Ann Woodward: la asesina confesa de la alta sociedad neoyorkina a la que Truman Capote sentenció a muerte

¿Mató Ann Woodward, la «socialité» más deslumbrante de los cincuenta, a su marido William, heredero de la mayor fortuna de Manhattan por accidente? ¿Por qué lo hizo? ¿Cómo se libró de ir a la cárcel? El misterio está todavía por resolver.

Retrato de Ann Woodward, uno de los «cisnes» de Truman Capote hasta que cayó en desgracia. / gettyimages

Elena Castelló
Elena Castelló

Ann Arden Woodward se había jurado, el mismo día de su matrimonio con el heredero más codiciado de Manhattan, William Woodward Jr., que nada ni nadie le impedirían ser miembro de pleno derecho de esa aristocracia neoyorquina en la que acababa de entrar. Paso a paso, gesto a gesto, hundiendo en el olvido una incipiente carrera de corista y la granja de Pittsburg, Kansas, en la que había nacido, se convirtió en la «socialité» más brillante de la costa Este esa que gobernaban con soltura los Paley, los Vanderbilt, Lee Radziwill y su hermana Jackie Kennedy .

El Upper East Side, el cuartel general de la Alta Sociedad neoyorquino, cayó rendido a sus pies, a pesar de su inicial recelo. Pero fue la propia Ann Woodward quien rompió su promesa. Cuando la noche del 31 de octubre de 1955 mató a William Jr. de un disparo, aquel exclusivo círculo en el que había creído reinar le cerró sus puertas para siempre.

Cuando se conocieron, Ann era corista en el Copacabana y William Woodward un rico heredero. / murray Korman Instagram

No hubo declaración de culpabilidad. Pero, el escándalo fue mayúsculo. Ningún periódico desperdició la oportunidad de vender ejemplares utilizando el apellido más patricio de Nueva York. La revista «Life» lo llamó «el tiroteo del siglo». Y Ann se vio forzada a un solitario exilio, jalonado de alcohol, amantes veinteañeros y estiramientos faciales. Hasta que, el 12 de octubre de 1975, decidió terminar con todo utilizando una píldora de cianuro. Tenía 60 años, pero la prensa publicó que acababa de cumplir 52, porque siempre había mentido sobre su edad.

Quién era la mujer que se convirtió en Ann Woodward

En realidad, Ann no se llamaba Ann, ni su apellido de soltera era Arden. Su nombre real era Angeline Lucille Crowell y había nacido a las afueras de Pittsburg, Kansas, en 1915. Sus padres se divorciaron cuando ella tenía ocho años. Angeline no volvió a ver a su padre y Ethel, su madre, una mujer desequilibrada y ambiciosa, la educó para que creyera que todo estaba a su alcance, a pesar de que eran pobres.

La niña era guapa y lista y nunca lo dudó. A los 22 años, se marchó a Nueva York, se cambió el nombre y enseguida pasó de corista en clubes de moda a ocasional actriz de radio. La cola de admiradores a las puertas de su camerino era interminable y Ann, con ropa y sin ella, era el alma de todas las fiestas.

Fue en una de ellas en la que conoció a William Woodward Jr., recién licenciado en Harvard, en 1943. Se prometieron un 3 de marzo y se casaron dos semanas después. William era alto y atractivo. Su padre era el presidente del Hannover Bank. Había sido embajador en Londres y poseía una de las cuadras de purasangres más importantes de América. Su madre, Elizabeth Ogden Cryder, era la dama más respetada e influyente de la aristocracia de Manhattan.

Ann supo aprovechar la oportunidad de su enlace con William Woodward Jr. y se refinó para reinar en la alta sociedad. / instagram

La educación sentimental de la arribista

La suegra odió a su nuera en cuanto la vio. «Lo entendí todo nada más verla», comentó a sus íntimos. Se rumoreaba que Ann había sido la amante de William Sr. y que éste se la había presentado a su hijo, un chico aplastado por la sombra paterna que no había estado nunca con una mujer. Aquella rubia chispeante y mordaz, con un magnetismo sexual impensable en ninguna de las herederas que le rondaban, le subyugó. Ann le descubrió el sexo, la pasión y el amor. Ella también estaba enamorada, pero además sabía que aquella era la oportunidad que había ansiado desde niña.

Con sus faldas demasiado estrechas, sus ondas demasiado brillantes y su total falta de discreción y de modales, Ann era el prototipo de la cazafortunas para los Woodward y su restringido círculo, que se quedaron horrorizados ante aquel matrimonio. Así que la ex aspirante a actriz se prometió que aprendería todo lo que hiciera falta hasta mimetizarse por completo con los que la despreciaban.

Las joyas, las antigüedades, los vestidos con el corte impecable, el tono de voz, los retratos en «Harper' s Bazaar», el decorador, el peluquero, los locales permitidos y los que no. Se convirtió en la mejor amazona y en la tiradora más diestra y sus cenas eran las más codiciadas del Upper East Side. Cacerías en la campiña inglesa y en las selvas de la India, bailes en Long Island y los Hamptons, cruceros en las islas griegas, estancias en La Riviera con los Duques de Windsor o los Torlonia llenaron su agenda.

Recreación del retrato que le pintó Dalí y que Ann destruyó porque no le gustó. / instgram

No se permitió ni un minuto de descanso. Dalí pintó su retrato, aunque Ann lo hizo pedazos y se negó a pagarle porque no le gustó. El pintor demandó a los Woodward por 7.000 dólares para disgusto de Elizabeth, su suegra. Un Woodward nunca debía aparecer en cierta prensa.

