Hace unas semanas, en más de 40 ciudades españolas, miles de mujeres salieron a la calle de nuevo bajo el lema “No es abuso, es violación”. Expresaban así su frustración por una nueva sentencia –la de la Audiencia de Barcelona sobre la violación grupal de Manresa– cuyos graves hechos fueron calificados como abuso y no como agresión sexual porque la chica de 14 años se encontraba en estado de semiinconsciencia y no medió violencia ni intimidación en las penetraciones a las que fue sometida por parte de cinco hombres. No hizo falta, tenían una pistola.
El elevado número de asesinadas por violencia de género y las últimas sentencias sobre violaciones grupales dan una idea de las dificultades que siguen sufriendo las víctimas. ¿Hay todavía quien pone la mancha sobre ellas y exculpa al verdugo? Ese es también el argumento de Creedme, la durísima serie de Netflix sobre una joven salvajemente violada a la que nadie cree.
Es inevitable que el relato de una víctima de violencia esté connotado con las características de un estrés postraumático. Marie-France Hirigoyen, psicoanalista especializada en acoso, afirma que al principio la agredida está tan mal que tiende a negar la realidad.
Denunciar es importante, pero también lo es la atención psicológica. De ahí la importancia de la oficina puesta en marcha en Valencia. La víctima es siempre inocente y debe aprender a defenderse de su agresor.
Esto sucede también en la realidad. Numerosas asociaciones intentan luchar contra esta injusticia. Por ejemplo, la fiscal y consejera de Justicia de la Generalitat Valenciana, Gabriela Bravo, ha impulsado la creación de una oficina integral dirigida por la subinspectora de la policía nacional Leila Mohamed. Su experiencia está logrando que las mujeres no retiren la denuncia una vez que han dado el paso.
La palabra “integral” de esta oficina está cargada de significado. En sus seis meses de vida, ha tratado a 360 mujeres. De las 200 que denunciaron, ninguna se retractó, quizá porque han sido atendidas y ayudadas por psicólogos, trabajadores sociales, abogados y médicos, además de proporcionarles un espacio para sus hijos. Una concepción multidisciplinar necesaria para ayudar en una situación vital tan dramática como compleja.
Hay muchas formas que deslizan hacia la mujer la responsabilidad de lo que le ha sucedido cuando sufre violencia. Una de ellas tiene que ver con el modo en que nos llega la historia. Sobre el violador o el maltrador, el relato suele ser descriptivo y conciso. Apenas nos preguntamos por sus motivaciones. Acerca de la víctima, en cambio, nos planteamos por qué no se defendió de los malos tratos o si había bebido o qué ropa llevaba. Estos interrogantes desplazan la culpa hacia la mujer: que no hubiera salido sola, que no hubiera hablado con desconocidos, que se hubiera protegido... Ella habría sido la responsable de despertar en el hombre un deseo que no pudo controlar. El deseo de él se impone hasta el punto de que la mujer, en sus manos, queda reducida a un objeto. Describir lo ocurrido y deslizar la mirada hacia ella, aludiendo si provocó al agresor, sería una forma de esconder lo que le daría vergüenza al violador: que no está seguro de su identidad masculina. Es su deseo de dominar a la mujer para asegurar su identidad lo que le lleva a transgredir la ley; y goza haciéndolo porque carece de una ética que le haga sentir culpa.
El Observatorio de Violencia Doméstica y de Género da el dato de 1.025 mujeres asesinadas desde el 2003 a manos de sus parejas y exparejas. En 2018 fueron 50 el número de mujeres asesinadas y en lo que va de año se supera ya esa cifra.
Helena María Carvallho, encargada de la ponencia inaugural de las IV Jornadas sobre Violencia de Género, decía algo importante: mientras años atrás España parecía pionera en materia de violencia de género, ahora, no saben por qué, el número de víctimas está aumentando.
En el caso de la Manada de Pamplona se le puso un detective a la víctima, por parte de la defensa de los acusados, para confirmar que seguía con su vida normal. Lo que, a su juicio, demostraría que no había sido afectada emocionalmente. La agresión sexual, en consecuencia, habría sido consentida. Preguntamos a la mujer qué circunstancias se dieron para que fuera agredida, pero no se cuestiona a los hombres por qué actuaron así. He aquí la respuesta: el violador odia lo femenino que hay en él y a la mujer que lo representa. La ve como alguien a quien desprecia porque le excita y realiza una dicotomía en su mente: por un lado, está la mujer sexual a la que degrada; y, por otro, la buena, que no tiene sexualidad. Las personas que niegan o quitan importancia a la violencia de género participan de esas fantasías.
20 de enero-18 de febrero
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