores y amigos de confianza –sus primeros lectores–, en los que confía plenamente. “Ellos jamás me mentirían. Si llego al punto en que lo que escribo son un montón de tonterías, cuento con ellos para que me lo digan”. Empiezo a decirle que cualquier tontería suya podría ser mejor que el mayor esfuerzo de muchísimos autores… pero me interrumpe con sorna: “¿Acaso estás insinuando que ya he escrito algunas tonterías?”.
Volviendo a Gilead, [la teocracia donde tiene lugar El cuento de la criada] le recuerdo una idea largamente extendida según la cual el recato forzado de las criadas, las violaciones, lapidaciones y asesinatos por honor de esa novela tienen más paralelismos en la vida real con los regímenes totalitarios islámicos que con cualquier situación vivida en EE.UU. “Bueno, tampoco tienes que retroceder mucho en la historia de Occidente para encontrar comportamientos similares. Solo hay que leer la Biblia”, dice. A propósito, le recuerdo que últimamente todos le piden su opinión sobre Donald Trump. Antes de contestar se toma su tiempo, como si estuviese tratando de hacer un bosquejo mental del entramado de “republicanismo” y derecha cristiana que coexiste en Estados Unidos en las últimas décadas y del cual forma parte el presidente.
“A ver, él no es el comandante de Gilead. No es un puritano y, sinceramente, no da la talla. Tampoco le interesa realmente la religión, hace gestos, pero son solo eso, gestos. Pero es cierto que en esa cosmología, Trump juega el papel bíblico de instrumento de Dios, o así es como lo ve cierta gente. Su razonamiento es: “Trump no es como nosotros, no es un buen hombre. Sabemos que hay cosas que hace que son muy malas, pero no nos importa porque en el fondo las queremos hacer. Así que Dios lo usa como su instrumento para hacer esas cosas que queremos, pero no nos podemos permitir”.
Naturalmente, a Margaret Atwood le desagradan las cacerías de brujas. Escribió un ensayo refiriéndose a sí misma como “mala feminista” en el que mostraba su preocupación por que el #MeToo estuviera confundiendo acusación con culpabilidad… Pocas fans de El cuento de la criada se disfrazarían de la siniestra tía Lydia. ¿Que Los testamentos le dé protagonismo a las “tías” [guardianas implacables de las “criadas”, mujeres reducidas a vientres de alquiler] es una recriminación a cierto feminismo que victimiza a las mujeres y las pone en un nivel de superioridad moral? “Si hay personas que creen en eso es que no saben mucho de historia”, sentencia.
En su carrera ¿hay algo de lo que se sienta orgullosa?, le pregunto para terminar. “Los canadienses no nos enorgullecemos de nada. Solo estamos, a veces, “menos avergonzados”. ¿En serio?, le digo. “Sí, así que vamos a ver: ¿de qué parte de mi vida estoy menos avergonzada?”. Hace una larga pausa, la única en una conversación en la que ha estado chispeante, llena de ideas y ejemplos antes, incluso, de que pudiera terminar las preguntas. “Um, es que eso es realmente difícil de responder”. “Venga”, la animo…. Pero ella prefiere hablar de “suerte”. La suerte de tener padres igualitarios, de tener la libertad de crecer y formarse en un lugar como Canadá... Ya, pero eso no es lo que le he preguntado, insisto. Ha tenido una vida de extraordinarios logros literarios y un enorme impacto cultural, ¿no cree que ya podría permitirse disfrutar de algo de gloria? Parece aterrorizada de vanagloriarse. “ ¿Y si en realidad ha sido solo suerte?”.
20 de enero-18 de febrero
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