Tras el nacimiento de sus dos hijos, empezó a tomar píldoras para adelgazar, y más tarde para dormir y, cuando no estaba de humor, para animarse. Visitaba a uno de los médicos más de moda de Park Avenue. Le encantaba flirtear con el Aga Khan o con el Marqués de Portago. William se volvía loco de celos y de deseo. Cuando los coqueteos se convirtieron en aventuras reales, se buscó otras amantes.

Empezaron a gritarse en público, se lanzaban lo primero que tuvieran a mano, se reconciliaban en la cama. Se decía que compartían amantes. Los cinco años previos a la noche en que murió William, Ann los pasó en un carrusel de alcohol y tranquilizantes. Empezó a controlar a duras penas sus ataques de ira, que se hicieron constantes. Entonces, seis años después de casarse, William le pidió el divorcio, en 1949. Pero las condiciones que le pedía Ann eran inasumibles y William decidió desechar la idea.

Aunque no la condenaron por ello, el homicidio de su esposo la marcó para siempre y fue repudiada por la alta sociedad neoyorkina. / redes

El «accidente» que acabó con todo

La noche del 31 de octubre de 1955, Ann y William abandonaron su mansión de Oyster Bay, en Long Island, para dirigirse a una fiesta en honor de la Duquesa de Windsor. Era el evento de la temporada. Como de costumbre habían bebido mientras se arreglaban. Estaban nerviosos, especialmente Ann, porque en las últimas semanas un intruso había estado merodeando por la propiedad. Había roto una ventana y robado comida. Los Woodward fantasearon con la idea de dispararle si aparecía de nuevo. Aún así dejaron a sus dos hijos de 11 y ocho años con la «nanny» y se encaminaron a la reunión. Con su espectacular silueta New Look, sus hombros al descubierto y sus diamantes, Ann deslumbró como nunca del brazo de William. «Son la pareja perfecta», comentó Wallis Simpson.

Sin embargo, tampoco esa noche fue Ann capaz de controlar sus impulsos. Exasperada al descubrir a William susurrando al teléfono a una de sus amantes, se puso como loca. No le importó que pudieran oírla. Dejaron la fiesta sobre la una de la madrugada. Y se acostaron, en sus habitaciones separadas, con sus revólveres a mano, por si aparecía el merodeador. La siguiente imagen de Ann Woodward es la que describió la policía que acudió a su casa de Oyster Bay en mitad de la noche: con la cara, las manos y el camisón de seda empapados de sangre, sollozando abrazada al cadáver de William, tendido sobre la moqueta del dormitorio. «Le he matado yo», dijo.

Explicó que unos ruidos extraños la habían despertado y, sobresaltada, había disparado su revólver al ver una sombra en el umbral de su puerta, convencida de que se trataba del merodeador. Por prescripción médica, Ann fue ingresada en un hospital psiquiátrico, en una habitación con las ventanas protegidas para evitar que se suicidara. Tres semanas después, un tribunal dictaminó que todo había sido un desgraciado accidente, aunque ni Elizabeth Woodward, su suegra, ni nadie de su círculo dudaron nunca de la culpabilidad de Ann.

Vídeo. Jackie Kennedy, un icono de estilo

Pero Ann se mantuvo firme en su defensa. Contrató al mejor abogado del momento e hizo todo lo que estuvo en sus manos para «agilizar» la investigación y evitar el escándalo. Hubo llamadas y hay quien dice que circularon algunos sobres con dinero. El supuesto merodeador apareció incluso para declarar su presencia en la propiedad de los Woodward esa madrugada.

El exilio forzoso de Ann Woodward de Nueva York

Tras el escándalo, Ann mantuvo el apellido, la inmensa fortuna de William Woodward Jr. y el apoyo público de su suegra Elizabeth, dispuesta a todo para preservar el buen nombre de la familia. Pero no evitó el desprecio de ésta, ni el ostracismo social. Cerró la casa de Madison Avenue y comenzó un largo viaje sin regreso por la costa amalfitana, Suiza, Francia, Inglaterra y África. La aristocracia Europea, más cosmopolita, la recibía como a ese personaje exótico inevitable en todas las fiestas. Pero, la sombra de aquella noche de octubre nunca abandonó a Ann. Truman Capote la apodó «bang-ban», con ironía. Y fue el artífice de su final, sin pretenderlo.

Ann había regresado a su apartamento de Park Avenue de una de sus múltiples estancias en el Marbella Club. Se vistió de seda rosa, se maquilló, se peinó cuidosamente y se dispuso a disfrutar de sus últimos whiskys junto con un comprimido de cianuro. Un inmisericorde texto de Capote, el primer capítulo de su libro «Plegarias atendidas», titulado «La Cote Basque» (como el famoso restaurante de Manhattan) salía publicado en la última edición de la revista «Esquire».

Ann quizá lo leyó o quizá se lo contaron. Pero, el resultado fue que todo Nueva Nueva York hablaba de ello: el escritor relataba, apenas velados con algunos nombres supuestos, todos los secretos de la alta sociedad en la que se había movido hasta entonces. Entre ellos, el «asesinato Woodward». Veinte años después, cuando ya nadie recordaba aquello, el pasado de Ann volvía con todos sus sórdidos detalles. «Ann mató a Billy, y Capote mató a Ann. Ya no tenemos de qué preocuparnos», sentenció Elizabeth Woodward. Aquel fue también el inicio del declive de Capote al que la Alta Sociedad cerró sus puertas para siempre.