Alma Reville, una cómplice necesaria: esposa fiel, colaboradora en la sombra y cocinera favorita de Alfred Hitchcock, se cumplen ahora 40 años de su fallecimiento

No se puede entender la vida y obra del maestro del suspense sin indagar en una mujer fascinante.

Alma Reville, en una imagen doméstica, con una cabeza de su marido Alfred Hitchcock, en la nevera. / contacto

Nando Salvá

Sin Alfred Hitchcock , maestro del suspense, el cine en general sería mucho peor. Pero sin Alma Reville (Notthingham, 1899), eso sí, sus películas también lo serían. Fue a la vez la esposa del cineasta, su colaboradora más estrecha y la persona de la que siempre buscó el tipo de aprobación que un colegial ansía de su maestra.

Reville participó de forma oficial en 19 largometrajes dirigidos por su marido –y en varios otros de forma oficiosa–, escribiendo y reescribiendo guiones, participando en decisiones relacionadas con las localizaciones o el montaje, y opinando sobre las elecciones de reparto. Si a ella no le gustaba un actor o una actriz determinado, no participaba en la película.

Pese a ello, y aunque probablemente habría gozado de una próspera carrera desde detrás de la cámara de haber sido un hombre, incluso después de su muerte –de la que se cumplen 40 años el 6 de julio– su nombre ha permanecido entre las notas a pie de página de la historia de su marido.

Alma y Alfred se conocieron en 1921, ambos con 22 años –habían nacido con un día de diferencia–, en la producción del melodrama mudo Appearances. Ella se encargaba del montaje y él, de diseñar los intertítulos. Mientras que aquel era el primer empleo de Hitchcock, ella ya contaba con años de experiencia e incluso había debutado como actriz.

Como admitiría tiempo después, él sentía que no podía acercarse a ella mientras no ocupara una posición más importante en la industria. El momento llegó en 1923: tras ser nombrado ayudante de dirección de De mujer a mujer, la convocó en su despacho para pedirle que se encargara del montaje de la película. Ella le informó de que el salario era insuficiente y salió por la puerta; él corrió tras ella y, tras mejorar la oferta, nació una sociedad que duraría más de medio siglo.

Hitchcock debutó como director con El jardín de las delicias (1925), con Alma a su lado en calidad de ayudante de dirección. Al parecer, después de cada toma, él se volvía hacia ella y le preguntaba: «¿Ha estado bien?». Meses después le propuso matrimonio a bordo de un ferry, durante una tormenta, mientras ella permanecía acostada en una litera y tan mareada que apenas podía hablar.

Alfred y Alma, en 1975. / getty images

«Te cacé cuando estabas demasiado débil para escaparte», le confesó posteriormente. Durante las dos décadas siguientes, trabajaron juntos en numerosas películas esenciales. En El enemigo de las rubias (1927), la esposa no solo ejerció de ayudante de dirección sino que también metió mano en el guion e interpretó un pequeño papel.

En 1951, coescribió a toda prisa un nuevo guion de Extraños en un tren, después de que Hitchcock lanzara a la papelera el que Raymond Chandler había redactado inicialmente. Y, aunque su nombre no aparece en los créditos de Psicosis (1960), sin la participación de Alma es más que probable que la escena de la ducha nunca hubiera llegado a convertirse en una de las más icónicas de la historia.

No solo convenció a Hitchcock de que, en su transcurso, los gritos de la actriz Janet Leigh y el sonido del agua cayendo debían ir acompañados de la música de Bernard Herrmann; sus ojos, además, fueron los únicos que detectaron a tiempo una pifia que arruinaba por completo la secuencia: en el plano que la mostraba yaciendo muerta, podía verse a la actriz tragando saliva.

Mientras su marido engordaba su celebridad gracias a la teleserie Alfred Hitchcock presenta (1955-1962) y al estreno de un éxito cinematográfico tras otro, las energías creativas de ella se concentraron en la casa familiar de Los Ángeles. En concreto, en su cocina. Sus platos predilectos eran el pastel de ternera y jamón y el poulet vallée d'auge, un delicioso plato de pollo de Normandía, cocinado con manzanas, un chorro de calvados y nata; así al menos lo recoge la biografía publicada en 2003 por Pat Hitchcock, la única hija de la pareja.

El matrimonio junto a su hija, Pat, a bordo del Queen Mary, en el puerto de Southhampton con rumbo a EE.UU., en 1939

La comida y el cine eran los dos únicos ámbitos en los que el matrimonio Hitchcock daba rienda suelta a la pasión. La suya, después de todo, era una relación sin sexo. Aunque el apetito carnal de Alfred era claro, se basaba más en la observación que en la participación, en parte por los obstáculos físicos y psicológicos que su apariencia y su peso le planteaban.

A menudo afirmaba, en broma, que solo había tenido sexo con su esposa una vez, cuando concibieron a Pat. En cualquier caso, el director de Los pájaros o Vértigo la amaba con locura. Lo demostró en 1979, durante su discurso de agradecimiento al premio honorífico que le concedió el American Film Institute. «Pido permiso para mencionar a las cuatro personas que me han dado todo su cariño, sus ánimos y su colaboración constante.

La primera es montadora, la segunda es guionista, la tercera es la madre de mi hija Pat y la cuarta es una cocinera capaz de obrar milagros. Todas ellas se llaman Alma Reville». Por entonces, ella ya había sufrido dos derrames cerebrales. Hitchcock dejó su carrera para estar a su lado; el dolor que le causaba verla apagarse mermó severamente su propia salud y sus ganas de vivir.

El cineasta murió en abril de 1980, tres meses antes de cumplir 81 años. Discapacitada física y mentalmente, Alma asistió al funeral en silla de ruedas. Durante sus dos últimos años vivió instalada en el delirio, diciéndoles a sus visitantes que Hitchcock estaba trabajando en el estudio y que «pronto llegaría a casa».

En 1929, quizá cegado por sus primeros éxitos, el cineasta le dijo a un periodista que las mujeres no eran aptas para dirigir películas porque sabían muy poco acerca de la vida. Sus palabras resultan clave a la hora de entender por qué Reville nunca se sintió motivada para colocarse tras la cámara. «Soy demasiado pequeña. Jamás sería capaz de proyectar la imagen de autoridad que un director necesita», afirmó en una ocasión. Los guiones que escribió en las décadas de los 20 y los 30 para películas que no dirigió su marido son un buen indicador del tipo de cine que le interesaba: dramas sociales protagonizados por mujeres fuertes.

«Soy demasiado pequeña.Jamás sería capaz de proyectar la imagen de autoridad que un director necesita», aseguraba.

En la conclusión de su ya citado discurso de 1979, en la ceremonia organizada por el AFI, el director sentenció: «Si hace 53 años la hermosa señorita Reville no hubiera aceptado un contrato vitalicio para convertirse en la señora de Alfred Hitchcock, es posible que el señor Alfred Hitchcock se encontrara aquí esta noche. Pero en ese caso no estaría en esta mesa, sino que sería uno de los camareros más lentos de la sala. Quiero compartir este premio, como he compartido mi vida, con ella».

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